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Coronavirus
Sobre la incertidumbre y otros virus
En el apocalipsis, como en todo, también hay clases. Y géneros. Y razas.
El martes, en las últimas horas de colegio antes de que todos los centros educativos de la Comunidad de Madrid cerraran, en el patio de un CEIP del barrio madrileño de Usera, niñas y niños jugaban al coronavirus. “Es como el pilla pilla, pero uno es el coronavirus y tiene que correr detrás de los demás”, me contaba mi hija de siete años mientras caminábamos al club de natación municipal, uno de los últimos resquicios de normalidad que aún quedaban a esas horas. La anécdota escolar ilustra que a hacer chanzas sobre crisis y emergencias se aprende en nuestra sociedad desde primaria. También, que el humor y el escepticismo pueden convivir perfectamente con el abismo.
Tensar las cuerdas que sostienen la vida
La cosa, sí, se está poniendo seria. Mucho. La tentación el lunes de maldecir la reacción del Gobierno de cerrar los centros educativos en varias ciudades, incluyendo toda la Comunidad de Madrid, era fuerte: sobredimensión, exageración, falta de previsión. El martes, la decisión seguía chocando: cerrar espacios donde no hay población de riesgo, poniendo en jaque a masas de trabajadoras y trabajadores arrojados a una crisis de los cuidados inesperada y arriesgándose a que sean las personas jubiladas las que acaben cuidando de nietas y nietos seguía siendo una solución de insondable lógica para millones de personas agobiadas. Ayer miércoles la pregunta era otra, si las medidas de contención son necesarias, ¿quién va a pagar por su concreción?
Que la economía se sostiene sobre un ficticio equilibrio, proyectando una sombra de incertidumbre en la cotidianeidad de las personas, es algo que ya sabíamos. Que cuando hablamos de precariedad nos referimos a vivir con la lengua afuera, corriendo tras la supervivencia e incapaces de abordar cualquier imprevisto, es algo que queda brutalmente en evidencia cuando ese imprevisto no es una visita impostergable al dentista, una avería en la moto de ese rider, una enfermedad que te hace echar las persianas de tu tienda un par de días.
El cierre de escuelas brinda una muestra casi pornográfica de cómo es la vida la que tiene que adaptarse al sistema, los impostergables cuidados los que deben supeditarse al mundo del trabajo. Nunca al revés.
Si muchos padres y, sobre todo, madres temblamos cuando unas décimas de fiebre infantiles pone en cuestión nuestra jornada laboral, si su malestar es una amenaza para cumplir con nuestros empleos, (al menos) dos semanas sin escuelas son una bomba en la línea de flotación que permite que el sistema productivo siga adelante; una muestra casi pornográfica de que es la vida la que tiene que adaptarse al sistema, los impostergables cuidados los que deben supeditarse al mundo del trabajo. Nunca al revés.
La cosa trasciende el ámbito familiar y el de los pequeños, aunque este sea siempre el más visible. Los cuidados siguen recayendo principalmente sobre las mujeres se cuide a quien se cuide, e independientemente del contexto en el que se cuide. Si la cotidianeidad de madres, enfermeras, empleadas domésticas, maestras, asistentes de ayuda a domicilio y trabajadoras de residencias es ya un continuum de agotamiento físico y psicológico para poder llegar a todo con salarios risibles, en una emergencia de salud pública, que además genera el colapso o el cierre de los dispositivos públicos de cuidados —desde guarderías a centros de mayores, de los hospitales a los colegios—, esas tensas cuerdas pueden romperse.
Horizontes precarios
“Yo lo que no entiendo”, decía el lunes una madre a la puerta del cole, “es por qué no lo cierran todo, ¿cómo vamos a hacernos cargo de los niños?”. Dos minutos después la misma madre decía: “Pero si las bajas no son retribuidas, ¿cómo hacemos?, yo no me puedo permitir 15 días sin cobrar”. Tras unos minutos de reflexión, agregaba: “Supongo que se podrán reclamar después, pero qué hacemos mientras tanto, y si hay que reclamarlas, ¿cómo nos vamos a enterar de lo que hay que hacer?”.
