Green European Journal
¿Quién paga los platos rotos del calentamiento global?

El Green European Journal entrevista a Lucas Chancel, economista especializado en desigualdad y crisis climática.
Lucas Chancel
Lucas Chancel. Imagen: A. Lecompte.
Artículo publicado orginalmente en inglés en el Green European Journal y publicado en El Salto de la mano de Ecopolítica
7 ago 2023 06:00

Es habitual escuchar que las cuestiones sociales y las medioambientales son dos caras de una misma moneda. Pero si el cambio climático es el mayor conflicto medioambiental de nuestro tiempo, ¿qué implicaciones tiene luchar contra él a nivel social? Lucas Chancel es un economista de renombre mundial que estudia la desigualdad y el cambio climático.

“Desigualdad climática” es un término que escuchamos con frecuencia, pero ¿qué significa exactamente?
A mí lo que me interesa es ver de qué manera se relacionan varios tipos de desigualdad con las cuestiones medioambientales. ¿Quién contamina? ¿Qué colectivos se ven afectados por la contaminación? ¿Quién puede permitirse financiar la descarbonización? Y, ¿de qué manera confluyen la transición ecológica y la desigualdad?

La desigualdad climática tiene, como mínimo, tres aspectos básicos. En primer lugar, la exposición desigual a los efectos del cambio climático. Ni todas las personas, a nivel individual, ni todos los países se ven afectados del mismo modo; algunos lugares se enfrentan a mayores niveles de calentamiento que otros. Un grado más no tiene el mismo impacto en los países de climas más moderados que en los que están experimentando ya altas temperaturas. Dentro de cada país los estándares de vida, el nivel de ingresos y la riqueza determinan considerablemente la vulnerabilidad de la población ante las crisis climáticas.

En segundo lugar están las desigualdades a nivel de responsabilidad. En este sentido, hay diferencias muy claras tanto entre países ricos y pobres como dentro de las fronteras de los países. En los países ricos hay grandes contaminadores y contaminadores que lo son en menor medida. Los países pobres contaminan menos por término medio, pero las élites de los países emergentes (a las que les gusta esconderse entre la multitud) están frecuentemente entre los principales contaminadores a nivel global.

Por último, existen desigualdades en cuanto a la capacidad de actuar. No todas las personas tenemos la misma capacidad de participar en la transición: cambiar nuestro coche, reformar nuestra casa o protegerla ante la sequía o las inundaciones. El Informe sobre la desigualdad climática 2023 señala que, a nivel global, la mitad menos contaminante del mundo (que se solapa aproximadamente con la mitad más pobre) emite solo el 12% del total de las emisiones. Y, sin embargo, esta mitad del mundo deberá soportar el 75% de los daños causados por el cambio climático en términos de pérdida de ingreso relativo. Hay que tener recursos para financiar la transición, así que hay una clamorosa asimetría en lo relativo a la capacidad de actuar. Que el mundo es muy desigual no resulta una sorpresa para nadie, pero el nivel de la desigualdad ha llegado a extremos chocantes. El 50% más pobre del mundo posee menos del 3 % de toda la riqueza global.

Estas tres dimensiones de la desigualdad climática global (la exposición a las crisis climáticas, las emisiones y la capacidad de acción) ilustran las tensiones inmensas del mundo actual. Las comunidades más afectadas por el cambio climático son las que menos contaminan y, al mismo tiempo, las que menos capacidad tienen para tomar cartas en el asunto.

¿Cómo agrava el cambio climático las desigualdades existentes?
Los impactos del cambio climático han agravado ya las desigualdades entre los países. Estamos ya 1,3 grados por encima de los niveles preindustriales y los países tropicales y subtropicales han sido los más afectados por ello. Incluso ahora, los países más pobres tendrían más recursos económicos si no fuera por los daños derivados del aumento de las temperaturas. El cambio climático implica una serie de perturbaciones a las que las sociedades deben enfrentarse: olas de calor, inundaciones, empresas que se ven obligadas a reubicarse, etcétera.

Tenemos, por un lado, la desigualdad en la exposición a los riesgos. Algunos barrios están más cerca de las zonas de inundación que otros, que están situados en zonas más altas. La gran mayoría de las veces los barrios menos susceptibles a las inundaciones son los más antiguos y acaudalados. Por supuesto, cualquier persona puede verse afectada por la crisis climática, pero la tendencia es que sean las personas más pobres las que se llevan la peor parte. Y, dejando de lado la cuestión climática, las áreas urbanas de bajos ingresos suelen ser las más cercanas a las zonas industriales y de riesgo petroquímico.

¿Cómo podemos adaptar unos mecanismos de solidaridad pensados para una época pasada a un nuevo contexto de crecimiento lento e incluso recesivo?

