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Hemeroteca Diagonal
El oriente europeo
La Europa central y oriental se ha visto sujeta, por lógica, al espasmo de represión y retroceso en derechos y libertades que ha atenazado al planeta desde los atentados del 11 de septiembre de 2001. Como ha ocurrido en tantos otros escenarios, antes que manifiestas novedades, lo que ha cobrado cuerpo es un ahondamiento de procesos que ya estaban en curso.
Para tomar el pulso de la cuestión que tenemos entre manos, nada mejor que partir de lo evidente: una de las señales más claras de lo que ocurre hoy en el mundo la aporta el asentamiento, indisimulado, de un discurso que tiene su origen en supuestos expertos en seguridad y que tiende a ver en todas partes islamistas desbocados internacionalmente organizados. Semejante percepción, de visible tufo reaccionario, ha acabado por impregnar muchas de las visiones que abrazan gobiernos y opiniones públicas.
Es fácil apreciar que tal manera de afrontar los hechos ha venido como anillo al dedo para afianzar las querencias autoritarias de muchos gobiernos (no sólo se trata, por cierto, en el ámbito geográfico que nos interesa, de la Rusia de Putin, como lo testimonian los flujos del mismo sentido registrados en Bielorrusia, en el Cáucaso o en el Asia central).
A duras penas sorprenderá, por lo demás, que los criterios y las medidas reseñados hayan tenido como trastienda la entronización, a menudo obscena, de fórmulas de doble rasero. El ejemplo de Chechenia acude de nuevo en nuestro socorro: el despliegue de un discurso interesado, y maniqueo, sobre el terrorismo permite utilizar con profusión el sambenito correspondiente para dar cuenta de acciones como las protagonizadas por comandos, presuntamente chechenos, en el teatro Dubrovka de Moscú o en una escuela en Osetia del Norte, y rehuirlo, en cambio, a la hora de describir lo que el Ejército ruso hace cotidianamente en la propia Chechenia. Los efectos en ésta son palpables en la forma de muertos, desaparecidos, heridos, detenidos y torturados, en un marco de absoluta impunidad. Pero las medidas restrictivas de derechos y libertades arbitradas al calor de la paranoia antiterrorista se aprecian también fuera de Chechenia, en un entorno general de inseguridad legal y de falta de garantías.
En paralelo se aprecia, naturalmente, el designio de no atribuir responsabilidad alguna, en la gestación de problemas y conflictos, a las potencias occidentales y a sus aliados locales. En muchos casos, las primeras se presentan como generosas aportadoras de ayuda y, cabía esperarlo, honestos adalides de la democracia. Véanse, si no, los encomiásticos adjetivos aplicados a las gestiones acometidas por la Unión Europea en el contencioso ucraniano del pasado otoño. Esta actitud de manifiesta aquiescencia hacia las potencias occidentales se ve aderezada a menudo de cierta tolerancia para con el renacimiento de un proyecto neoimperial como el que despunta por momentos en Rusia: no está de más que ésta ponga orden en su patio trasero. Hay que reconocer, eso sí, que tales percepciones suelen proceder de fuentes distintas. Reflexiones sobre el hecho de que lo ocurrido en los dos últimos años en Georgia, Ucrania y, más recientemente, Kirguizistán, ha suscitado dos lecturas que rara vez se consideran al unísono: mientras la primera se reclama de un cuento de hadas que viene a sugerir que los nuevos gobernantes van a resolver de un plumazo, y con instinto solidario, los muchos problemas que acosan a esos países, la segunda no ve sino una subterránea operación estadounidense orientada a desequilibrar a gobiernos que, por lo que parece, eran un dechado de perfecciones (y a disputarle a Rusia, por añadidura, su zona de influencia). De la mano de estas dos simplificaciones, esgrimidas por separado, es difícil que las amordazadas sociedades civiles de la Europa central y oriental asuman una visión crítica de lo que ocurre en los entresijos del poder.
Valor estratégico
La región se encuentra emplazada en un escenario de innegable relieve estratégico y económico, en virtud del cual los impulsos autoritarios y represivos varias veces invocados experimentan un auge aún mayor. El espacio que nos ocupa se halla muy próximo, por un lado, de zonas calientes como las que alberga el Oriente Próximo y configura, por el otro, un recinto razonablemente importante en lo que respecta a la producción —Rusia, la cuenca del Caspio— y el transporte de materias primas energéticas muy golosas.
Hablamos, por lo demás, de un área del planeta que configura para Estados Unidos una interesantísima atalaya desde la cual supervisar los movimientos de potencias eventualmente competidoras, cual es el caso de Rusia, China, la India y la propia Unión Europea. Al respecto no está de más rescatar que una línea mayor de la política exterior norteamericana es la que apunta a cortocircuitar cualquier aproximación acometida por rivales poderosos. Tal ha sido la conducta de Washington, sin ir más lejos, en lo que hace a imaginables acercamientos entre la Unión Europea y Rusia, que podrían abocar en la gestación de una macropotencia euroasiática en la que se diesen cita la riqueza de la primera, por un lado, y la profundidad estratégica y las materias primas de la segunda, por el otro. De resultas, EE UU habría procurado atraer hacia sí en los últimos años a Rusia por efecto, ante todo, del designio de trabar cualquier allegamiento de Moscú a la UE. Una circunstancia similar se habría abierto camino en lo que atañe a eventuales aproximaciones entre China y Japón: Washington ha contemplado con singular recelo, de siempre, la posibilidad de que, pese a sus desavenencias de estas horas, Pekín y Tokio, que dependen sobremanera del petróleo del Golfo Pérsico, construyan un gigantesco conducto que, desde el Asia central ex soviética, y luego de cruzar el territorio continental chino, debería rematar en los puertos japoneses. El conducto mentado podría sentar los cimientos de un delicado contrapeso para la hegemonía norteamericana en Asia y, por ende, en todo el planeta.