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Filosofía
Vida y productividad: la existencia humana como capital
La colonización de la vida por parte del trabajo productivo tiene como principal consecuencia uno de los modos más refinados de gobierno neo-liberal: la conversión de lo humano en capital. A través de esta estrategia es nuestra existencia la que se convierte en algo útil o inútil.
Hay días en los que cualquiera de nosotros y nosotras siente que podría haberse dedicado a otra cosa. Que podría haberse empeñado en comprender la física de la materia, el comportamiento de ciertos genes o la urdimbre de los números. Qué sé yo, hacer algo útil y productivo que pudiese leerse como una contribución a legar a las generaciones de nuestros hijos. Imagínense descubrir un nuevo comportamiento de la materia, una nueva solución a un problema genético, médico o matemático. Aceptaríamos con entusiasmo contribuir con una solución económica, una terapia innovadora, una solución política. No haría falta resolver el enigma del mundo ni curar el cáncer, tan sólo contribuir con algo que sirva. Y es que la pregunta “y esto que hago para qué sirve” nos acompaña más veces de las que nos gustaría, a veces de un modo quedo, otras con forma de grito, como un recordatorio latente de que estamos vivos para hacer algo y, efectivamente, no estamos haciendo nada. A veces parece que dedicamos nuestras horas a la pura nada.
No creo que este sentimiento que atenaza de vez en cuando sea exclusivo de quienes se dedican a disciplinas tachadas de poco útiles como las humanísticas, artísticas o literarias. Creo que nuestra sociedad ha vinculado la utilidad de una persona a su trabajo, produciendo la salida de la sociedad “útil” de todo aquel que carece de trabajo remunerado y, al mismo tiempo, al vincular trabajo y productividad, nos inocula, en ciertas ocasiones, la inquietud de no ser lo suficientemente útiles, verdadero marcador de nuestra valía. La sombra de lo inútil, la sensación de hundirnos en la nada como fantasmas empeñados en cumplir las obligaciones que se nos imponen, atraviesa en ocasiones la actividad humana entera. Por supuesto que podemos criticar la estrategia, decir que esa productividad que, por ejemplo, reivindica Bolsonaro al pretender acabar con la ciencia que no produzca un retorno inmediato, únicamente pretende mercantilizar la sociedad. Pero, aún con esta crítica, no nos libramos de la pregunta, casi existencial, acerca de si lo que hacemos merece la pena. Y, sobre todo, no nos libramos de responder siempre en términos de utilidad. Si vale la pena es únicamente porque sirve para algo.
Nuestra sociedad ha vinculado la utilidad de una persona a su trabajo, produciendo la salida de la sociedad “útil” de todo aquel que carece de trabajo remunerado.
Quizás la forma trabajo tenga algo que ver con esta sensación que, en las sociedades contemporáneas, adquiere mil rostros distintos y que los psiquiatras catalogan bajo la marca de los más variados trastornos depresivos. Para ahondar un poco en ello, es necesario un rodeo por el concepto de trabajo para intentar clarificar un poco de qué estamos hablando, qué experimentamos.
Puede que fuese Hegel el primero que anudó para siempre los conceptos actividad humana y trabajo, concibiendo la actividad propiamente humana como transformación de la naturaleza. Y llamó trabajo a esta actividad. El trabajo es esa actividad exclusiva del ser humano a través de la cual modificamos la naturaleza y creamos un nuevo mundo, el cultural. El ejemplo más sencillo es la agricultura. Un trabajo mediante el cual modificamos la naturaleza para producir mayor cantidad de frutos y vegetales. El trabajo se convierte en la principal y más elevada actividad humana y la sociedad que esta actividad crea, la cultura, va constituyéndose poniendo en valor esa actividad de la cual extrae toda su fuerza. Evidentemente, Marx vio en esto serios inconvenientes, pues esta fuerza de trabajo sería usurpada mediante la plusvalía bajo la forma histórica y económica del capitalismo. Pero desde Hegel ya estaba trazada la identidad que nos acompañaría, con sus correspondientes modulaciones históricas, en nuestra modernidad industrializada: actividad humana y trabajo.
Trabajo y Productividad
Como sucede con todas las identidades, lo que Hegel establecía era tan sólo una verdad a medias. O dicho de otro modo: en su desarrollo Hegel ocultaba otra faceta de la actividad humana que, con la conversión al trabajo asalariado, se fue poco a poco silenciando. El mismo Hegel la llamó negatividad sin empleo, y parece que este nombre se parece a lo que nos asedia cada vez que sentimos el aliento de la nada en nuestros quehaceres diarios. El trabajo es una negatividad productiva, negamos el mundo natural pero producimos –y esta producción no es simbólica, sino práctica– un mundo cultural. En cambio, la negatividad sin empleo es, justamente, una negación de nuestro ser natural que no conduce a ninguna parte, que no produce nada, inútil bajo la óptica del trabajo. De ahí la idea de que el trabajo nos realiza, porque, precisamente, es lo que nos hace ser plenamente humanos. Marx, en lo esencial y bajo su denuncia de las condiciones y estructura productiva del trabajo, no se despegó demasiado de esta identidad –con matices, como siempre en Marx. La idea de que nuestra sociedad se fundamenta en la actividad productiva del ser humano y, precisamente, los seres humanos productivos son los seres humanos que son realmente útiles al mundo, fue imponiéndose a medida que el capitalismo se adueñaba de las estructuras socioculturales.
Como afirmaba el sociólogo P. Bourdieu, nuestra sociedad actual pone a trabajar la vida entera porque ha transformado dicha vida en capital. No sólo existe el capital económico, sino que existe el capital humano.