Por otro lado, también tenemos una vulnerabilidad desigual ante los riesgos: no es solo que una persona esté más expuesta; sucede también que su casa está construida con materiales de peor calidad y que no tiene ahorros u otros recursos a los que recurrir. Una de las grandes desigualdades fundamentales de nuestras sociedades contemporáneas, ya sea en Francia, Uganda o los Estados Unidos, es que aproximadamente la mitad de la población no tiene ahorros, es decir, un colchón económico. El cambio climático implica la multiplicación de estas perturbaciones, lo cual agravará a su vez las desiguales en nuestras sociedades ya de por sí desiguales. Pero no todo está perdido. Un sistema del bienestar fuerte y distintas formas de seguridad pública que ofrezcan cobertura universal pueden acabar con estos vectores de desigualdad. La protección social es así uno de los retos centrales de nuestro tiempo. ¿Cómo podemos aumentar el nivel de protección social en los países ricos y crear nuevos sistemas del bienestar en países menos ricos? El estado del bienestar debe tener en cuenta los nuevos riesgos medioambientales que no estaban en el radar de sus padres fundadores a finales de la Segunda Guerra Mundial.

Pero los límites del crecimiento, el envejecimiento de poblaciones y una economía global cambiante complican la financiación de los estados del bienestar. ¿Podemos realmente permitirnos expandir la protección social para mitigar los riesgos medioambientales y la pobreza?
Debemos tener clara una cosa: económicamente hablando, nuestros países nunca han sido tan ricos como lo son hoy en día. Francia nunca ha sido tan rica. Los Estados Unidos nunca han sido tan ricos. El problema real es la distribución entre la riqueza privada y la riqueza colectiva en manos del Estado, las autoridades locales y las organizaciones sin ánimo de lucro. El problema no es el nivel total de riqueza, sino a quién pertenece esta riqueza. Ante el argumento de que ya no nos podemos permitir nada debemos responder recordando que tenemos un margen de maniobra enorme. Podemos buscar recursos y encontrar nuevas fuentes de ingresos, especialmente en la riqueza. El capital ha estado gravado de manera insuficiente desde hace décadas, y eso que no ha parado de crecer.

Los límites al crecimiento y el envejecimiento de la población sí plantean verdaderos retos a los que debemos enfrentarnos. Los sistemas de protección social que se implementaron tras la Segunda Guerra Mundial fueron concebidos en un contexto de crecimiento robusto: crecimiento convergente, reconstrucción económica y una explosión de la natalidad que se ha convertido hoy en día en una explosión de las jubilaciones. ¿Cómo podemos adaptar unos mecanismos de solidaridad pensados para una época pasada a un nuevo contexto de crecimiento lento e incluso recesivo? Debemos repensar los mecanismos de financiación con tal de superar su dependencia del crecimiento y tasar el stock de riqueza (los activos) en lugar de los flujos (PIB). Desvincular el modo en el que financiamos el estado del bienestar del PIB implica procurar más recursos provenientes de la riqueza privada y de la transmisión de la riqueza a través de la herencia.

Tenemos también que empezar a fijarnos en los costes de la degradación medioambiental que pasan desapercibidos. Por ejemplo, una gran proporción de las enfermedades crónicas actuales están relacionadas con factores medioambientales. Esa es la razón por la que la mejora de nuestro medio ambiente debe formar parte de nuestra concepción de un marco sistémico para la protección social. La prevención debería constituir una parte mucho más integral de nuestra política sanitaria, reduciendo así la presión sobre su financiación.

Subestimamos terriblemente el coste de los daños medioambientales. Aumentar nuestra concienciación a este respecto permitiría reducir el coste de la acción climática. Los combustibles fósiles reciben miles de millones de euros en forma de subsidios cada año. Sin embargo, el coste que implica esto para nuestros sistemas sanitarios en términos de enfermedades respiratorias y cardiovasculares es enorme. Eliminar los subsidios a los combustibles fósiles supondría ganar un margen de maniobra de aproximadamente varios cientos de miles de millones de euros al año.

