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El año en el que se desató el Crash de 1929, John Maynard Keynes se encontraba dando los últimos retoques a un pequeño pero ambicioso ensayo titulado Las posibilidades económicas de nuestros nietos. En él, el célebre economista dibujaba lo que en su opinión sería nuestro mundo en el horizonte de un siglo. Para 2030, predijo, las economías progresistas (occidentales) habrán alcanzado tal grado de desarrollo que la angustia de tener que encontrar una fuente de renta para satisfacer nuestras necesidades de consumo habrá efectivamente desaparecido. Los avances técnicos habrán multiplicado el agregado económico por siete y nuestras sociedades operarán con un grado de productividad suficiente como para implementar cómodas jornadas de 15 horas semanales. Según Keynes, llegados a este punto, la humanidad se enfrentará por primera vez a las consecuencias sociales -y nerviosas- de la eliminación de su objetivo tradicional, la resolución definitiva del problema económico. Poco o nada le importará al autor que, en el momento de su publicación, el mundo acumulativo y comercial que conocía se hubiera derrumbado. "Errores cometidos [...] que nos impiden ver la tendencia de las cosas" sentenciará.
En ese sentido, Keynes tendría razón. Desde entonces, el PIB per cápita del mundo desarrollado se ha multiplicado por seis. Pero ningún cronista de nuestro tiempo se atreverá a apostar por la existencia del idílico escenario keynesiano para finales de la próxima década. La jornada laboral estándar no se ha movido del compromiso de las 40 horas semanales alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial y el único factor que ha sido capaz de alterar el cómputo semanal medio ha sido el trabajo fraccionado precario y el desempleo. Además, la línea divisoria entre el ocio y el trabajo se ha difuminado y la comodificación del tiempo ha desplazado a gran parte de nuestra existencia a la geografía de la lógica del coste de oportunidad. Al contrario de lo que Keynes predijo, la explosión de la riqueza no se ha traducido en un festival de ocio popular. ¿Por qué?
Con motivo de la aproximación temporal a la profecía keynesiana, los economistas de nuestro tiempo se reunieron hace unos años para intentar averiguar las razones que se esconden detrás de un desastre predictivo de tal magnitud. Sus conclusiones fueron, en cierta manera, sorprendentes. Nos dijeron que es posible que el ser humano simplemente disfrute del hecho social de trabajar. Nos explicaron que Keynes pudo confundir la psicología de la sociedad en su conjunto con la de la alta burguesía británica y teorizaron sobre cómo una desigualdad creciente puede ser el motor detrás de una competición consumista que, lógicamente, nos hace trabajar más. Salvando la cara de la profesión, al menos Skidelsky, biógrafo de Keynes, tuvo el valor de insinuar una razón anclada en la arquitectura del sistema.
Lo cierto es que tanto Keynes como la gran mayoría de los gurús económicos de nuestro tiempo obviaron deliberadamente la que probablemente sea la regla más importante de la disciplina económica: los resultados económicos son derivadas distribucionales de una relación de poder, no el reflejo material de una supuesta voluntad social unitaria. Una regla que deviene sangrantemente visible en el contexto de un marco de clases bien definido por una estructura de propiedad. Comprender esto es la autopista teórica para poder acceder a la lógica reproductiva del sistema y desvelar la verdadera vectorialidad de sus componentes. En nuestro caso, las implicaciones sistémicas de la productividad.
Los resultados económicos son derivadas distribucionales de una relación de poder, no el reflejo material de una supuesta voluntad social unitaria
Para exponer esta realidad podemos retrotraernos al punto histórico en el que nuestras sociedades rompieron con el marco maltusiano y se adentraron en la dimensión económica de la alta productividad. El ser humano no alcanzó el marco socio-económico que hizo posible la Revolución Industrial porque este quisiera consumir más o trabajar menos. No hizo que su jornada laboral y la de sus hijos se extendiera para desplazarse en ferrocarril o para disponer de luz eléctrica en el hogar. Dicho desarrollo derivó de la institucionalización forzosa de una relación de producción en la que una geografía obrera desposeída convivirá funcionalmente con una realidad acumulativa gestionada en torno al motivo beneficio.
La formación de capital bajo el esquema de la competición capitalista disparó la densidad material de nuestras sociedades, pero ello no tuvo nada que ver con una arquitectura socio-económica diseñada para servir altruistamente a la sociedad. La producción de bienes de consumo es solo el medio para alcanzar un fin, la consecución de un ratio de acumulación del plusvalor con el que poder competir en el mercado. El propio Keynes alcanzó la fama por ser quien introdujera en el imaginario colectivo de los operadores del sistema la gestión activa de la demanda. Por ser quien entendió que la reproducción del capital necesita de una realización del plusvalor anclada en la espacialidad de las necesidades humanas que sea sostenible en el tiempo.
Bajo este paradigma, la productividad deviene un instrumento cuya centralidad lógica está en el beneficio empresarial. El medio por el cual el capitalista no solo es capaz de acrecentar la masa de plusvalor extraída del trabajo, sino también desplazar a su rivales mediante la explotación de las ventajas escalares de la economía en el plano de la realización. La maximización de la producción rentable en un plano socio-económico en el cual, a la larga, la productividad solo puede servir al polo propietario. Un marco conceptual que nadie puede afirmar que sea especialmente nuevo.
En base a este esquema teórico, resulta relativamente sencillo explicar aquello que Keynes no quiso considerar al escribir Las posibilidades económicas de nuestros nietos. El economista supo ver que, en un contexto de necesidades actualizables pero finitas, el capital termina por desplazar al factor trabajo en la producción. Pero habiendo renegado del prisma interpretativo de clase, Keynes fue incapaz de predecir las consecuencias distribucionales de dicho efecto.
