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Hemeroteca Diagonal
¿Es posible un “sector de izquierda” en el movimiento de protesta?
A mediados de diciembre, nuestra afirmación de que la crisis política ucraniana constituía una “situación revolucionaria” suscitó numerosas críticas. Hubo quien condenó el uso de la palabra “revolución” en el contexto de Ucrania como una suerte de sacrilegio, pues los acontecimientos de Kiev no tenían nada que ver con la grandeza de revoluciones pasadas. No hubo proclamas sobre el nacimiento de un mundo nuevo ni debates sobre la socialización de la propiedad, como tampoco se puso en tela de juicio el orden social establecido durante las dos décadas de régimen postsoviético. Sin embargo, el contenido político de una revolución puede no corresponderse totalmente con su dinámica: la experiencia real de las masas, su determinación y su capacidad de autoorganizarse pueden ir muy por delante de su “imaginación política”. Y si la revolución fracasa simplemente por falta de un proyecto político independiente, no por ello deja de ser una revolución.
El principal rasgo distintivo, inconfundible, de una revolución —la entrada en escena de las masas insurgentes— es la fuerza motriz de este relato. Quienes siguen caracterizando los acontecimientos de Ucrania de “conflicto entre élites” o de “choque entre clanes burgueses” pierden de vista lo más importante: el colectivo Maidán —que incluye a activistas de la mitad de las regiones del país que desafían al gobierno central— se ha convertido en un factor político independiente que ni las autoridades ni los dirigentes de la oposición parlamentaria pueden manipular fácilmente. Sin la perseverancia y los sacrificios de estas personas a lo largo del mes pasado, probablemente se habría producido alguno de los muchos escenarios de “normalización” posibles, desde una dictadura policiaca hasta una especie de acuerdo de tapadillo entre los enemigos de Yanukóvich, que en todo caso cumpliría el propósito de apartar a este último del poder y retirarle el apoyo económico de las élites políticas y económicas de Ucrania.
La propuesta a Yatseniuk de ponerse a la cabeza del gobierno vino seguida en rápida sucesión de la dimisión del primer ministro Azarov, de la abolición de las escandalosas “leyes del 16 de enero” y, finalmente, de la ayuda prestada sinceramente por los partidos de oposición al restablecimiento del control por las autoridades de los edificios públicos ocupados por los manifestantes, en un claro signo de consenso entre ambas partes. Yanukóvich, la oposición, la Unión Europea y Putin están todos unidos en el propósito de “normalizar” Ucrania. El único elemento impredecible e incontrolable que se interpone en el camino negociado hacia un acuerdo mutuamente beneficioso es el hecho de que miles de personas decididas se niegan a abandonar la plaza de la Independencia (la llamada Maidán). Su determinación se parece inconfundiblemente, más que cualquier otra cosa, a lo que podemos llamar un instinto democrático: los ciudadanos son ciudadanos mientras se mantengan unidos y sean capaces de responder con violencia a quienquiera pretenda destruir su unidad armada.
Esta democracia directa, aunque surgida directamente de la experiencia, no tiene ninguna prolongación política. Además, sus fuerzas de choque bien organizadas —que ayudaron a la mayoría de manifestantes a acabar de eliminar todo lo que quedaba de distancia respetuosa que mantenían con respecto al Estado y la policía— se ha convertido en una fuerza básicamente antidemocrática. Paradójicamente, sin los defensores ultraderechistas de una “dictadura nacional” del sector de derechas nunca habría habido barricadas en la calle Jrushevskogo ni se habrían ocupado ministerios para convertirlos en “sedes de la revolución”; tampoco se habrían producido los acontecimientos que impidieron de hecho la consolidación de un “partido del orden” y la proclamación del “estado de excepción” desde arriba. La conciencia de este hecho concita perspectivas terribles, en la medida en que no solo refleja el descontento masivo con el gobierno, sino también el deseo de la ultraderecha de tumbar el gobierno y establecer el suyo propio, monopolizando rápidamente el espacio político y transformándolo en un régimen extremadamente reaccionario.
