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Pyotr Pavlensky clavó su escroto en los adoquines de la Plaza Roja de Moscú. Este artista ruso, que se dice influenciado por Caravaggio y Voiná, es un performance de victoria in extremis que un día también se cosió la boca con aguja e hilo y otro se rebanó la oreja con un cuchillo cebollero. ¿Quién no ha hecho esto alguna vez?
Respecto al arte con sus partes nobles, porque aquí son las que interesan, Pavlensky declaró que el clavo que atravesaba su escroto representaba una “metáfora de la apatía, la indiferencia política y el fatalismo de la sociedad rusa moderna”. Por social, claro, el escroto en cuestión tiene vídeo porque cualquier cosa lo tiene, y este se llama “Fijación” porque no merece la pena complicar las cosas. Pavlensky aparece desnudo y sentado —tú verás— en el pavimiento, replegado sobre sí mismo mientras se mira la bolsa.
Pero, muy a mi pesar, mi relación con el artista ruso no tiene nada que ver con el sexo o con el arte, sino con la frustración que supone no hacer ruido al pasar por el ecuador de una vida. Por eso, con el fatalismo de Pavlensky en la cabeza me he dado cuenta de que me acosté ayer con quince años y hoy me estoy mirando al espejo con algo más del doble. Pero ¿qué ha hecho mal el tiempo para que yo no lo haya visto pasar? Ha sido un suspiro, y mal echado, en el que, por ejemplo, he dejado de espiar a mi primer amor en lo más alto de una muralla medieval para despedir, con resignación, a todas mis mariposas estomacales, que han salido, creciditas, en busca de otra hoja donde poner sus huevos. Au revoir, escalofríos. Que crieis.
Supongo que será esto a lo que llaman madurez los buscadores profesionales de excusas, y yo soy una buscadora profesional; lo dice mi currículum. Y aunque no quiero ser propietaria, no me queda otra que empezar a pagar un pisito en el otro barrio, en silencio, y aplicarme el cuento del Dante de Eusebio Poncela, que es, quizás, uno de mis máximos: hay que follarse a las mentes, sí señor. Hay que enamorarse locamente, encorujadas, un par de veces o tres al día de las que una se va encontrando por el camino, vivas o muertas, pero en su máximo esplendor platónico, allá por la utopía de la distancia. Tan breves y tan sabrosas. Tan metáforas.
Es igual. Quiero convencerme de que, como a Pavlensky, mi sarna no me pica. A él, cuyo escroto recibió los halagos del exdirector del PERMM, de Kulik y de no pocos colegas más, no le debe importar mucho bajar por la montaña rusa de su vida con el arnés medio suelto. Esto lo dicen, desde lo más alto de ella, su escroto, su boca y su oreja. Menos aún parecen preocuparle las mentes de Dante que a mí se me amontonan a cada rato. No me va a dar tiempo a terminar con todas ahora que tengo que dejar de mirar atrás. Ya no hay amor furtivo, ni quince años, ni la certeza de que todo es arte. De mentir, de reír. De querer. Solo queda la mitad de una tabla que enmarca todo: el ars moriendi, el arte de morirse bien. Y uno se muere bien clavándose, si le viene en gana, el escroto a los pies de la muralla del Kremlin. ¿A ti te va a doler?
Me pregunto si el tiempo habrá tratado igual a Pavlensky, de quien diré, en mi defensa, que también quemó la sucursal que el Banco de Francia tiene en la Plaza de la Bastilla, y se quedó muy quieto a sus puertas mientras comandaba las llamas en perfecta sintonía con su descenso. Me pregunto qué mentes se llevaría él a la cama y qué le diría yo a uno que ya no tiene necesidad de estruendos. Oye, ¿qué tal va tu escroto, Pyotr? Posiblemente.
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Que forma de trivializar todo lo que es el trabajo y la vida del artista a quien utilizas.....