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El 3 de mayo de 1886, Albert X., de 26 años, antiguo empleado de la fábrica de gas de Burdeos, fue ingresado en el Antiguo Hospital Saint-André de Burdeos y asignado al médico A. Pitres. ¿Sus síntomas? Albert se encontraba exhausto y lloraba amargamente. Había abandonado a su familia, su trabajo, sus responsabilidades, su vida diaria y se había dedicado únicamente a caminar. Caminar tan lejos como le fuese posible. En ocasiones, más de 70 kilómetros al día. Pero no lloraba de cansancio. Al contrario. Durante años, recorrió Francia, Alemania, Austria. Llegó hasta Constantinopla, Moscú, Argelia. Viajaba, caminaba obsesivamente para, enseguida, olvidar sus viajes. No recordaba nada. Su enfermedad era precisamente esa: la necesidad compulsiva de viajar, de deambular, de vagabundear. El recuerdo era un modo de quedarse. Y su necesidad era la de irse. Irse incluso de sí mismo. Lloraba porque le impedían fugarse.
Un mes mas tarde, con Albert todavía en el hospital sin diagnóstico alguno, ¿epilepsia, histeria, monomanía?, el interno del doctor Pitres, el joven doctor Tissié, comienza un estudio apasionado del caso Albert. Su estudio, que compondrá su tesis doctoral Les alienées voyageurs. Le cas Albert (1887) y que recuperará el filósofo Ian Hacking en su magnífico texto Mad travelers (1998), utiliza todos los medios diagnósticos de la época para tratar de atrapar este desvarío inédito, esta particular enfermedad que padecía Albert y que todavía no era conocida. A través de la hipnosis, la historia familiar, el análisis de los hechos del pasado y el estudio tanto del carácter –no sólo moral, sino también social y sexual- como de la complexión de Albert, el médico Tissié creará una nueva categoría dentro de la enfermedad mental: los locos viajeros. Albert será el primero. El primer loco viajero. El primero de muchos.
Puesto que Albert olvidaba sus viajes y no era consciente de dónde había ido ni lo que había hecho, el médico Tissié utilizó la hipnosis para descifrar el enigma de los años en blanco durante los cuales la vida de Albert era una fuga continua. El relato, que se conserva y que Tissié incluye en su tesis, es apasionante. Es detenido numerosas veces, tanto en Francia, en Alemania como en Rusia. Es confundido con un conocido nihilista que intentaba atentar contra el zar. Es deportado, obligado a trabajos forzados, se enrola en el ejército, es tomado por un expatriado, trabaja para sobrevivir en los oficios más variados, pero siempre vuelve a Burdeos y visita a su hija que, tras la muerte de su esposa, ha sido adoptada. Algunas de sus palabras hipnotizadas dan cuenta del vértigo de su camino: “Me encontré en Bagnères-de-Bogorre, me marché a Lurdes donde cogí un tren hacia Tarbes y Toulouse; llegué por la mañana. Allí, escuché el anuncio de “Viajeros a Marsella al tren”, y me metí en uno de los vagones. Una vez en el tren, escuché a alguien decir que era una buena idea ir a África y decidí probarlo”. O en otra ocasión: “Dejé Dusseldorf, viajé a Colonia, Bonn, donde la policía me dio asistencia; Audernach, Coblenz, donde enfermé. Fui a Mayence, Kassel, Damrmstadt, Frankfurt, donde recibí ayuda del cónsul, Hanau, Aschaffenburg, Wurzburg, Nuremberg... y de ahí a pie hasta la frontera austriaca”.
De nuevo, la ciencia cree haber descubierto un nuevo hecho que hasta entonces, debido al menor desarrollo científico, no se había positivado. E, inmediatamente, aparece toda una epidemia de locos viajeros, de hombres afectados de ese automatismo ambulatorio que cursaba con fugas y pérdidas de la memoria.
El “descubrimiento” de una nueva enfermedad
El médico Tissié establece que lo que padece Albert es una nueva patología, un nuevo tipo de enfermedad mental, que pasa a conocerse como “automatismo ambulatorio”. Queda por definir si su causa es la histeria o la epilepsia, lo cual crea problemas taxonómicos, pero en ningún caso se discute la realidad de esta nueva enfermedad mental que parece que el desarrollo de la psiquiatría ha descubierto. De nuevo, la ciencia cree haber descubierto un nuevo hecho que hasta entonces, debido al menor desarrollo científico, no se había positivado. E, inmediatamente, aparece toda una epidemia de locos viajeros, de hombres afectados de ese automatismo ambulatorio que cursaba con fugas y pérdidas de la memoria. Sin embargo, dos dudas aparecen casi inmediatamente a la puesta en escena de la nueva enfermedad de Tissié: ¿Por qué las mujeres no lo sufren? Y, ¿por qué no ocurre en otros contextos geográficos como Estados Unidos o Inglaterra? ¿Es una enfermedad exclusiva de Francia?
