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Coronavirus
Crónica de un confinamiento valenciano
Solo al principio se nos permitió reflexionar, hasta cierto punto, sobre la gravedad del asunto. La segunda fase fueron los reproches, las maldiciones y las culpas individuales e individualizadas. Después las calles se vaciaron y la enfermedad se extendió, y con ello el sentimiento generalizado de que, aunque podríamos estar peor, estamos mal.
El detalle ha podido pasar desapercibido porque las mascarillas siguen llamando la atención, pero la foto que encabeza este texto contiene la palabra “vida”. Un concepto contrario al vacío de las calles valencianas: la vía pública no se llena, pero lo importante es que tampoco lo hagan las UCI. Que los titulares no miren también aquí.
Ansiamos no ser noticia, pero la realidad es que lo fuimos. El 26 de febrero se confirmó que un hombre que acudió al Hospital La Plana (Castelló) había dado positivo en los primeros análisis del covid19, término todavía lejano, “una gripe más”. La valenciana se configuró como una de las primeras autonomías en registrar casos de coronavirus, la primera en confirmar un fallecimiento. Pero los días pasaban y parecía que todo estaba bajo control: el virus arrasaba principalmente en las comunidades de Madrid y País Vasco. La vida seguía a finales de febrero y primerísimos de marzo. Las clases y el trabajo continuaban, se salía a compartir. Solo escaseaba el gel desinfectante y no era fácil encontrar mascarillas.
Quizás el primer golpe de realidad a nivel territorial vino dado por el anuncio de la cancelación de Las Fallas
A nivel estatal, el anuncio de suspensión de las cases en Vitoria, Madrid y Labastida advirtió de que el covid19 ya no era algo muy de China y un poco de Italia. A nivel territorial, puede que el primer golpe de realidad viniera dado por el anuncio de la cancelación de Las Fallas. El martes 10 de marzo por la mañana el alcalde de València, Joan Ribó, recordaba que el evento se seguiría celebrando “mientras las autoridades sanitarias no indicaran lo contrario”. Había entonces unos 1.500 casos confirmados en todo el Estado, pero la mayoría seguían concentrados en Madrid (casi 800) y País Vasco: Alacant, Castelló y València apenas sumaban entonces 50. Fuimos de los primeros, sí, pero no éramos de los peores. A mediodía, a esa cifra se sumaron doce positivos al saberse que el virus se había colado en una residencia de ancianos de València.
Resonaban con cada vez más fuerza las voces que recomendaban evitar eventos multitudinarios, empezaban a oírse términos técnicos que muchos jamás habían escuchado (morbilidad, paciente cero). Poco antes de las tres de la tarde, Luis Barcala, alcalde de Alicante, anunciaba también que la celebración de los actos festivos relacionados con la Semana Santa seguiría en pie. Pero una hora más tarde de la intervención del popular, se supo que el Gobierno se iba a reunir inmediatamente con las autoridades valencianas para ver qué hacer con Las Fallas. No se entendía nada.
La prensa esperó el titular a las puertas tanto tiempo como duró la reunión. Habría o no había fiesta, debatían tertulianos del ámbito local mientras Madrid declaraba cuarentena absoluta. “El carnaval se puede aplazar porque guardan las carrozas, pero las fallas ya estaban plantadas”, les oímos decir. Especulaciones: alternativas, sin mascletà, omitir la Ofrenda... “El mundo fallero está en vilo”. En la capital desabastecían los supermercados.
Pedro Sánchez compareció esa noche y le preguntaron si se celebrarían Las Fallas. No lo aclaró. Ximo Puig apareció ante los medios a las diez de la noche, tras la reunión (telemática) de Ana Barceló con Salvador Illa y un encuentro interdepartamental al que no acudió Ribó. El president dio la ansiada respuesta: no se celebrarían los actos oficiales previstos. Ni de Las Fallas ni de La Magdalena. Se dejará para más adelante, cuando no esté en juego la salud pública, declaró Puig entonces. A día de hoy se sigue sin conocer las implicaciones exactas de esa afirmación.
Julio parece ahora quizás demasiado cerca, pero entonces todo sonaba lejos: el mismo día que se decretó que no habría Fallas, no al menos de momento, se celebró en València un partido de Champions a puerta cerrada. Otra medida de dispersión social. Pero cientos de aficionados del Valencia CF se agruparon a las afueras del estadio para seguir el partido.