Cuando uno llega a Maidán, al principio tiene la impresión de hallarse en una especie de País de las Maravillas político: allí hay combatientes urbanos batallando con la policía, campamentos autogestionados, centros de información, puestos de ayuda mutua, “servicios de urgencias” autogestionados y comidas calientes. Es un ejemplo paradigmático de la infraestructura de una insurrección urbana, cuyos componentes transmiten una verdadera conciencia revolucionaria revestida de un color extraño, insólito: un caleidoscopio de propaganda de todos los partidos y sectas posibles de ultraderecha con incontables símbolos “celtas” y runas pintadas en las paredes. La disonancia increíblemente repugnante entre el contenido revolucionario del proceso y su forma reaccionaria constituye una situación que no reclama una cuidadosa evaluación ética, sino una acción encaminada a cambiar este alarmante estado de cosas.
Por supuesto, nadie en esta revolución ha reservado un espacio para la izquierda, es decir, para quienes podrían ofrecer realmente una alternativa al orden establecido que ha generado pobreza, corrupción, falta de transparencia y violencia estatal. De hecho, es el mismo orden que ha dado lugar a todos los factores que, sin excepción, han llevado a la gente a salir a la calle y a ofrecer resistencia. La crisis actual de Ucrania es realmente una crisis de la sociedad que queremos cambiar. La sociedad está degradada y amargada y se halla en proceso de desintegración. Carece casi totalmente de optimismo con respecto a las perspectivas. Los frutos de esta sociedad y su escaso —y por tanto crucial— optimismo son los hechos revolucionarios en curso. El nacionalismo (que en estos momentos todavía es más civil que étnico), una extraña fe en el potencial de la “integración europea”, las instituciones parlamentarias, la falta de resistencia al chovinismo y el deseo de encontrar y neutralizar virus en el cuerpo “nacional” sano: todo esto es fiel reflejo del nivel de conciencia actual de la sociedad ucraniana, que de todos modos no es estática ni invariable. Y a pesar del hecho de que las condiciones de partida eran mucho más favorables a la expansión de la ultraderecha, el resultado de esta batalla por la conciencia y por un programa revolucionario nunca ha estado predeterminado, ni tampoco puede darse por hecho en el momento actual.
Entiendo perfectamente que mi razonamiento puede parecer muy endeble, pero me parece que esta discusión —sobre la necesidad y la posibilidad de un “sector de izquierda” y su lucha por la hegemonía en el movimiento de protesta— no solo es importante en el contexto actual de Ucrania, sino también de cara al futuro, en el que tendremos que afrontar unas circunstancias similares (si no peores). Recuerdo muy bien cómo justo después de la primera concentración masiva contra Putin en el bulevar Chistoprudny de Moscú, el 5 de diciembre de 2011, se organizó una reunión entre los representantes de prácticamente todos los grupos de izquierda existentes. Tras un tempestuoso debate, e independientemente de las diferentes tradiciones y enfoques ideológicos, una mayoría de participantes coincidieron en lo siguiente: 1) nos reconocemos en el incipiente movimiento de protesta y vamos a participar en él, y 2) aceptamos plenamente su heterogeneidad política y social y lucharemos por ocupar nuestro lugar en su seno. Ése fue el nivel mínimo necesario de unidad política, cuyo resultado ha sido la presencia sistemática de la izquierda radical en el movimiento de protesta y, sobre todo, la percepción por parte del movimiento de que la izquierda radical formaba parte de él. El “polo rojo” que aparecía en el movimiento contrataba claramente con el enfoque conservador del Partido Comunista, que de hecho estaba trabajando para la recuperación de la estabilidad perdida de la maquinaria política de la “democracia administrada”.