Sin embargo, el análisis marxista tenía sus grietas. Silvia Federici, por ejemplo, se encargó de hacernos ver que el capitalismo no sólo se levantaba gracias a la actividad productiva –al expolio de la fuerza de trabajo– sino que se hacía con la totalidad de otro rango de actividad humana que no era considerada productiva en sentido laboral: la actividad de las mujeres. Las mujeres, expulsadas del mercado laboral, eran conminadas a otra actividad: la reproducción y el cuidado del hogar y la fuerza de trabajo. De ahí el control de la moral sexual, el yugo familiar, la conversión de sus cuerpos en máquinas reproductivas. Existían, por lo tanto, otras actividades que no eran consideradas trabajo que, sin embargo, eran radicalmente productoras y controladas. Además de esta especie de condena a la productividad, las mujeres eran condenadas doblemente: reproducir la fuerza de trabajo y sentir —de manera práctica— la inutilidad de no desempeñar una actividad socialmente reconocida como productiva pese a que fuera imprescindible para el desarrollo del capital.
Pero la reflexión de Federici no agota todas las formas de sentir la inutilidad de la que hablábamos. Y es que el desarrollo del capitalismo, en su rostro neo-liberal, ha intensificado la identidad utilidad=productividad=trabajo hasta el punto de convertir nuestra vida entera en un asunto laboral. Pongamos otro ejemplo clásico: el ocio. En Mayo del 68, Marcuse nos alertaba del hecho de que había que conquistar el ocio. El ocio era aquel tiempo que escapaba al control del trabajo y que, de manera práctica, suponía una liberación de los yugos laborales, un tiempo de satisfacción de deseos. La vida era lo que quedaba fuera del trabajo. Basta recordar la frase del movimiento situacionista: el trabajo es a la vida lo que el petróleo al mar. En este movimiento situacionista, podemos ver una crítica profunda a la identificación de vida y trabajo, o lo que es lo mismo, vida y utilidad, por ejemplo, en el Tratado del saber vivir para el uso de las nuevas generaciones de R.Vaneighem. El aviso no era casual. Parece hoy en día evidente que uno de los grandes triunfos del neoliberalismo es poner a trabajar la vida entera bajo esta óptica de lo productivo. Todo el tiempo de vida es puesto a trabajar, y somos nosotros mismos quienes lo hacemos, habiendo interiorizado ese delicado mecanismo de gubernamentalidad, evidentemente con el concurso de las estructuras del saber y del poder, pero ya sin vigilantes.
Parece que hemos puesto a trabajar nuestra vida para aumentar nuestra productividad capitalista convirtiéndonos en productores y consumidores que viven al latido de los mercados.
Vida y Capital humano
Como afirmaba el sociólogo P. Bourdieu, nuestra sociedad actual pone a trabajar la vida entera porque ha transformado dicha vida en capital. No sólo existe el capital económico, sino que existe el capital humano: el capital cultural, el capital social, el capital simbólico hasta, incluso, como defiende J.L.Moreno Pestaña, el capital erótico. Es decir, nuestra actividad entera pone a trabajar capitales diferentes que nos hacen ostentar un puesto determinado en la sociedad. Y dicha actividad resulta útil en la medida en que aumenta un capital determinado. Si leo determinados libros o veo determinadas películas puedo aumentar el capital cultural. Si las comparto, el capital social. Tejer amistades, embarcarse en proyectos, realizar estudios, ir a conciertos, exposiciones, amar, frecuentar determinados espacios, atesorar experiencias intensas o, incluso, hacer deporte tienen sentido en tanto incrementan nuestros capitales humanos. Parece que hemos puesto a trabajar nuestra vida para aumentar nuestra productividad capitalista convirtiéndonos en productores y consumidores que viven al compás de los mercados. Que somos emprendedores de nosotros mismos. Pero ni siquiera esto sirve y, en ciertas ocasiones, vuelve a aparecer la sensación de no ser lo suficientemente útiles, productivos, la certeza muda de que falta algo, de que siempre faltará algo. Esta falta, traducción psicológica de una cuestión material, apunta a la imposibilidad de entender totalmente la vida como trabajo, a la profunda irreductibilidad entre ambas, a la tenue rebelión de la vida que se niega a ser trabajo. Como si la duda de ser realmente útiles encerrase otra, más radical: ¿es este capital humano que cuidamos lo que hace que la vida merezca la pena?
Ante la pregunta incómoda, una vez se pone sobre la mesa, podemos optar por dos respuestas. La primera, relegar ese cuestionamiento a la patología. Cuestionarse por la valía de esta vida no es sino un síntoma de alguna enfermedad que es preciso diagnosticar. Porque es obvio que la enfermedad no casa con esta idea de vida productiva y el enfermo, que por definición no puede trabajar volcado como está en su tarea de cuidar de sí —o ser cuidado por los otros—, representa una dificultad en nuestra sociedad volcada hacia lo productivo. La segunda opción pasaría por intentar desarmar la ecuación vida/trabajo, reivindicando el papel de lo inútil y, precisamente, remarcando que es en el espacio de lo inútil donde podemos adueñarnos de nuestra vida. Lo inútil, claro está, no como sinónimo de actividad vacía, sino como sinónimo de actividad no orientada a la productividad. Puede que así, cuando aparezca la pregunta de si esto merece la pena, podamos reír y, en lugar de soñar con desentrañar el enigma del mundo, dedicarnos felizmente, durante el tiempo que dispongamos, a nuestra existencia compartida y sin empleo —único modo de cuidar (nos).