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Ópera
De La flauta mágica a la flauta de Hamelin: W. A. Mozart y George Benjamin
Han coincidido en la cartelera teatral de Madrid estas dos óperas tan distantes en el tiempo y en el estilo, pero unidas por su aspecto o su origen en una fábula infantil que en realidad son mucho más que eso, y con una flauta como objeto protagonista.
Esta semana he podido ver en Madrid dos óperas que pertenecen a dos mundos completamente distintos. De un lado Die Zauberflöte/La flauta mágica (1791) de Mozart (Salzburgo, 1756-Viena,1791), cuya reposición bajo el montaje de Barrie Kosky y Suzanne Andrade (del colectivo creativo “1927”), se puede ver hasta el 24 de febrero en el Teatro Real; por otro lado, en coproducción entre el Teatro Real y los Teatros del Canal, en la Sala Verde de este último, el montaje de la compañía de danza La Veronal de la obra Into the little hill (2006) del compositor británico George Benjamin (Londres, 1960).
La flauta mágica es la última ópera de Mozart que él mismo dirigió y pudo ver estrenada. Es un Singspiel, una forma de teatro lírico típicamente alemana y en lengua alemana que intercala diálogos hablados (no cantados), y que podría ser equiparable a la forma de la zarzuela en España, la opéra comique en Francia o la ballad opera inglesa.
Se trata de una de las obras clásicas del repertorio, y una de la que a menudo se recomienda a modo de iniciación para aquellas personas que quieren adentrarse en el mundo de la ópera, y ello se debe a que es una obra breve, amable y con unas melodías impresionantes y que forman parte de la cultura universal porque las hemos oído millones de veces. Todo el mundo conoce la obertura, o la famosísima aria de la Reina de la Noche en el segundo acto, o el dúo cómico “Pa-pa-pa-pa-geno”. No en vano muchas temporadas es la ópera más representada en el todo el mundo (la cuarta si tomamos el período 2015-2019).
El libreto es obra de Emanuel Schikaneder, quien además ejerció como productor de la obra y representó el papel de Papageno en el estreno. No fue un encargo y se estrenó en un pequeño teatro popular de Viena, por lo que ambos, compositor y libretista, contaron con bastante libertad para llevar a cabo el proyecto. Inicialmente se iba a titular Los secretos egipcios (Sarastro es el sacerdote de los dioses Isis y Osiris), pero de manera afortunada finalmente ese componente geográfico quedó más diluido, permitiendo que los significados de la obra se multipliquen.
El argumento es bastante sencillo y tiene la forma de una fábula casi infantil. De hecho son numerosos los montajes y adaptaciones que se ponen en escena específicamente para el público infantil o juvenil. También se considera a esta obra como parte de un subgénero llamado Zauberoper (ópera mágica), por tener su ambientación en un espacio sobrenatural y fantástico, a diferencia de la ópera seria basada en las historias de reyes y dioses de la mitología, o la ópera bufa basada en historias de la vida cotidiana. No obstante, se puede decir que La flauta mágica reúne elementos de todos esos mundos, pues por ejemplo entre sus personajes encontramos que cada una de las parejas de personajes pertenece a un estrato diferente (reyes/dioses, héroes/heroínas, gente del pueblo).
En el escenario conocemos la historia de varias parejas de personajes arquetípicos. De un lado Tamino, príncipe y héroe, y su amada Pamina, la hija de la Reina de la Noche. De otro lado Papageno, el inocente pajarero de la Reina, a modo del bufón o personaje de baja categoría, y su buscada amada Papagena. Finalmente, la pareja dialéctica formada por Sarastro, a modo de sabio sacerdote, representante de los dioses egipcios Isis y Osiris y del bien y la sabiduría, y la Reina de la Noche, que representa el mal. Al principio de la historia creemos que Sarastro es el malo que ha secuestrado a Pamina, hija de la Reina de la Noche. Esta encarga a Tamino que vaya a rescatarla con la ayuda de Papageno y de dos instrumentos musicales mágicos que les protegerán: la famosa flauta mágica para Tamino y unas campanillas mágicas para Papageno. Pero luego descubrimos que en realidad Sarastro es el bueno de la película, ya que, al revelarse como padre de Pamina, muestra que solo quería apartarla de la madre que representa el mal. Ésta, de hecho, se alía con Monostatos, el lacayo de Sarastro que es quien realmente maltrata a Pamina. Sin embargo, para que Tamino y Pamina puedan estar juntos, Sarastro les obliga a pasar por una serie de pruebas (la del silencio, la del ayuno y la del fuego y el agua), a modo de iniciación y aprendizaje hacia la luz y el bien, que finalmente triunfa.
