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El laberinto en ruinas
El Rocío, los catalanes y un cierto andalucismo verdipardo
La parodia de la Virgen del Rocío en el programa “Està Passant” de la TV3, si algo ha tenido de original con respecto a los ejemplos que glosábamos en la serie El laberinto en ruinas es que ha trascendido las fronteras locales para convertirse en asunto de Estado y ha conseguido coaligar a grupos con adscripciones ideológicas opuestas en torno a un nuevo ítem: la xenofobia anti-andaluza. O dicho con el neologismo al uso: la “andaluzfobia”. Ni que decir tiene que lo que ha contribuido a fraguar esta alianza ha sido que el agravio parta de Catalunya, ese purgatorio oscuro y dickensiano donde por lo visto el proletariado meridional expía con el sudor de su frente el pecado de haber nacido pobre.
La ofensa de haberse dado, como en otras ocasiones, de puertas adentro hubiera tenido consecuencias distintas: los ofensores hubiesen sido perseguidos y esos “andalucistas” alzados contra la TV catalana hubiesen guardado cautela. Ya lo hicieron durante los años de pena de banquillo que sufrieron las inculpadas por la procesión del “Coño Insumiso”, ante el proceso al grupo “Narco” por el videojuego “Matanza Cofrade”, frente ante al veto homófobo de las Hermandades sevillanas a la colocación de una estatua de Luis Cernuda o por el acto de obscenidad cofrade que supuso la “misión evangelizadora” del Cristo del Gran Poder en el barrio de Los Pajaritos.
De haberse dado la ofensa de puertas para adentro, los ofensores hubieran sido perseguidos y los “andalucistas” ahora tan exaltados estarían callados
De los gestores de las imágenes de devoción y la fiesta oficial cabe esperar que actúen movidos por el celo de su iconodulia. Menos claras parecen las motivaciones de los “defensores de lo andaluz”. No por pretendidamente laicos menos ofendidos dicen: “no es por la virgen, es por la parodia del acento” como si en el habla andaluza hubiera un sólo acento que parodiar. “El sketch tiene poca gracia”, siguen. “Es un elemento identitario y muy sentimental”. “Es supremacismo catalán”, insisten. Huyendo del caldero de la beatería acaban en las brasas de la metonimia esencialista: un icono religioso identifica toda Andalucía. A todo esto hay sumar que la reivindicación de “lo andaluz” se hace a costa del independentismo catalán secundando las peores artes el centralismo español, que sería en cualquier caso el antagonista lógico.
La búsqueda de las esencias
Es cierto que si algo caracteriza Andalucía desde que nace como formación económico-social en el siglo XVIII es su subordinación al proyecto gran-nacional castellano. Pero una situación estructural en sí no puede constituirse en base reivindicativa si no es a través de sujetos históricos. Para el pensamiento andalucista de los setenta el jornalero era el rostro de la marginación. Mascarón de proa de la vindicación de “lo andaluz” y síntesis de “lo popular”, esa figura se solapó sin matices con la del emigrante en Catalunya o Euskalherria. Los explotadores no eran allí señoritos altaneros, sino burgueses y así como Andalucía era toda jornalera a Catalunya y Euskalherria les cayó el sambenito de la burguesía universal.
El jornalero, en parte por el desarrollo de las fuerzas productivas en parte por cuestiones de política institucional, devino incómodo y terminó cayendo fuera de foco. A primeros de los ochenta, no bien logra el poder en el Estado y la Comunidad Autónoma, el PSOE expropia para sí la defensa de lo andaluz, que demostró ser un paradigma abierto, ideológicamente versátil y presa fácil para el oportunismo político. La búsqueda de las señas de identidad se alejó de ese miserabilismo y se orientó hacia aspectos más amables. El tópico del que se había huido obtuvo el enorme respaldo institucional y económico que ha condicionado su cansina omnipresencia actual. Feria, Semana Santa, romería, pueblos blancos, playa, flamenco, humor, tauromaquia si bien no sustituyeron al paisaje proletario usurparon la primera línea del imaginario andaluz para autoconsumo o de exportación.
La Andalucía romántica del XIX hibridada con el marketing turístico desplegado por el régimen franquista fue, a la postre, actualizada y asumida por parte de la población. Haría falta mucho voluntarismo para no ver cómo el esteticismo, el tono subjetivo, el sentimentalismo y la iteración de tropos infestan el discurso sobre de las señas de identidad andaluzas transformando cualquier descripción en una cacofonía empalagosa y rutinaria. Quizás desde un análisis que usara otras voces menos efectistas, sin ese “sentipensar” plagado de nostalgias, experiencias personales elevadas a categoría y palabras fetiche, los marcadores identitarios se entenderían mejor aunque fuese al precio de quedar a la altura de cualesquiera otros en cualquier otro lugar y perder su naturaleza totalizante. Pero pocas veces se ha intentado. El estudio de las señas de identidad andaluzas rechaza cualquier dialéctica. Ha despreciado las oposiciones no frontales, integradas en el fenómeno, su negación o resemantización a través del “uso perverso” no exactamente iconoclasta sino meramente lúdico o la simple indiferencia pasiva. Y las posibilidades de verlas de otra manera decrecen en la medida en que las manifestaciones principales van rompiendo sus límites espaciotemporales y dejando en segundo término cualquier otra seña de identidad o forma de sociabilidad presente o emergente. Sólo es “verdaderamente andaluz” lo que sus gestores, sus panegiristas y sus académicos establecen. Lo demás no es “lo nuestro”.