Cada una de sus preguntas escondía un pálpito de incertidumbre. La incertidumbre es el virus que realmente hace pandemia bajo el neoliberalismo. Pero como todo, está muy desigualmente repartido. Mientras caminábamos hacia el club de natación, nos cruzamos con unos chavales jóvenes del barrio. “¡Dos metros!”, decía uno, “pero si tienes que llevar una pizza cómo se la vas a dar a alguien sin acercarte a menos de dos metros?”. Los muchachos se sumaban a un ejército de gente subempleada, con trabajos de mierda, o contratos temporales, en las cábalas sobre las consecuencias posibles de esta crisis sobre sus vidas.
Como en el 15M, todas sabemos ahora más de la vulnerabilidad de las otras y los otros, miramos de frente la precariedad vital que emerge ante un terremoto que lo ha puesto todo patas arriba
En este ir y venir de rumores, el suelo bajo los pies de la gente va perdiendo solidez. Es por ello que no son necesarias invasiones extraterrestres, pandemias letales o cracks internacionales para sentir que la tierra se hunde bajo tus pies: quedarte dos semanas sin trabajo, no saber cuántas más vendrán, es el equivalente periférico a un lunes negro en Wall Street.
Así entre memes y angustia, se va desplegando la semana. Como en el 15M, todos sabemos más de la vulnerabilidad de las otras y los otros, miramos de frente la precariedad vital que emerge ante un terremoto que lo ha puesto todo patas arriba. Venimos de muchos años de ser adiestrados en la desechabilidad, son muchas y muchos quienes portan una subjetividad calada por el vértigo de ser prescindibles. Tanto que a nadie llama la atención que las grandes mayorías dependamos de trabajos cada vez más esquivos, sin ni siquiera contar con un mínimo básico para que nuestra vida no dependa de la coyuntura, con la renta básica incondicional siendo dibujada aún como un horizonte utópico, en este mundo que sabe mucho más de materializar distopías.
La amenaza siempre es el otro
El lunes, mientras la gente miraba en el autobús incrédula sus wasaps, la voz de un hombre que hablaba por teléfono tomaba el espacio: “Está esto lleno de extranjeros, un montón de italianos, de chinos, gente de todas partes”, gritaba preocupado a su interlocutor. La lógica de frontera permea las miradas también con este virus. Hay un eje que va del nosotros al ellos en el que se distribuyen las poblaciones, cuyos extremos coinciden sospechosamente con quiénes pueden ser considerados poblaciones a proteger, y quienes pura y dura amenaza.
“¿Sabes qué nos han dicho?”, seguía ayer mi hija con su cháchara cuando estábamos ya llegando a la piscina, “que no le preguntemos a la gente china si tiene coronavirus”. Acabamos de atravesar un barrio lleno ya de negocios cerrados y mujeres y hombres de origen chino caminando con mascarillas. Son las únicas. Si eso le han dicho a los chicos en el cole, es porque durante semanas se les ha considerado una amenaza. A un colectivo que, como todas y todos los vecinos de este barrio, vive aquí, atiende en sus tiendas a la gente del barrio, acude a las tiendas de otra gente del barrio. Y tienen por tanto, las mismas posibilidades de ser contagiadas o contagiados que cualquier otro. Gente que, de hecho, se aisla y toma precauciones, no porque no quieren ser esa amenaza que se les presupone en cuanto a “otros”, sino porque quieren protegerse.
En el orden de los memes, necesario para sobrellevar el departamento angustias, leíamos también que Ortega Smith ha dado positivo en el covid19, virus que ha expandido Vistalegremente entre sus filas
Algunos no tienen la suerte de contar con profesoras de primaria de colegios públicos de Usera para que les eduquen contra la estereotipación y el odio. En el orden de los memes, necesario para sobrellevar el departamento angustias, leíamos también el martes que Ortega Smith ha dado positivo en el covid19, virus que ha expandido Vistalegremente entre sus filas.