En otro plano, se quiso hacer de una casualidad una profecía, y de una profecía un símbolo. “Açó també passarà”, era el lema de la falla municipal, la reconocible escultura que ha servido para ilustrar miles de noticias regionales. “Meditar consiste en entrenar nuestra conciencia en la aceptación de la impermanencia”, explicaban sobre el monumento. La elección no tenía nada que ver con el coronavirus, pero la casualidad sirvió para lanzar un mensaje. Salvaron el busto de la practicante de yoga, no sin antes incorporarle una mascarilla: quisieron convertir a la mujer, su gesto calmado, en un ejemplo de resiliencia ante la pandemia. O quizás tan solo se buscaba garantizar un mínimo de normalidad entre tanta incertidumbre: al menos eso permanecía. Lo más “nuestro” estaba todavía ahí, de alguna forma.
El 16 de marzo, la mujer de los ojos cerrados se esfumó de madrugada, cuando los valencianos aún no habían abierto los suyos. Aspectos logísticos obligaron a quemar el cuerpo central de la figura, sin ruidos, sin bullicio, sin celebración, sin siquiera anuncio: los bomberos prendieron fuego a la escultura pero salvaron a la cabeza de las llamas, porque no era todavía su momento. Con suerte en julio, quizás para ese entonces “açó també passarà”.
El jueves 12 de marzo, mientras todavía se calculaba el coste económico y social que suponía la no celebración del macroevento, la Generalitat anunció que el lunes se cancelarían las clases. El foco mediático valenciano cambió pronto de lo propio a lo foráneo: la A3 registraba dos kilómetros de atascos, los madrileños estaban viniendo a segundas residencias, y con ellos el covid19. Se necesitan más culpables que responsables, aunque no falten nunca de ninguno: por qué vienen, que sitien Madrid, que les prohíban hacerlo. “Los madrileños” pasaron a ser una especie de colectivo homogéneo, de actuación unánime, obviando que no son minoría, precisamente, los de clase obrera que no tienen ni segundas residencias ni falta de conciencia social. Pero nadie niega que la situación obligó a cerrar las playas antes.
La Generalitat Valenciana se adelantó a otras autonomías y decretó por la tarde el cierre de bares, restaurantes, gimnasios, cines y teatros a partir de las doce de la noche de ese mismo día. Unas horas antes de que fuera efectivo, Pedro Sánchez anunció que el sábado se aplicaría el estado de alarma. El aviso venía acompañado de la escalada de positivos y de fallecimientos, todavía sobre todo en Madrid y País Vasco, pero ya no solo.
Como en todo, la capacidad de respuesta difiere entre las personas y entre los grupos, y un ejemplo de rapidez en la solidaridad fueron, curiosamente, un colectivo con el que nunca se ha sido ni solidario ni justo: las aparadoras. Mujeres del interior de Alicante, carentes de derechos laborales por las implicaciones de una economía sumergida extendida en ese territorio, se pusieron a confeccionar mascarillas a toda velocidad. Se enviaban videotutoriales entre ellas, las hacían llegar al hospital, respondían, ponían sus manos por el resto. Las aparadoras dieron las primeras pistas, abrieron camino.
Las estaciones de tren fueron siendo cada vez menos transcurridas, en los aeropuertos los avisos de cancelaciones se repetían con cada vez más frecuencia. Letras en rojo y vacío en los pasillos. Con ello, a las camareras de piso de Benidorm, sobre todo las más precarias —eventuales, externalizadas, discontinuas— se les daba vacaciones, a veces puerta; el colectivo temía el ahora y el después, no sin motivos. Aplaudieron que Hosbec tomara la iniciativa y fuera cerrando establecimientos antes de que fuera obligatorio, pero también lamentaron la actuación de algunas empresas.
Todavía no se conocían medidas, y las noticias de los ERTE caían como una losa. El de Ford Almussafes afectaría a más de 7.000 personas empleadas. Quienes seguían trabajando eran los repartidores de comida a domicilio, los de Amazon, los de Correos o las empleadas del hogar. Algo no ha cambiado con el covid19 (tampoco esperábamos que lo hiciera): el dinero manda. Poder quedarse en casa es un privilegio.
El pánico cundía y las colas en los supermercados eran largas. Las compras eran desordenadas, las estanterías permanecían vacías. Roig hace el agosto mientras los comercios de proximidad lamentan la falta de clientela. En el Mercado de Ruzafa, los comerciantes calculan que han perdido más de un 60% de sus clientes. En el Central de València, los vendedores directamente lamentan que la gente apenas acude allí a hacer sus compras porque el confinamiento les dificulta llegar: “En el centro todo son oficinas y hoteles, no hay tantas personas que se puedan desplazar hasta aquí”, dicen desde sus puestos. Llega la hora de ir asimilando las consecuencias de los modelos que hemos ido promoviendo, o aceptando en el mejor de los casos.
