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Opinión
La mercantilización del malestar
La patologización de personas, minorías o poblaciones originarias no es nueva en el capitalismo. En el origen necesitó de la Ciencia Médica para legitimar la patologización de aquellos sujetos que convenía a la explotación industrial y colonial, pueblos originarios y el desecho humano de la industrialización. Lo que ha cambiado es que, en nuestros días, el capitalismo ha conseguido la patologización de toda la sociedad. Patologización del cuerpo y la mente, que va de la mano de la medicalización del malestar, convertida la salud en medio de control, normatividad y fuente de ganancia (la industria farmacéutica y de tecnología sanitaria constituye la tercera fuente de acumulación del capital).
En 1992 la periodista Lynn Payer inventa el término disease mongering (traficante de enfermedades, en su traducción literal). La mercantilización de las enfermedades. Crear enfermedades donde no las hay, convirtiendo en pacientes a personas sanas. Hacer medicamentos para personas sanas era un viejo deseo de los laboratorios farmacéuticos, ahora el complejo médico-técnico-farmacéutico, aliado con los medios y con el poder político va más allá, fabricando las enfermedades.
La cosa es simple: buscamos o creamos un malestar (el síntoma), le otorgamos un diagnóstico y comercializamos un medicamento o una nueva indicación para un medicamento ya en uso (un antidepresivo para la timidez o un ansiolítico para circunstancias adversas o una anfetamina para la inquietud infantil), amén de costosas pruebas de alta tecnología casi siempre innecesarias.
Hubo un tiempo en que los sentimientos de desasosiego o infelicidad, que hoy acaban diagnosticándose de ansiedad o depresión, fueron tomados como parte del orden natural de las cosas
Psiquiatrizar el desasosiego y la infelicidad
Hubo un tiempo en que los sentimientos de desasosiego o infelicidad, que hoy acaban diagnosticándose de ansiedad o depresión, fueron tomados como parte del orden natural de las cosas, mas hoy, el gigantesco poder de la empresa farmacéutica se apodera del discurso médico y de los tratamientos. Desde las últimas décadas del siglo XX, momento que coincide con la aparición de nuevos psicofármacos mucho más caros, la Industria farmacéutica coloniza la psiquiatría, sus publicaciones, protocolos, guías, clasificaciones (DSM; CIE), investigaciones, congresos, formación; penetrando en las asociaciones profesionales y en las de familiares y usuarios. Las asociaciones de psiquiatría de todo el mundo cambian de orientación: la psiquiatría se hace (farmaco)biológica, desplazando las corrientes psicodinámicas y comunitarias. Asociaciones de psiquiatría de la infancia y la adolescencia promueven la medicación del niño, el trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) es un buen exponente de sus consecuencias: cientos de miles de comprimidos de anfetaminas haciendo adictos de por vida a millones de niños niñas inquietos, distraídos o haraganes de todo el mundo. Se etiqueta el conflicto psíquico como una falla biológica y se reconduce la terapia a la farmacología y a la adaptación del sufridor a su condición de enfermo, taponando la crisis subjetiva y sus razones, eludiendo la responsabilidad individual y colectiva.
Convertido el sufrimiento psíquico en una cuestión biológica, un fallo neurofisiológico, no cabe la palabra ni la biografía del sujeto, la psiquiatría se reduce a una semiología y unos fármacos y la psicología, a una cuestión de adaptación de la conducta
Convertido el sufrimiento psíquico en una cuestión biológica, un fallo neurofisiológico, no cabe la palabra ni la biografía del sujeto, la psiquiatría se reduce a una semiología y unos fármacos y la psicología, a una cuestión de adaptación de la conducta; destrezas y habilidades de normalización entendiendo por normal aquello que dictan los intereses del capital. Qué comer, cómo o con quién juntarnos, cómo o con quién nos acostamos, y sobre todo, cómo nos comportamos y qué fantaseamos. Se trata de la adaptación a un estilo de vida regido por el consumo y la competencia. Los enunciados performativos se multiplican al tiempo que avanza el proceso que Foucault denominó de “medicalización indefinida”. La medicina se impone al individuo, enfermo o no, como acto de autoridad. La publicidad copa el deseo. El capitalismo nos seduce y engancha en un consumo compulsivo nunca satisfecho, que nunca podrá ser satisfecho, en perenne contradicción entre lo que se ofrece y lo que se puede adquirir. Entre la vida ideal representada y la realidad vivida. Caldo de cultivo para las “enfermedades” de lo íntimo.