Mozart es un compositor plenamente hijo de su tiempo, de la Ilustración, y además es conocida su filiación a la masonería y, por lo tanto, a las ideas liberales (no podemos olvidar que La flauta se compone y se estrena en plena revolución francesa, pero en el entorno reaccionario vienés donde ya reinaba el conservador Leopoldo II, sucesor del “liberal” José II). Sarastro representa la Ilustración y la Razón, con su poder iluminador, pero también con sus peligros y sus sombras. Sarastro tiene que hacer entender a Tamino que, según él, a veces para hacer el bien hay que hacer algo que está mal: para salvar a Pamina y lograr que sea feliz tiene que secuestrarla y separarla de su madre. La Reina de la Noche encarna la reacción y la oscuridad, pero tampoco es plana, sino que alberga algunos rasgos positivos. De hecho es ella la que entrega a Tamino y Papageno los instrumentos mágicos, o quien les ofrece la ayuda del trío de “ángeles”, que son quienes les ayudan a conseguir justo lo contrario de lo que quería la Reina. No sé si es un rasgo de sutilidad del personaje u obedece más bien a las incongruencias del libreto, reiteradamente señaladas por muchos críticos.
Por otro lado es hasta comprensible el rencor que la Reina manifiesta porque, por ser mujer, reiteradamente se le ha negado el acceso a la “sabiduría” o al conocimiento de los arcanos, al igual que se negaba el acceso de las mujeres a las logias masónicas. Y es que, por muy protoliberal que sea, desde la visión de ciudadanos del siglo XXI no podemos dejar de observar la misoginia que atraviesa el libreto, desde el retrato de la malvada Reina de la Noche, hasta la idea del enfrentamiento entre el padre y la madre de Pamina como la buena y la mala influencia, o las diferentes advertencias sobre las conductas apropiadas e inapropiadas de las mujeres. Papageno, en su irrefrenable deseo de apareamiento, afirma que “Compartir los dulces impulsos / es el primer deber de las mujeres”. El Portavoz de Sarastro cuando se dirige a Tamino “¿Así que te ha ofuscado una mujer? / Una mujer hace poco y charla mucho”. O el propio Sarastro cuando le dice a Pamina aquello de “Un hombre debe guiar vuestros pasos / pues sin él suelen las mujeres / sobrepasar la esfera / que les corresponde”. Pero también cabría la posibilidad de que se estuviera describiendo el universo machista generalizado para, al final, corregirlo moderadamente cuando, tras la superación de las pruebas, el coro canta “Una mujer que no teme / ni a la noche ni a la muerte / es digna de ser iniciada” (iniciada en la sabiduría, admitida en la masonería)
Tampoco se puede dejar de mencionar, en el ámbito de lo racial, el hecho de que, como en otras muchas óperas, los esbirros del mal como Monostatos tengan que ser necesariamente negros o “moros”. Un acierto de la presente producción, es renunciar a todo tipo de blackface para, al contrario, maquillar a Monostatos de un blanco brillante que lo emparenta con el Nosferatu de Murnau.
En esta ocasión hemos podido ver un montaje que la Komische Oper de Berlín estrenó en 2012 y que ya se pudo ver en Madrid en 2016. La verdad es que es un montaje estupendo, maravilloso y muy original, pero es una lástima, y habría que preguntarse a qué se debe, que se reponga este montaje sólo cuatro años después, en lugar del montaje propio que el Real produjo en 2005 con dirección artística de La Fura del Baus y Jaume Plensa, y que a quienes no lo vimos hace ya quince años quizá nos gustaría poder ver.
Los directores de escena nos trasladan al mundo del cine mudo de hace justo un siglo, en los años 20 del siglo XX, e inevitablemente al cine mudo expresionista alemán. El montaje ofrece una escenografía reducida a las dos dimensiones de una pantalla de cine, donde los cantantes aparecen y desaparecen mediante plataformas giratorias, y donde se proyectan unas muy cuidadas ilustraciones animadas, que, aunque desiguales, alcanzan en algunos momentos una calidad extraordinaria. Estas proyecciones visuales magníficas dan un gran dinamismo a una escena y a unos actores que están realmente estáticos, “encajados” en la pantalla. El resultado es bastante original y funciona.