La respuesta debe necesariamente atender a los diferentes contextos culturales. En Francia, encontramos una fiebre del viaje potenciada por el poder simbólico de las nuevas estaciones y ferrocarriles y, además, debido a la obligatoriedad del servicio militar –que no existía en Inglaterra o EEUU- existía un cuerpo de médicos forenses encargado de identificar a desertores entre la masa anónima de pueblos o viajes, lo cual permitía identificar a esos locos viajeros con facilidad. Por último, la problemática social del vagabundaje en Francia era mucho más acuciante que en otros territorios acostumbrados a que sus hombres marcharan a miles de kilómetros a nuevos territorios. Lo cual nos lleva ante una pregunta que Tissié no pudo plantearse y que resulta fundamental: entonces, ¿es este tipo de locura natural o cultural? Y aún más, ¿hay enfermedades culturales?. Tradicionalmente, tendemos a creer que toda enfermedad es un desarreglo biológico que posee unas causas biológicas, es decir, naturales, reconocibles. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando una enfermedad es provocada por la cultura? ¿Sigue siendo una enfermedad? Ian Hacking nos propone un término muy útil para denominar a estas enfermedades: enfermedades mentales transitorias.
Pero la psiquiatría de la época no se planteaba el problema de la cultura, sino que pretendía hallar, en virtud de su carácter científico, la verdad de un individuo. El problema de este tipo de enfermedades se agrava cuando observamos los cambios de la propia ciencia psiquiátrica con respecto a estas enfermedades. Cambian de estatus, de taxonomía o incluso desaparecen de los manuales de trastornos mentales de referencia – DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders). Es patente que hoy en día no hay locos viajeros, es una enfermedad que se ha perdido en el tiempo, quizás el contexto social preciso que la alumbró haya desaparecido –aunque se sigue reconociendo algo parecido bajo la rúbrica actual de amnesia disociativa.
Las uniones profundas entre la ideología y la ciencia, o, dicho de otro modo, entre la gubernamentalidad y los saberes, en caso de no descubrirse y plantearse, nos llevan a considerar como científicas -objetivas, universales y necesarias- las verdades del poder.
El “fanatismo marxista” como enfermedad psiquiátrica
En ocasiones, la ciencia psiquiátrica patologiza conductas consideradas por una sociedad como irregulares convirtiéndolas en una enfermedad que pretende ser objetiva y reflejo de la verdad profunda del ser humano. En nuestro país tenemos ejemplos aberrantes en el desarrollo de la psiquiatría franquista, que analizan tanto S. Cayuela en su Por la grandeza de la patria como por E. González en Los psiquiatras de Franco.
Antonio Vallejo Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos militares, nos habla, por ejemplo, de la “morbosidad criminógena marxista” y del “fanatismo marxista” que trata de analizar, a través de los estudios de presos del franquismo –combatientes internacionales, presos políticos marxistas y, cómo no, nacionalistas vascos y marxistas catalanes- el llamado “psiquismo del fanatismo marxista”. Sus conclusiones fueron que ese nuevo individuo enfermo llamado fanático marxista padecía insuficiencias debido a la figura corporal, el temperamento esquizotímido o paranoide, el bajo nivel de inteligencia y el bajísimo y patológico nivel de patriotismo y religiosidad, siguiendo las máximas sociobiológicas del pensamiento nazi, reduciendo el ser humano a un componente patológico de la sociedad española.
De este modo, vemos que el procedimiento seguido por el fanático marxista funciona de modo parecido al loco viajero: toma como objetivos las irregularidades de una sociedad sin plantearse porqué estas conductas son consideradas irregulares. Las uniones profundas entre la ideología y la ciencia, o, dicho de otro modo, entre la gubernamentalidad y los saberes, en caso de no descubrirse y plantearse, nos llevan a considerar como científicas -objetivas, universales y necesarias- las verdades del poder. Y quizás, en estos tiempos, esta sea una de las funciones sociales de la filosofía: desvelar los acomodos de las verdades a través de las cuales nos reconocemos como normales. Desentrañar, aunque sea con historias, ejemplos o archivos, el modo en que las ciencias y los saberes han ido y continúan obligándonos a vivir y entendernos como sujetos enfermos, locos, desviados, extraños o, incluso, normales, útiles y triunfadores.
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