La del cuarto ayuda con la compra a la señora del segundo, también se han visto cosas buenas. Redes vecinales, hacer barrio desde abajo. Desde arriba, hay cosas que merecen atención pese a los peros: la Generalitat anunciaba el 19 de marzo que facilitaría al alumnado beneficiario de las becas comedor vales canjeables en la cooperativa valenciana Consum. Una respuesta al mismo problema diferente a la de la presidenta de la Comunidad de Madrid, que involucró a las cadenas Telepizza y Rodilla en la alimentación de los más vulnerables. Pero la decisión de Puig tampoco estuvo exenta de quejas por parte de algunos padres, no por la elección del modo de canjeo, sino por el hecho de que solo beneficiaría a aquellos estudiantes que tienen el 100% de la beca comedor. Algunas quejas en forma de pequeñas victorias, como la de madres y matronas que lograron echar para atrás la directriz que obligaba a las mujeres a parir solas.
Las medidas excepcionales contrastan con la excepcionalidad de lo cotidiano. David López ha cambiado su uniforme. Antes empleaba sus días siendo barrendero de la Sociedad Agricultores de la Vega (SAV), pero con la crisis se ha convertido en desinfectador de calles valencianas. Rubén, repartidor, es autónomo y tiene una empresa de bicimensajería llamada Flecha. Recibe muchas llamadas estos días. También estudiantes de enfermería o medicina de últimos cursos permanecen atentas al teléfono: el gobierno valenciano se adelantó al central en la decisión de poder contratar a estudiantes de último curso para hacer frente a la crisis del covid19.
Durante muchos días, como en todas las comunidades, el número de positivos iba incrementándose. En todo este tiempo, las residencias de personas mayores en las que se ha colado el virus supera el centenar, y se ha cobrado en ellas más de 200 vidas y casi 900 contagios. En total, más de 700 personas han fallecido con covid19 en el País Valencià y a fecha de 8 de abril había 7.655 casos confirmados.
Parece que la curva empieza a estabilizarse, que las medidas de confinamiento son efectivas, también en territorio valenciano el parámetro R0 —a cuántas personas contagia alguien que tenga el virus— ha bajado del uno, y el número de ingresos en UCI está disminuyendo (384 entre las tres provincias a fecha de 6 de abril), igual que la tendencia en incremento de hospitalizados. La letalidad es inferior a la de otras comunidades, la tasa de crecimiento desciende por debajo de la media española y el número de altas es cada vez mayor: a 8 de abril más de 1.300 personas habían salido del hospital. Sorprendió que incluso Toni Cantó reconociera (o algo así) el mérito del gobierno valenciano trayendo material de protección con aviones de China, aunque sigue preocupando la cifra de personal sanitario infectado y la escasez de tests.
No todo han sido aciertos, la gestión de una crisis sanitaria no es sencilla, menos cuando hay intereses y urgencia, otra vez, de culpas y responsabilidades. Pero la necesidad de aterrizar el contexto la recuerdan los hechos, los recortes de prensa y también recientemente los documentos oficiales, algunos de los cuales han pasado sin pena ni gloria en esta época de sobresaturación informativa monotemática. El viernes 3 de abril salió publicado en el Diari Oficial de la Generalitat Valenciana (DOGV) el decreto que obliga a la concesionaria de los hospitales de Ribera Salud a devolver a la Generalitat trece millones de euros, una cuantía lejos de la demandada por la entonces consellera Carmen Montó, y escasa también para lo que llegó a reconocer que debía la concesionaria: 50 millones.
La valenciana tiene el dudoso honor de ser pioneraen la experimentación de un modelo de privatización de la sanidad que, en toda España, ha dado que hablar con la crisis del covid. Si bien Ana Barceló, consellera de Sanitat, negó estar infrautilizando los recursos privados —hemos derivado a 241 pacientes a centros de esa titularidad, dijo— en Madrid, la comunidad más afectada, dos tercios de las camas de la privadaseguían sin utilizarse mientras los centros públicos se desbordaban. Ninguna respuesta institucional omite el juicio experto de que la prevención es mejor que la cura: la sanidad pública nos está salvando y los factores estructurales son también responsable de las muertes.
En el Hospital General de Alicante sanitarios confirman que las cosas van mejor, que se empieza a ver la luz. Algunas voces del colectivo médico apuntan a que los expertos se muestran esperanzados: quizás no haya que llegar a utilizar los hospitales de campaña que se están montando para, de momento, acoger a pacientes no graves con covid19.
Se puede intentar gestionar el ahora de las emociones que derivan del confinamiento, pero el ejercicio de memoria se percibe como algo obligatorio y colectivo. No se sabe todavía si en julio, pero hay motivos para pensar que “açó també passarà”. Estaría bien que, entonces, no solo una inscripción mural nos recordara la importancia de la vida.