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Coronavirus
Mejor es ver su rostro, que oír su nombre
Echaré de menos artículo, charlas y entrevistas de Julio Anguita. No me consolarán los ecos de su voz, de su nombre.
Julio Anguita, In Memoriam
Como todo proverbio zen, que yo conozco, nunca estaré seguro de cuál es el significado último para mí del proverbio del título. En estos días de pandemia y muerte, de ascenso del necrocapitalismo e intensificación del raquitismo democrático, le otorgo un significado que necesito: Mejor ver el rostro de mis seres queridos que sólo poder evocar su nombre, porque han muerto.
Echaré de menos artículo, charlas y entrevistas de Julio Anguita. No me consolarán los ecos de su voz, de su nombre.
También estoy seguro que para los extremistas de derechas la muerte de todos los que no pensamos y nos resistimos a un mundo como el de ellos, el desearnos la muerte es lo natural. “Estamos cavando vuestras tumbas” y “Sánchez muérete, pero antes cómeme el rabo”, son frases gritadas por los “cayetanos” en sus caceroladas en Madrid. No se preocupen por ellos y sus pecados. Podrán ir a confesarse y, posteriormente, a comulgar en una iglesia católica. Siempre habrá algún cura u obispo que les bendecirá y serán salvos para el cielo católico con sus banderas como foulard.
En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos —nuestros barinas— invocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud. [Nota]
Estamos inmersos en la experiencia social más dolorosa de las generaciones que no hemos vivido una guerra. Hemos necesitado romper los ritos de nuestra anterior vida hasta el límite de sentirnos extranjeros en nuestro propio mundo. Exiliados de la libertad mental, rodeados y acosados por los grandes medios de comunicación que nos hacen dudar de nuestra realidad y, sobre todo, de los intereses de su imparcialidad. No nos queda otra que aceptar el servilismo a la ignorancia ante la incertidumbre científica que nos ofrecen.
O refugiarnos en los pequeños medios libres de débitos bancarios y cargas financieras.
Acosados por el miedo a la realidad de la enfermedad y la muerte, hemos aceptado el estar despojados de nuestra libertad física al aceptar el confinamiento en nuestras casas. Aún desconocemos, aunque soñemos con ellos, nuestros posibles caminos de regreso de este exilio físico y, sobre todo, mental. Hay momentos en los que sentimos surgir en nuestro interior un nihilismo que desearía exterminar al ser humano de la Tierra. Cuando vemos la paulatina anegación del mundo en un necrocapitalismo irracional —el de PP, Cs y VOX y su “hordas cayetanas”— no podemos sentir que ante nosotros se abra el tiempo y el espacio de nuestro viaje a lo universal compenetrándonos con la realidad sin sesgarla.
Los ambientes cerrados no nos dejan experimentar nuestro deseo tan humano de plenitud. Deseamos los espacios abiertos —el mar, los cielos nocturnos, el inmenso cielo azul soleado, las montañas y los bosques, las grandes planicies…— que nos prometen, con seguridad ilusoria, caminos hacia otros mundos más libres, más justos, más humanos.
Confinados, esta situación de separación, de lejanía entre nosotros, de división social exasperada por derechas necrófagas, la opresión se manifiesta con la imagen de un presente a través de diversas pantallas, algunas emisoras de radio, escasa prensa escrita. Medios de comunicación masivos en los que no podemos ni debemos fiar dado que, visto lo visto de sus parcialidades, desconocemos sus reales intereses. Con seguridad, no son los del Pueblo, ese del que habla Machado.
Esperamos el momento decisivo de la emancipación sin saber en qué va a consistir y, ni siquiera, cómo lo deberemos confrontar. Sabemos que la realidad nos impedirá la huida. Y delante, para construir un mundo mejor, sólo nos quedará el infinito de unos escasos años, tal vez días, quizás horas, que pueden acabar en cualquier instante.