En una arquitectura social diseñada para crear una dependencia funcional entre las necesidades reproductivas del capital y el acceso a los medios para vivir de quien únicamente posee su fuerza de trabajo para negociar en el mercado, la vectorialidad de los efectos de la productividad es clara. Bajo el sistema capitalista, el trabajo está condenado a dar vida a su propio verdugo distribucional. La formación de capital derivada de la acumulación del plusvalor expulsó al factor trabajo de la agricultura y recientemente ha hecho lo propio con la realidad manufacturera fordista. En consecuencia, el componente humano es hoy condenado a engrosar las filas de una geografía terciaria gig en la que su capacidad para reclamar compensación distribucional decrece al ritmo de la digitalización y centralización acumulativa. De manera agregada, el resultado no es –todavía- una epidemia de desempleo, sino una enquistada crisis de subempleo y una fuerte caída de la participación del trabajo en la renta nacional.
El resultado no es –todavía- desempleo, sino una enquistada crisis de subempleo y caída de la participación del trabajo en la renta nacional
Si al efecto del progreso técnico le unimos que la maduración y el estancamiento de los mercados contribuye a la centralización de la realización y ello a su vez al abuso monopsónico y de mercado del trabajador y del consumidor respectivamente, el impacto se magnifica. Por ello, para una mayoría cada vez más numerosa, el sostenimiento del nivel de consumo pasado solo puede reproducirse hoy con un esfuerzo laboral cada vez mayor. Esto, en una economía terciaria cuya rentabilidad depende de una explotación híper-extensiva del trabajo, equivale necesariamente a una jornada laboral más larga. Actualmente, el trabajo está distribucionalmente vinculado a una estructura productiva que, frente a la opción automatizada, solo puede obtener rentabilidad de este si el trabajador está dispuesto a volver a las condiciones de la época victoriana.
En ese sentido, la lógica económica del modo de producción capitalista es doblemente irracional desde el punto de vista del propio Keynes. Los aumentos de productividad no solo crean un contexto en el que un creciente volumen de trabajadores tiene que mercantilizarse cada vez más para mantener su nivel de consumo, la formación de capital es también dañina para la reproducción misma del sistema. A medida que la espacialidad de la cobertura rentable de necesidades se agota y el coste de explotarlas crece, la inversión empresarial se detiene. El coste de invertir en capital fijo para explotar rentablemente dichos mercados es simplemente demasiado alto. En consecuencia, la “tendencia de las cosas” de la que hablaba Keynes deja de ser una tendencia. El crecimiento de la productividad entra en barrena, la formación de capital se vuelve plana y nuestra capacidad de crear riqueza se ralentiza. El plateau técnico de la economía se estabiliza y la represión compensatoria del trabajo emerge como la única vía para reflotar la rentabilidad. Consecuentemente, nos volvemos adictos a la explotación extensiva del trabajo, no a su liberación.
Frente a esta realidad, contrariamente a lo que el flanco mainstream quiere o pretende creer, el trabajo carece de la agencialidad sistémica para gestionar a voluntad la nueva geografía distribucional. Keynes, quien no era precisamente un ferviente defensor de la socialización de los medios de producción, hizo su predicción asumiendo un supuesto imposible dentro del marco de producción capitalista. Dentro de este, el trabajo no puede hacer uso de su propia creación -el capital- para retirarse de la esfera de la producción, expandir su esfera de ocio y disfrutar de los dividendos de una creciente prosperidad. Esta es una realidad completamente ilusoria.
Como esquema de explotación del trabajo, el capitalismo utiliza el monopolio de la organización de la producción y su dominio total sobre la distribución de la legitimidad monetaria para con la cosas -el salario- como instrumentos de control. La clase trabajadora no puede determinar la duración de su jornada laboral, no tiene legitimidad para con la riqueza que crea fuera de la relación salarial y desde luego no dispone de poder de decisión sobre la determinación de su propio dividendo sobre la productividad. Ocurra esto dentro o fuera de un esquema salarial.
Keynes cometió el crítico error de obviar teóricamente el marco institucional que prioriza el interés reproductivo del capitalista sobre cualquier otra legitimidad política
Al intentar predecir nuestro futuro socio-económico, Keynes cometió el crítico error de obviar teóricamente el marco institucional que prioriza el interés reproductivo del capitalista sobre cualquier otra legitimidad política. Obvió la prisión de la rentabilidad. El marco institucional bajo el cual la lógica del valor de cambio –el beneficio- impide que exista un valor de uso gestionado por el trabajo gracias al cual una sociedad pueda modular sus necesidades de ocio en base a un grado de prosperidad objetivo. El esquema socio-económico que provoca que el trabajo sea el rehén distribucional de su propia creación productiva y la fuerza que hoy en día reprime la formación de capital evitando que nuestra especie alcance un plateau de riqueza aún más alto. La razón por la que, a pesar de la explosión de la prosperidad global, el trabajador sigue condenado a permanecer en su puesto de trabajo contra toda lógica biológica y civilizacional. Preso de un sistema que no solo le niega el acceso a lo que él mismo ha generado, sino también el tiempo para disfrutarlo. Sentenciado, en último término, por no pertenecer al extremo propietario.
Irónicamente, al escribir Las posibilidades económicas de nuestros nietos, Keynes advirtió al “pesimismo de los revolucionarios” de que el tiempo les demostraría equivocados. De que “la tendencia de las cosas” les pondría en su lugar. Lo que el economista no supo prever tampoco es que su lugar se correspondería con la bancada de los que finalmente tendrían razón.
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