Sólo es “verdaderamente andaluz” lo que sus gestores, sus panegiristas y sus académicos establecen. Lo demás no es “lo nuestro”. Y han llegado a ser “populares” porque el apoyo incondicional de las instituciones las ha convertido en “lo único”.
En este estado de cosas las contradiciones han sido evidentes. Se sigue renegando del tópico pero se intelectualiza y se pondera su valor económico; se le niega realidad pero se monta en cólera cuando alguien lo satiriza; se le critica como elemento colonizador pero se le reivindica como marcador identitario. El quid de la cuestión, como referíamos en El laberinto, es que las señas de identidad de un territorio subordinado como Andalucía están gestionadas por unas élites subalternas dentro del Estado que las han convertido en metáfora del españolismo y que no son “populares” por más población que participe activa o vicariamente de su dramaturgia o se beneficie de ella. No pueden ser manejadas autónomamente por todos aunque sean de público disfrute, la masa sólo tiene la posibilidad de secundarlas. Es más probable que los socios del Real Betis convenientemente airados defenestren a un entrenador que los hermanos rasos cambien al último cargo de una Cofradía. Han llegado a ser “populares” porque el apoyo incondicional de las instituciones las ha convertido en “lo único”. “Lo popular” aplicado a las señas de identidad andaluzas es un descriptor vacío que no llega a definir el fenómeno porque evita señalar aspectos incómodos, un escudo tras el que protegerse del pueblo y sus condiciones de vida, una negación del conflicto.
Si el andalucismo quiere encontrar de verdad agravios para con las masas andaluzas haría bien en mirar en casa. No lo harán.
Si el andalucismo quiere encontrar de verdad agravios para con las masas andaluzas haría bien en mirar en casa. En pocos sitios podría encontrar puyas como las que ciertos gacetilleros lanzan a las clases humildes sólo por querer vivir la fiesta con maneras y gustos diferentes a los de la clase media de patilla y gomina. Ese clasismo insolente apenas es mencionado en público por los defensores “progresistas” de lo andaluz pese a que es un fenómeno abiertamente expresado, tácitamente reconocido y tan extendido que ya forma parte del mismo ethos. Podrían señalar que el proceso de expulsión de las masas de Semana Santa por la vía de la privatización de la calle está tan consentido como la gentrificación. Podrían caer en la cuenta de que el entramado de poderes sobre el que se mueven las fiestas mayores es reconocidamente reaccionario y que jamás votaría “progresismo” por mucho que se les dore la píldora. Podrían advertir que, apoyándoles en su cruzada contra la TV catalana, le están haciendo el juego al españolismo que dicen combatir.
No lo harán. Nadie puede negar que en Andalucía existe un miedo reverencial a significarse en este terreno si se quiere un lugar bajo el sol.
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Muy bien dicho. Como andaluz, veo que nuestra cultura es una servidora del centralismo castellano. Ya era así en la época de Felipe III. La nobleza andaluza actuaba como vigilante de la costa, como frontera, algo así como lo que vemos hoy en Texas frente a México. Esta cultura de frontera, esta «cultura del Estrecho» no ha cambiado. Tres señores puestos por la Corona castellana vigilan desde sus tierras. Y eso que ha llegado el turismo. Ahora Curro Giménez en vez de dárselas de chulo por la sierra mientras el taco se pierde en el mar de Trafalgar, se ha metido a propietario de alquiler de apartamentos turísticos. Andalucía se llevó 40 años de PSOE para montar los EREs. El problema del campo no se ha solucionado. Ha sido comprado a base de subvenciones. El que intente solucionar el problema del campo andaluz tiene que mirar lo que le sucedió a la 2ª República cuando lo intentó: fueron a por ella. El campo andaluz no se toca. Le ocurre como a Extremadura. Toda Andalucía es un cortijo. Lo más triste de todo es que la burguesía andaluza es tan centralista y tan servil con el señor de Madrid como el campesinado. Y qué hace que sean así? La «cultura del Estrecho»: que Andalucía es frontera con África y de ahí nos vienen las invasiones. Los primeros en caer somos nosotros. Hay que tener una fuerza de choque que nos ampare: Castilla, España. El tema de Ceuta y Melilla ya está volviendo a dolerle a Marruecos. El andaluz sabe lo que se cuece. Y mira a Castilla para comprobar que la tiene a sus espaldas. La religión no hace más que reforzar esta cultura de la unidad frente a la de la libertad. Cuando el peligro acecha, la gente quiere seguridad por encima de la libertad. Y eso es lo que hay en Andalucía: latifundios, religión, unidad castellana, costa frente a África. Frontera.