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Contigo empezó todo
El obrero que quemó el Reichstag
Demasiado tarde. Cuando el funcionario de prisiones entra en la celda, la cucaracha Adolf agita sus antenas y trata de iniciar una veloz retirada hacia una esquina. Sin embargo, la bota militar es más rápida y su oscuro cuerpo queda aplastado.
Adolf ha sido la única compañera de celda de Marinus Van der Lubbe en la prisión de Leipzig durante estos largos meses de 1933. La bautizó en honor del, en ese momento, canciller alemán, un tal Adolf Hitler. Con el paso del tiempo, le fue cogiendo cierto cariño. Marinus llegó a tener cierta envidia del insecto y ahora piensa con sarcasmo en lo que escribiría en una hipotética lápida para la cucaracha: “Has tenido más suerte que yo”.
En efecto, casi todo el mundo que conoce el nombre de este joven neerlandés de 24 años, de profesión albañil, le tiene en peor consideración que a una cucaracha. Van der Lubbe es generalmente detestado, aborrecido y, en el mejor de los casos, objeto de lástima.
Está en la cárcel por haber prendido fuego al edificio del Reichstag, el Parlamento alemán, el 27 de febrero de 1933. Los nazis le consideran como agente de una conspiración bolchevique. Los antinazis le consideran como agente de una conspiración nacionalsocialista.
Viaje a contracorriente
En su adolescencia en Países Bajos, Van der Lubbe es apodado ‘Dempsey’ por el boxeador con ese apellido debido a su fuerza física. Un accidente laboral le deja de por vida con su visión reducida. Con 16 años, empieza a relacionarse con el mundo sindical y político, afiliándose al Partido Comunista, del que pocos años después se aleja para observar con interés otras ideas como el trotskismo, el consejismo o el anarquismo.
Entre finales de 1932 y comienzos de 1933, Van der Lubbe consume ávidamente la preocupante información que llega desde Alemania. El Partido Nacional Socialista Alemán se hace con un tercio de los diputados en el Reichstag y su líder es nombrado canciller. Marinus cree que allí está la batalla a librar en ese momento y, mientras muchos disidentes alemanes comienzan a pensar en hacer las maletas para librarse de lo que se les viene encima, el joven holandés, desempleado y sin fondos, toma la decisión de hacer el viaje inverso. Prepara un macuto y empieza a caminar con dirección Berlín, donde llega 15 días después.
Van der Lubbe espera descubrir en Alemania un mundo obrero en ebullición, al borde de la revolución que plante cara al monstruo que amenaza con hacerse con el poder absoluto. Se lleva un chasco: la resistencia brilla por su ausencia. ¿Qué puede hacer un pobre albañil extranjero, medio ciego y aislado para cambiar esta dinámica y evitar la debacle? Marinus lo deja claro: “Quizás cuando las intimidadas masas vean en llamas las fortalezas del capitalismo, podrían sacudirse su letargo incluso a esta hora tardía”.
El 27 de febrero de 1933, por fin, el Reichstag echa humo. Nuestro obrero neerlandés está detenido pero satisfecho
Manos a la obra. Armado con material incendiario y oculto por la oscuridad de la noche, el chico acude al Ayuntamiento de Berlín, pero el fuego es descubierto rápidamente y sin consecuencias. Van der Lubbe no se rinde. El Palacio Imperial es el siguiente objetivo. Mismo resultado, pero Marinus es terco. El 27 de febrero de 1933, por fin, el Reichstag echa humo. Nuestro obrero neerlandés está detenido pero satisfecho.
Fracaso y difamación
Otra cosa no, pero su celda de Leipzig da grandes oportunidades para la reflexión. Y, por lo vivido desde la noche del incendio y por la escasa información a la que le permiten acceder, Van der Lubbe tiene que reconocer que su plan quizá no había sido demasiado brillante. Siendo honesto, ha de reconocer que ha sido un fracaso absoluto.
Políticamente, frente a sus esperanzas de despertar la insurrección obrera alemana, no solo no se la ve por ningún sitio sino que los nazis utilizaron el fuego desde el primer momento para forjar su poder. Atribuyeron el incendio a un “complot comunista” que amenazaba con destruir la nación. El mismo 28 de febrero, suspendieron el habeas corpus, la libertad de expresión, de prensa, de reunión y de asociación, encarcelaron a miles de rivales y aprovecharon para mejorar sus resultados electorales antes siquiera de que pasara una semana. Respecto a los partidos de oposición, Van der Lubbe no es más optimista. Desde el primer momento rechazaron el atentado y se limitaron a marcar distancias o a insinuar un autogolpe por parte de los nazis. El jefe del Partido Comunista, Ernst Torgler, hasta se entregó en comisaría tras conocerse la noticia.
Van der Lubbe, al menos, sabe que se ha mantenido coherente. Desde la noche del incendio hasta hoy ha admitido su responsabilidad, ha repetido sin cesar que actuó en solitario y ha explicado sus motivaciones, como refleja su declaración bajo custodia policial días después de su arresto: “Yo mismo soy un izquierdista, y fui miembro del Partido Comunista hasta 1929. Había oído que una manifestación comunista fue disuelta por los líderes al acercarse la policía. En mi opinión, claramente había que hacer algo para protestar contra este sistema. Ya que los trabajadores no harían nada, tenía que hacer algo yo mismo. Consideré el incendio un método adecuado. No deseaba hacer daño a personas sino a algo que perteneciera al propio sistema. Me decidí por el Reichstag. Respecto a la pregunta de si actué solo, declaro categóricamente que así fue”.
Nadie le ha hecho el menor caso, como quedó reflejado en el juicio celebrado en verano de 1933. Por un lado, toda la maquinaria nazi le describe como un peón de Moscú y el tribunal no dejaba de buscarle conexiones inexistentes con el resto de acusados. Por otro lado, estos mismos, que eran Torgler y tres responsables búlgaros de la Internacional Comunista, no dudaban un momento en caracterizarle como una especie de mercenario al servicio de una compleja conspiración elaborada por Hitler y otros jerarcas del régimen en ciernes. Van der Lubbe se consuela pensando que el veredicto solo pudo condenarle a él, al no haber ninguna prueba de conexiones con nadie más.
En el extranjero su imagen no es mucho mejor. Bien es verdad que algunos amigos han tratado de limpiar su imagen públicamente, pero son una gota en el océano. El colmo del ridículo fue el “contrajuicio” celebrado en Londres por los prosoviéticos con apoyo de personalidades de izquierda, donde un “testigo” llegó a asegurar que Marinus era drogadicto, homosexual y amante de Ernst Röhm, líder de las SA, la milicia del Partido Nazi.
Van der Lubbe se siente solo, derrotado, triste e incomprendido mientras camina hacia la guillotina en enero de 1934. Él no es una cucaracha. Solo es un paria de la Tierra que, con mayor o menor acierto, buscó hacer realidad la letra de “La Internacional”
Van der Lubbe se siente solo, derrotado, triste e incomprendido mientras camina hacia la guillotina en enero de 1934. Él no es una cucaracha. Solo es un paria de la Tierra que, con mayor o menor acierto, buscó hacer realidad la letra de “La Internacional”: “Ni en dioses, reyes ni tribunos, está el supremo salvador. Nosotros mismos realicemos el esfuerzo redentor. Para hacer que el tirano caiga y el mundo esclavo liberar, soplemos la potente fragua que el hombre libre ha de forjar”.