La medicalización ofertará el remedio y hurtará la responsabilidad del orden social, psiquiatrizando el malestar. En todo caso, la culpa caerá sobre el propio doliente, incompetente para gestionar el cuidado sano de su cuerpo y su mente, incapaz de llevar un estilo de vida saludable. Obsceno planteamiento pues no se puede ignorar las condiciones de vida, los determinantes sociales del malestar; no se puede culpabilizar al enfermo de estar enfermo, al pobre de ser pobre, al no meritorio de no ser meritorio. La persona queda atrapada, entre unos valores de vida erigidos en ley natural y la culpa si no alcanza los beneficios que le dice el sistema que puede obtener (Desviat, 2021).
La medicalización ofertará el remedio y hurtará la responsabilidad del orden social, psiquiatrizando el malestar
El caso es que sea a través de la normatividad disciplinaria, que estudia Foucault, sea por la manipulación psíquica y dominio de las tecnologías del yo, que predica Byung- Chul-han, el capital se adueña del imaginario colectivo. Los gestores del capital, sabedores de la discrepancia entre las formas de existencia que engendra y las posibilidades reales de vida de la población, promueven un sujeto identificado con la ideología de los mercados, un ser que contribuya al mantenimiento del sistema aceptándolo como propio.
Desde Marx sabemos que la sumisión está anclada a la situación material de alienación de las fuerzas de trabajo, pero también, y sobre todo hoy, por la estructura ideológica de la sociedad que penetra por todos los resquicios de la vida cotidiana e identifica a la inmensa mayoría con los valores de la clase dominante, y, por consiguiente, con el Poder.
De psiquiatras, psicólogos y activistas
Las prácticas psi vienen a completar el cuadro ofertando soluciones a los problemas de la convivencia, a la insatisfacción en el trabajo, a las dificultades en la alcoba, a la cada vez menos tolerada frustración. El amor, el odio, el miedo, la tristeza, la timidez, la culpa... La psiquiatría y la psicología se introducen por el resquicio de la frustración social, invadiendo poco a poco la escuela, la vida familiar, la cama, los sueños. La sociedad le exige no solo controlar la locura, el acto psicótico imprevisible, sino remedios prêt-à-porter para el malestar cotidiano.
Lo vemos en la reciente pandemia vírica. El covid-19 ha provocado un indudable incremento de los trastornos psíquicos, en especial en la infancia y la adolescencia. Golpeando sobre todo en barriadas pobres, donde predomina la precariedad y modos de habitabilidad ya de por si insanos. Sucede en todas las catástrofes, más aún en acontecimientos sociales totales, provocados directa o indirectamente por el hombre. Pero no justifica la inclusión a diario de alarmados psicólogos en los medios de comunicación de mayor audiencia, prestos al diagnóstico y al consejo terapéutico, con declaraciones que están convirtiendo reacciones normales en situaciones anormales —el miedo, la ansiedad, el desanimo, la incertidumbre— en trastornos mentales.
Derribadas las tapias del asilo, la doble función social de la psiquiatría se mantiene, pues el cierre del manicomio no ha emancipado al 'enfermo mental', la alienación social permanece y la voz de la psiquiatría tan solo ha trocado el manicomio por el diagnóstico
La respuesta del psicólogo que vende la enfermedad emocional, o las declaraciones de psiquiatras negando o minimizando (o achacando a una ideología izquierdista) el peso de la pobreza, la precariedad y la desigualdad social, en el origen y pronóstico de las dolencias mentales contra todo el conocimiento científico existente, no es por irresponsabilidad ni por ignorancia. Responde a las necesidades del capital financiero, y a su propio interés, y no a las necesidades de la mayoría de la población. En su “ideología”, convertida la salud en mercancía, la enfermedad, la discapacidad y las muertes que pudieran haber sido sanitariamente evitables, son daños colaterales a la acumulación del capital.
Las medidas frente a la pandemia, la expresión pública de la pandemia mismo, ha desnudado la contradicción fundamental del sistema político económico global, entre la representación y la realidad. El Estado no se legitima por procurar el bien común, ni siquiera en buscar un cierto equilibrio entre el capital y la ciudadanía como sucedió en las primeras décadas tras la II Guerra Mundial. Todo lo contrario, la gestión de la pandemia desvela sin posibilidad de tapujo alguno el conflicto preexistente entre la acumulación capitalista y la salud, lo que viene a ser un conflicto entre el Capital y la Vida.
Ante este escenario, viene a cuento un texto de Marcuse donde se planteaba, cuál puede ser el papel de la psiquiatría y la psicología, y, por consiguiente, hasta qué punto puede llevarse a cabo una psicología y una terapia individuales en una sociedad enferma donde el funcionamiento normal supone una distorsión y mutilación del ser humano. Concluyendo que la solución solo puede entreverse en el plano político: en la lucha contra este tipo de sociedad. “Ciertamente —escribe— la terapia podría poner de manifiesto esa situación y preparar la base material para una lucha semejante; pero entonces la psiquiatría resultaría una empresa subversiva”(Marcuse, 1971).