Los adalidades de señalar a los otros como amenaza y, a partir de esa falsedad, exigir cierres de fronteras, se dan de bruces con lo que el mismo virus sabe: todo cuerpo puede ser contagioso y contagiable. Los casos además no vienen del Sur global, son de hecho los países del Sur los que empiezan a blindarse ante el contagio que provocan quienes viajan donde quieren con sus todopoderosos pasaportes. Además mirar afuera es una excusa, el racismo no necesita de afueras para conjugar sus ellos y nosotros: algunos medios consideran necesario señalar la etnia de las personas infectadas cuando estas son gitanas.
Así, en el apocalipsis, también hay clases. Y géneros. Y razas.
La curva ascendente
Es miércoles por la tarde y nadie está ya tranquilo. Mi vecina de arriba llama al timbre. Su hijo va a clase con mi hija, pero nosotras apenas nos hemos saludado, maratonistas de la ciudad sin tiempo. En un momento me enumera todas las cosa que los niños tienen que hacer estos días. Resume en una sola frase el callejón de imposibles que nos toca afrontar: “Se supone que tenemos que trabajar, cuidar a los niños, y encima, darles clase”.Veo una luz en tener a mi vecina enfrente, en la posibilidad de que su hijo baje a casa a hacer los deberes, en empezar a tejer la red que nunca antes hicimos. Y es que en los últimos días, entre alarma y alarma y susto y susto, llegan las ofertas de ayuda de amigas y familia, se levantan trincheras frente a lo incierto.
Sin embargo, dura poco el entusiasmo por este pequeño resquicio del que tirar para perforar el callejón de imposibles en el que nos hemos internado. Según se va acabando el día, cuando parece que una ha empezado ya a acomodar equilibrios, cuando se siente bien posicionada para ejecutar los más rebuscados malabarismos, las redes y los móviles se llenan de videos que van cerrando posibilidades.
En Milán, un bienintencionado médico, graba un vídeo que llama a la responsabilidad y la calma: “total no pasa nada por pasar unas semanas encerrados en casa, leyendo y descansando”, dice el alma de cántaro con una sonrisa. Un claro mensaje con simpáticas recomendaciones insiste en que los niños se queden contigo en tu hogar, nada de redes de amigas, ni de rotar por casas de amiguitos.
En los últimos días, entre alarma y alarma y susto y susto, llegan las ofertas de ayuda de amigas y familia, se levantan trincheras frente a lo incierto
La privatización total de los cuidados, como todas las privatizaciones, es una bomba de desigualdad. Habrá quien pueda contratar ayuda en el mercado de trabajo, habrá quien quede expulsada del mercado de trabajo por no poder permitirse ayuda. Trasladar las clases a las casas ahonda en ese abismo, habrá quien podrá explicar la lección mejor que la profesora, habrá quien no tendrá el tiempo o los conocimientos para ni siquiera intentarlo.
Mientras, las llamadas a la responsabilidad personal se extienden: quédate en casa, no te enfermes, sé responsable y no colapses la sanidad pública. Aún no hay comunicados oficiales para exigir responsabilidad allá donde muchos ya señalan: los hospitales privados. Sed responsables, poned vuestros recursos al servicio de esta emergencia, no dejéis que colapse la sanidad pública.
Y sin embargo
El martes comentábamos, mientras veíamos nadar a algunas y algunos de los niños del barrio en la piscina cubierta, horas antes de que el Ayuntamiento ordenase también el cierre de los centros deportvos, qué había pasado esta semana. Qué mecanismos se activan para que la gente pase de una jocosa calma a la alarma absoluta. Nos seguían llegando vídeos de ciudadanas y ciudadanos acaparando alimentos en los supermercados. Víctimas de esa pulsión tan individualista, tan de película yanki, que sobre el miedo activa aceleración y urgencia, lo que haga falta para estar entre los que se salven.
Y sin embargo, en los callejones de imposibilidad en los que esta forma de vivir encierra a tanta gente, ya son cada vez más numerosos quienes empiezan a buscar pico y pala para echar abajo los sinsentidos que el covid19 está iluminando, y que solo podremos enfrentar si sorteamos las trampas que la doctrina del shock nos tiende esta nueva temporada.