Ese estatismo se ve superado además por un maquillaje y un vestuario elaboradísimos, verdaderamente destacables en su función de dar empaque a la propuesta escénica. Mediante esos recursos los directores construyen unos personajes que nos resultan tremendamente familiares (ya hemos mencionado el homenaje a Nosferatu, pero también son evidentes las referencias a Buster Keaton).
En este montaje los diálogos hablados son en parte eliminados y en parte sustituidos por los meros títulos escritos al modo del cine mudo (acompañados de variaciones sobre otra música de Mozart tocada con un antiguo fortepiano) en una maniobra inteligente y atractiva, aunque cuestionable.
El reparto vocal encabezado en la representación del jueves 13 de febrero por Andrea Mastroni como Sarastro y el Orador, Stanislas de Barbeyrac como Tamino, Aleksandra Olczyk como la Reina de la Noche, Anett Fritsch como Pamina y Andreas Wolf como Papageno mostró un tono general magnífico, y todos ellos fueron ovacionados por el público.
La orquesta, aunque en general estupenda, sonó por escasos momentos un poco dubitativa, y quizá eso se pueda deber a que esta era la única función en la que se ausentaba el director titular, Ivor Bolton, que fue sustituido por Kornilios Michaidis.
No quiero dejar de mencionar que, de manera coincidente en el tiempo con estas representación de La flauta mágica en Madrid, el músico y divulgador Jaime Altozano, al que conoceréis (y si no, deberíais), publicaba en su canal de Youtube un pequeño “documental” investigando en los *secretos mejor guardados de Mozart que os recomiendo (hay que verlo hasta el final, eso sí).
Into the little hill
George Benjamin es uno de los compositores vivos que despierta mayor interés en el panorama internacional. Es autor de varias óperas que se cuentan entre las más conocidas del repertorio contemporáneo. En 2016 se pudo escuchar en el Real, dirigida por él mismo, una versión en concierto de Written is skin (2012). Y en este mismo teatro la próxima temporada 2020/2021 se podrá ver su última ópera, Lessons in love and violence, una coproducción del Teatro Real junto a otros teatros de ópera como la Royal Opera House (donde se estrenó en 2018).
Into the little hill (2006) es la primera ópera del compositor, una obra en formato de cámara que presenta una adaptación, a cargo del dramaturgo Martin Crimp, del cuento “El flautista de Hamelin” (1816) de los hermanos Grimm, pensada para una pequeña orquesta de quince instrumentistas y dos voces femeninas (soprano y contralto) que interpretan varios personajes cada una. Es todo un acierto que el Teatro Real colabore con otras instituciones como los Teatros del Canal, el Teatro Español o las Naves Matadero para presentar otros modelos de ópera de pequeño formato o con lenguajes diferentes, como en este caso de la mano de la compañía de danza contemporánea La Veronal, dirigida por Marcos Morau. La muestra del interés que despierta, entre mucho público joven y quizá no asiduo a la ópera, la hallamos en que las tres funciones iniciales agotaron rápidamente las entradas y hubo de añadirse una cuarta fecha.
Imagen promocional de Into the little hill. Foto: Marcos Morau.
La Veronal presentó en esta ocasión una escenografía “en construcción” que no se termina hasta el final de la función, cuando se completa el típico salón de una vivienda contemporánea, en la que vive la familia de un político. Este, arrastrado por el ansia de victoria y las demandas populares, encarga la eliminación de las ratas de la ciudad a un misterioso personaje. Este lo hace pero el político se niega entonces a pagar el precio pactado. Como venganza, aquel hace desaparecer también a los niños de la ciudad, incluida la hija del político.
Nos encontramos con una obra en la que música y drama están perfectamente engarzados. La aportación de las bailarinas Lorena Nogal, Marina Rodríguez, Angela Boix y Núria Navarra presentó una coreografía arriesgada y de ejecución impecable que aportaba un elemento distópico y esquizoide a la situación dramática, con momentos de gran expresividad como la escena en la que se dibuja un juego de espejos entre las parejas de bailarines, cantantes y figurantes.
La selección de músicos de la Orquesta Sinfónica de Madrid y las cantantes Jenny Daviet y Camille Merckx, ofrecieron una representación convincente y sólida, si bien las voces quedaron un poco cortas de potencia. Nos queda la duda de si se debe a indicaciones del propio autor, o del director, o a posibles limitaciones acústicas de la sala.
En la dirección musical contamos con Tim Murray, a quien ya pudimos escuchar en el Teatro Real, con gran resultado, a cargo de Porgy and Bess y Street Scene.