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Enfoques
Desenterrar la memoria
— Hace dos días se llevaron a una niña de diez años— dice, nada más llegar a la reunión, Marbel Luz Palmera.
— Sí, lo controlan todo de nuevo. Los muchachos no pueden salir a la calle porque otra vez los paramilitares están reclutando sin parar— responde Ruth Marina Mejía.
Las cuatro mujeres que hablan de sus temores alrededor de una mesa ya saben lo que es perder hijos, esposos, compañeras o amigas: todos han resultado muertos o desaparecidos por su lucha en los últimos 20 años contra el Estado colombiano. Apenas comienza la conversación, una de ellas vomita que fue violada por un guerrillero del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en el mismo terreno del que fueron desplazadas, pocos años después, en 1996, por los paramilitares. Sus compañeras de lucha, que la arropan asintiendo y apretándole la mano, hace años que —como ella— decidieron que no iban a cejar en la batalla judicial que mantienen por su derecho al retorno. Por los muertos que han dejado por el camino, por los vivos que sobreviven en la cuerda floja: “No queremos que nuestros nietos hereden nuestra pobreza”, sentencia una de ellas. Desde la huida viven repartidas en la ciudad de Ciénaga y sus alrededores, en el departamento colombiano de Magdalena, a orillas del Caribe.
Colombia está atravesada por uno de los conflictos más largos y complejos del mundo. También es el país donde las víctimas han conformado una de las sociedades civiles más combativas —integrada mayoritariamente por mujeres— pese a que, según Amnistía Internacional, es también el lugar donde más personas son asesinadas por defender los derechos humanos, más de una cada dos días según un informe del organismo publicado a principio de año.
Una muestra de esta capacidad organizativa a pesar de los peligros es la Asociación de Mujeres Productoras del Campo (ASOMUPROCA), creada en 1996 por casi un centenar de familias para exigir al Estado que les garantizara el retorno a la finca de la que habían tenido que salir huyendo por las amenazas de los paramilitares. Comenzó entonces el vía crucis al que la burocracia colombiana somete a las víctimas: un laberinto de organismos en los que han de volver a contar una y otra vez las amenazas, los asesinatos de compañeras de lucha, los robos de documentación en sus casas…
Hay toda una genealogía de movimientos de mujeres que construyen paz cada día, desde hace décadas, en Colombia. De hecho, la lucha de las mujeres de Colombia es también la de un enjambre de organizaciones especializadas que cooperan entre sí: el nombre de ASOMUPROCA está ligado al de COLEMAD, el Colectivo de Mujeres al Derecho, junto a las que han conseguido que el Tribunal Superior de Cartagena les reconozca su derecho y el de sus familias a que les restituyan un terreno similar al que les arrebataron. Con su trabajo en red, las mujeres del país han creado toda una metodología de resistencia frente a la maquinaria institucional del despojo que empuja y engrasa la guerra.
En esa cartografía de la dignidad, destaca el trabajo de memoria de las mujeres de El Salado, también en el norte del país. Esta localidad, que en el año 2000 contaba con unos 7.000 habitantes, sufrió una de las matanzas más atroces cometidas por los paramilitares con la colaboración de miembros de la Infantería de Marina. Durante cuatro días, medio millar de hombres quemaron las casas, mutilaron con motosierras, torturaron con destornilladores, empalaron con maderos, desventraron a mujeres embarazadas, violaron ante las parejas e hijos, obligaron a los supervivientes a cargar con los cadáveres de sus seres queridos. Más de cien personas fueron asesinadas.
Trece años después entrevisté a una de sus supervivientes, Yoladis Zúñiga. Paramilitares la violaron delante de su marido antes de matarle. El abandono estatal de las víctimas fue tan absoluto que ella tuvo que prostituirse para poder conseguir algo con lo que mantener a sus hijos. Ahora es una lideresa social que recuerda al país que la guerra se ceba con los cuerpos de las mujeres, pero que la violencia sexual no ha de ser una lápida para sus víctimas. “Sí, sufrí violencia sexual. Pero no me vencieron. El dolor no se va, pero te acostumbras a vivir con él. Tuve tres intentos de suicidio, pero ya no me quiero quitar la vida. Ayudar a otras personas te da ganas de seguir adelante”.
Por primera vez en la historia de Colombia, todas estas experiencias, discursos y propuestas de paz forman parte de su Gobierno. Por primera vez, las ramas de la genealogía de las mujeres que construyen paz alcanzan las más altas instituciones gubernamentales, incluida la vicepresidencia, con la defensora feminista Francia Márquez. Nunca como hoy ha habido tanta esperanza de que, por fin, en Colombia haya paz para las mujeres.