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Guerra en Ucrania
La miseria de la geopolítica y el “No a la guerra”
Los conflictos bélicos siempre vienen acompañados de intensos debates. También en el seno de las fuerzas “progresistas”. Al menos desde la traición que la SPD cometió al aprobar los presupuestos de la guerra, allá por 1914, no cabe esperar una espontánea y robusta cerrazón de filas en torno a la paz por parte de los partidos de la izquierda. Más de cien años después, sigue siendo un error dar por hecho la prevalencia de lo que sea que quede del internacionalismo proletario. La reciente incursión rusa en el territorio ucraniano ha resucitado o, mejor, mostrado la viveza, de las pulsiones nacionalistas.
Encontramos al menos tres posturas, creemos, equivocadas. La primera es la atlantista. Es la hegemónica, en gran medida gracias a la acción de una maquinaria propagandista que permea hasta en lugares insospechados. Putin sería el villano sátrapa y vanidoso de un panorama internacional confeccionado como el decorado para una nueva entrega de 007. Europa solo intentaría protegerse y, con este ataque, el Kremlin le habría dado la razón.
Especularmente a esta primera posición errónea se forma la segunda. Organizaciones marginales y ciertos personajes aupados en las cámaras de resonancia de las redes se alinean con Rusia motivados por un antiimperialismo reducido a llevarle la contraria a Washington. La invasión de gran parte de Ucrania estaría justificada por la extensión de la OTAN, la deriva ultraderechista y las execrables masacres en el este del país.
En una pretendida equidistancia, pero coqueteando a veces con descaro con uno u otro bando, se erige una tercera posición. Es la de muchos de los “expertos” en relaciones internacionales, en “geopolítica”. Su concepto clave son los intereses nacionales: la guerra es cosa de intereses, no hay buenos ni malos, tan solo intereses de Estados en pugna. Desde todas estas posiciones, los analistas, amparados en la Realpolitik —pomposo término alemán para designar el realismo en política—, habrían encontrado razones para denostar una proclama de larga data en las protestas españolas: el “No a la guerra”. Sería iluso y hasta naif combatir el conflicto mismo, como lo sería toda pretensión de superar el marco nacional(ista) en que se sitúa el debate. Y es de eso de lo que se trata.
Los comentaristas, cada cual con sus inclinaciones, colectivamente ponen a la audiencia en el lugar de los espectadores de uno de esos soberbios enfrentamientos entre Fisher y Spassky
Todas las visiones descritas se detienen en las formas nacionales. Laureados politólogos y periodistas encuentran las razones de la pugna en las ambiciones políticas de las camarillas dirigentes. Asisten, embelesados, a una emocionante partida de ajedrez de la que aprovechan para comentar con todo nivel de detalle (a veces rozando lo escabroso, pero ese es otro tema) cada jugada, qué posibilidades abre y cuál podría ser la respuesta del rival: “las columnas de acorazados entran por aquí y allá”, “se suministra este tipo de arma”, “las sanciones afectarían a sectores estratégicos”… Los comentaristas, cada cual con sus inclinaciones, colectivamente ponen a la audiencia en el lugar de los espectadores de uno de esos soberbios enfrentamientos entre Fisher y Spassky.
Permitámonos, para ir más allá de estas restringidas apariencias, recuperar una idea clave muchas veces olvidada. De la crítica de la economía política que Marx formuló se desprende que la acumulación capitalista es mundial por su contenido y, solo por sus formas, es nacional. Expliquemos esto con un matiz aparente que, en realidad, conlleva un cambio de paradigma: frecuentemente se habla del modo en que España o la UE se “insertan” en la economía mundial; lo correcto, a nuestro entender, sería hablar del modo en que la economía mundial se “expresa” en España o en la UE. El capital global se valoriza conjuntamente, pero su unidad viene dada a través de su fragmentación en capitales privados que compiten entre sí agrupados en espacios nacionales, los cuales se dotan necesariamente de una entidad política que les represente, el Estadoi. De entre las implicaciones que conlleva adoptar esta visión, aquí tan solo nos referiremos —y desde luego no con la profundidad que ameritaría un examen exhaustivo— a aquellas que conciernen al tema que nos convoca: la guerra.
Las cadenas de reacciones y análisis a cada noticia nos conducen a descuidar el movimiento de fondo. Las guerras traen consigo consecuencias que traspasan, y en este caso es más que evidente, los espacios nacionales directamente involucrados. Llevan aparejadas transformaciones del calado de las crisis que acostumbran a llevar aparejadas y que frecuentemente tratan de superar. Pero mientras que respecto las crisis es relativamente sencillo encontrar factores y causas más estructurales, esa posibilidad se difumina en las guerras, donde el ponzoñoso fervor nacionalista comparece desatado. La destrucción de mercancías, entre las que destaca la fuerza de trabajo, los procesos inflacionarios, la reestructuración de las vías de abastecimiento, entre otras consecuencias que se van dibujando en el horizonte, son respuestas a exigencias mucho más generales e impersonales que las de los actores que finalmente las ejecutan. Todavía es muy pronto para poder determinar exactamente el sentido en que se alterará el rumbo de la acumulación, para ello es conveniente esperar al menos a que comience a cerrarse el movimiento. Piénsese que todavía hay discusión sobre las potencias que las dos guerras mundiales realizaron. Pero la paciencia y el deseo de rigor no nos pueden ubicar en posiciones inciertas o timoratas.
Sin desplazar la atención del tablero geopolítico nos vemos obligados escoger entre Estados o bloques de Estados. Si esto es una riña entre países, tendremos que pensar a cuál de ellos nos sentimos más próximos
Sin desplazar la atención del tablero geopolítico nos vemos obligados escoger entre Estados o bloques de Estados. Si esto es una riña entre países, tendremos que pensar a cuál de ellos nos sentimos más próximos. Lo que tratamos de apuntar, es que si, por el contrario, lo que presenciamos es una conflagración que responde a los intereses del capital, en particular a aquellos que se cimentan sobre la muerte y el empobrecimiento de miles o millones de personas, debemos abstenernos de alinearnos con cualquiera de los carniceros o sus aliados. Se trataría de condenar la guerra y a todos sus promotores, de empujar en la medida de lo posible hacia la detención de las hostilidades, evitando toda escalada que pueda derivar en mayores catástrofes. El “No a la guerra” no es un eslogan excesivamente cándido o ingenuo, tampoco vacío, y si es equidistante, lo es con la valentía que en estas jornadas se requiere. Es la consigna internacionalista que porta los intereses inmediatos de una clase social, la trabajadora. Lo hace evitando toda justificación del conflicto presente y rescatando lo mejor de nuestras luchas pasadas: la negativa a integrarse en el club de sicarios que resultó ser la OTAN y a colaborar con cualquiera de las guerras en las que se ha tomado parte. Por eso, hoy, más que nunca: ¡No a la guerra!
i Este planteamiento general se inspira en los del Centro de Investigación como Crítica Práctica, radicado en Argentina. Para su despliegue, nos remitimos a sus trabajos, también a nuestro libro Las tareas pendientes de la clase trabajadora.