La transición ecológica requiere más democracia frente a la emergencia, no menos

¿Hasta qué punto explica la desigualdad los nuevos conflictos medioambientales que están surgiendo en Europa? Tomemos como ejemplo los conflictos por el agua en Francia y España o las protestas de agricultores en Países Bajos.
El eje central en estos conflictos medioambientales es el acceso desigual a los procesos de toma de decisiones, que refleja los intereses de actores poderosos que se mueven entre las élites. Tal y como lo describe [el economista catalán] Martínez Alier, que ha mapeado los casos de injusticia medioambiental a nivel global, estos conflictos medioambientales conforman una especie de «Internacional de las luchas»: hay una serie de tensiones muy similares las unas a las otras a lo largo y ancho de Europa, pero también en el Amazonas y en África. Esto se debe a la dialéctica de las autoridades públicas que justifican ciertas decisiones basándose en parámetros económicos, frente a activistas que reivindican otras formas de legitimidad, desde la protección de la biodiversidad hasta un respeto más amplio por el proceso democrático. La manera en la que nos enfrentamos a la transición ecológica requiere más democracia frente a la emergencia, no menos. Las decisiones tomadas por comités pequeños que reproducen la defensa de los intereses establecidos no hacen más que malgastar nuestro tiempo.

¿Y qué hay del consumo de carbono de los sectores más ricos de la sociedad? ¿Cómo de útil es realmente la prohibición de los jets privados?
Cada tonelada de carbono en la atmósfera cuenta, así que no es una tontería. Un avión privado produce en una hora más toneladas de CO₂ que los desplazamientos diarios de la mayoría de las personas en un año. Pero todavía más importante es el ejemplo. Estamos entrando en una fase en la que todo el mundo deberá hacer un esfuerzo considerable para transformar sus estilos de vida. ¿Cómo podemos esperar que las clases medias y bajas pongan de su parte si la gente en lo alto de la escalera social continúa emitiendo el equivalente a un año de carbono en tan solo unos minutos?

Históricamente, cuando los políticos han pedido a sus poblaciones sacrificios considerables, a las clases adineradas se las ha hecho participar en él. En un discurso de abril de 1942 [en el que expuso los siete puntos de la política económica nacional orientada a estabilizar la economía de los Estados Unidos de cara a la guerra], Franklin D. Roosevelt pidió a sus compatriotas que hicieran enormes sacrificios. También pidió al Congreso que el ingreso de las clases más adineradas permaneciera por debajo de cierto límite. Es una cuestión de cohesión social, de un nuevo contrato social para la transición. En Francia, las aerolíneas ya no pueden vender billetes para rutas que puedan cubrirse en menos de dos horas y media de viaje en tren. Pero esto no afecta a los jets privados. Un agujero en el plan es un agujero en el contrato social.

Las ciudades y regiones deben lidiar frecuentemente con efectos de la crisis climática. Los gobiernos nacionales tienen las competencias en lo que respecta a tasación y seguridad social. El Pacto Verde Europeo es el marco de la transición y todos estos elementos se sitúan en el contexto de los acuerdos globales por el clima. ¿Cuál es el plano más relevante para la lucha contra el cambio climático?
Lo fascinante y a la vez vertiginoso de esta transición es que todos los planos están interconectados. Debemos empezar a nivel local e ir subiendo, al plano nacional, europeo e internacional. No podemos usar la lentitud y la frustración en un plano concreto para justificar la inacción en otro. Hay mucho que hacer a nivel local en lo que se refiere a desigualdad climática, el daño y exposición a los riesgos: desde la planificación urbana a la reorganización de áreas mediante políticas públicas que beneficien a los sectores más pobres de la población, en lugar de castigarlos. Reverdecer las ciudades y transformar los sistemas alimentarios beneficiará a aquellas personas que están en primera línea ante las olas de calor, la inflación del precio de los alimentos y la sequía.

El plano nacional es importante para promulgar leyes y ofrecer recursos financieros y el plano europeo puede ayudar a hacer acervo de recursos. Compartir esfuerzos es pensar a la mayor escala posible. Una red eléctrica impulsada por energía eólica y solar debe estar interconectada con otros territorios para, por ejemplo, seguir funcionado en los días en los que no hay suficiente sol o viento. Y esta misma lógica es aplicable a la capacidad de recuperación tras perturbaciones tales como los huracanes. Cuanto mayor sea el conjunto de sujetos que comparten los riesgos, mejor funcionará la protección, tal y como funciona la seguridad social a nivel nacional.

Un estado del bienestar europeo nos permitiría compartir riesgos de manera más eficiente. Pero esto implica la creación de recursos fiscales propios de la UE. Y, si bien esta es una conversación que está empezando a emerger, todavía estamos lejos del famoso «momento hamiltoniano» del federalismo estadounidense. El presupuesto de la UE está cerca del 2 % del PIB, mientras que la mayoría de sus estados miembros tienen presupuestos nacionales cercanos al 50 % de su PIB. Debemos federar tanto los recursos como los gastos con tal de prepararnos para la lucha contra las desigualdades medioambientales del futuro.

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Artículo publicado orginalmente en inglés en el Green European Journal y publicado en El Salto de la mano de Ecopolítica.

 


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