Esta es la encrucijada, la psiquiatría surgió con un doble mandato: procurar la curación como especialidad médica y colaborar en el control social de cuanto excluye el orden burgués que implanta la revolución francesa. La desinstitucionalización, la reforma psiquiátrica llevada a cabo durante la segunda mitad del siglo XX, cerró o hizo perder peso asistencial y social al hospital psiquiátrico, suponiendo que con el fin del manicomio emergería la voz de la no razón y con ella la voz de la psiquiatría quedaría finalmente liberada. Pero el caso es que, derribadas las tapias del asilo, la doble función social de la psiquiatría se mantiene, pues el cierre del manicomio no ha emancipado al enfermo mental, la alienación social permanece y la voz de la psiquiatría tan solo ha trocado el manicomio por el diagnóstico. Un diagnóstico que no se limita a identificar y reconocer una realidad clínica, sino que la crea, creando a su vez al enfermo.
Del recovery a la emancipación
Retomando a Marcuse y aceptando la existencia del conflicto psíquico inherente al ser humano y por tanto la necesidad de profesionales que lo atiendan, la cuestión es liberar lo más posible la respuesta psi de la alienación social, del engaño del capital. Para Joseph Gabel, psiquiatra marxista, la reificación capitalista despersonaliza a la gente solo en la medida en que sus leyes son aceptadas como si se tratase de leyes naturales, pues al desvelar la falsa conciencia, al hacerse consciente de la situación que causa la alienación, cabe la acción política(Gabel, 1973). Llevado al campo del sufrimiento psíquico, podríamos aventurar que el proceder terapéutico debería empezar por ayudar a reconocer cómo se ha llegado al malestar y de qué forma se ha contribuido a su desarrollo, desde la pasividad o la actuación, dotando de sentido al conflicto subjetivo y por tanto a la ayuda, terapia o trato. Lo que, en muchos casos, donde la alienación social es agente causal o potenciador puede permitir politizar el malestar y la acción terapéutica.
Los movimientos de reforma psiquiátrica hicieron visible la locura antes oculta tras las tapias de los manicomios y con ella se visibilizaron otras formas de exclusión social. Irrumpió públicamente la cuestión de la diversidad como un derecho ciudadano.
El derecho a la diversidad como un pilar de la sociedad democrática, pues no se trata que el diverso, deje de serlo, sino de cambiar las reglas de juego para que la diversidad pueda cohabitar con los mismos derechos en los mismos espacios, en la misma vida, que aquellos que se considera normales, sanos y meritorios.
Hay que redefinir la comunidad y reescribir conceptos como autonomía, dependencia, libertad, empoderamiento, conciencia de enfermedad, normalidad, habitar, equidad, universalidad, recuperación (recovery), emancipación, asistencia, tratamiento, diagnóstico. Sin duda hay ocurrencias inusuales con o sin sufrimiento psíquico, pero la esquizofrenia que intenta capturarlas es una construcción de la psiquiatría. Lo que no obvia el conflicto subjetivo, la quiebra subjetiva o la locura, que como dice la Princesa Inca, poeta y activista de la salud mental, es dolorosa (Princesa Inca, 2011), por lo que, sea desde la ayuda mutua, sea desde los oficios de la salud mental, es preciso atender a la persona que sufre.
Son tiempos adversos, poco propicios para la acción colectiva, pero también y precisamente por ello, surgen núcleos no solo de resistencia, focos que subvierten la vulnerabilidad en fuerza movilizadora, en arma política emancipadora, como señala Judith Butler (2018). Hacer de la enfermedad un arma, proclamaba el Colectivo Socialista de Pacientes [mentales](SPK) en 1970, amotinados en una clínica universitaria de Heidelberg. Ha transcurrido mucho desde entonces. La indignación social y ciudadana han estallado por doquier en fuegos que, si bien efímeros, han dejado rescoldos que alimentan un nuevo discurso, nuevas formas de lucha. En salud mental, las reformas y la psiquiatría comunitaria han encontrado su techo y, por tanto, la necesidad de nuevas formas hacia la salud mental de lo común, hacia la salud mental colectiva. Por primera vez desde la atención moderna a la locura y la consideración de la diversidad, hay una construcción dialógica en el trato, por primera vez hay un encuentro entre profesionales y sujetos afectados; un diálogo no siempre fácil, y aún tremendamente minoritario, pero imprescindible si queremos resignificar e innovar en modos y herramientas conceptuales que nos permitan una nueva clínica (trato), una clínica y acción terapéutica participada, desde lo subjetivo y lo social, una salud mental colectiva.
Una tarea teórica y práctica en la que la acción terapéutica tendrá que buscar alianzas en los movimientos de resistencia y emancipación.