¿Qué habría ocurrido si desde el comienzo mismo la izquierda radical, uniendo todas sus fuerzas (creo que podrían sumar varios centenares de personas), hubiera defendido enérgicamente su derecho de estar en Maidán y expuesto abiertamente sus posturas?
Que yo sepa, en diciembre de 2013 no ocurrió nada parecido en Kiev. Los grupos de la izquierda radical ucraniana miraron con escepticismo las incipientes protestas, limitándose a desempeñar un papel pasivo o periférico. Quienes decidieron apoyar el movimiento y participar en él lo hicieron a título meramente personal, sin ninguna coordinación. Mientras, los grupos de ultraderecha pudieron alardear de todo su potencial en términos de disponibilidad personal, mayor incluso que el de sus colegas rusos, y por tanto aprovechar las mejores oportunidades desde el comienzo. Se dedicaron a marginar sistemáticamente de la refriega a los pequeños grupos de manifestantes de izquierda. ¿Qué habría ocurrido si desde el comienzo mismo la izquierda radical, uniendo todas sus fuerzas (creo que podrían sumar varios centenares de personas), hubiera defendido enérgicamente su derecho de estar en Maidán y expuesto abiertamente sus posturas? Es probable que frente a esta presencia masiva organizada de militantes de izquierda, la derecha se habría abstenido de enfrentarse abiertamente a ellos, debido en última instancia al posible efecto negativo para su imagen pública a los ojos de la mayoría de manifestantes no integrados en ningún partido.
Crear un espacio para un “sector de izquierdas” sería crucial no solo en el momento actual y no solo de cara a buscar apoyos entre los centenares de miles de manifestantes. Permitiría avanzar en la construcción de fuerzas de izquierda radical en la situación posrevolucionaria que probablemente se abrirá en un próximo futuro, cuando finalmente el Partido Comunista de Ucrania (KPU) ponga punto final a su ignominiosa existencia. La reivindicación de que se prohíba el KPU (junto con el rusófono Partido de las Regiones), que corean cada vez más manifestantes, no solo está conectada con la tradición anticomunista, sino también, y en la misma medida, con el programa político del KPU, que ha vinculado su destino inextricablemente a los clanes oligárquicos y al reaccionario lobby prorruso. Desde el comienzo mismo de la crisis, el KPU se opone inequívocamente al movimiento, pide a la policía que tome represalias y, por supuesto, apoya incondicionalmente las “leyes del 16 de enero”. En cambio, un sector de izquierda que se presentara desde el comienzo como parte integrante del movimiento, podría haber rebatido debidamente la conexión, generalmente aceptada en Ucrania, entre las alternativas socialistas y el partido bastardo de Petr Simonenko (el KPU). Un Sector de izquierda no solo habría podido reforzar el movimiento desde dentro, sino también ofrecerle un programa, desarrollando su vector radical-democrático, apoyando a proporcionando una dimensión política consciente a la creación de “consejos populares” en las administraciones regionales ocupadas.
La reivindicación de que se prohíba el KPU (junto con el rusófono Partido de las Regiones), que corean cada vez más manifestantes, no solo está conectada con la tradición anticomunista, sino también, y en la misma medida, con el programa político del KPU, que ha vinculado su destino inextricablemente a los clanes oligárquicos y al reaccionario lobby prorruso
Sin embargo, hoy está claro que se ha perdido una oportunidad. Sin duda prevalecerán las fuerzas estabilizadoras y Ucrania volverá al modelo variable de consensos oligárquicos entre clanes rivales y partidos electorales. Al mismo tiempo, nada volverá a ser igual: una vez disipado el miedo a la fuerza gubernamental, el gusto por la resistencia quedará grabado en la conciencia de una generación políticamente activa junto con la experiencia de la construcción de barricadas en Maidán. Esto significa que es más bien probable que la historia brinde a la izquierda radical ucraniana algunas oportunidades más para aprender de sus errores.