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Cine
Yo romperé el silencio por ti
Aicha, con su rostro arrugado y la emoción contenida en sus ojos inquietos, mira una foto en blanco y negro de su madre y le da un beso, un beso caliente y cariñoso contra el cristal inerte y frío. Por qué hacemos cosas así, por qué damos besos a fotos de personas que tenemos lejos o que ya no están, por qué una mujer decide separarse de su marido después de sesenta y dos años de matrimonio. Las preguntas llegaban como en tropel a mi cabeza mientras contemplaba esta escena de Leur Algérie, el primer largometraje documental de Lina Soualem que ayer se hizo con el Premio del Público en el Festival de Cine Africano de Tarifa (FCAT) y que demuestra que no hay que irse lejos para contar una gran historia.
Cuando se estaba haciendo adulta, Lina llegó a un punto de su vida en el que se dio cuenta de que desconocía las vivencias de su propia familia. Como estudiante de Historia y Ciencias Políticas en la Sorbona, conocía bien la historia de la colonización de Argelia por parte de Francia, conocía el relato oficial sobre el país que estuvo 130 años bajo el mando francés, el país que sus abuelos dejaron en 1954 para irse a vivir a Thiers, la “capital francesa de la cuchillería”. Como pasa en muchas ocasiones, parece ser que lo propio queda relegado a los lugares del dar por hecho y el “ya habrá tiempo”. Nos pasa con el sitio en el que vivimos y también con las personas que nos rodean y con las que compartimos más momentos: absorbidos por la cotidianeidad de la rutina posponemos el conocer como si todos fuesen infinitos. A Lina le ocurrió con sus abuelos y reaccionó a tiempo: cogió una cámara y se puso a hacerles preguntas, preguntas que ya muchos no podemos formular porque las respuestas se las llevaron la muerte y los años.
Abuela, cómo fue la primera vez que viste al abuelo, abuela, estabas enamorada, papá, de pequeños hablabais entre vosotros, no, no se hablaba de la colonización ni de la guerra, no le preguntabais al abuelo, no, el abuelo no hablaba, no habla. Con las preguntas de Lina como hilo conductor, vamos conociendo su historia familiar y también la figura de su abuela, una mujer que cuenta las anécdotas más fuertes y las desgracias más grandes con una risa contagiosa y tierna, llevándose las manos con sus dedos llenos de anillos a la cara en un gesto tímido. Ocultar, tapar, callar. La historia de nuestro país es bien distinta a la de Argelia pero no podía evitar ver en Aicha a mi propia abuela, a la que parece que le da vergüenza hasta tener hambre y echarse un poco de comida en su plato, en su plato y no en el de los demás. Mujeres educadas en el servir al otro, en la más pura abnegación, en el conformarse con lo que venga. “Aquí estoy, para lo que Dios quiera”. Mujeres, y también hombres, educados en el conformismo y el silencio.
“Las preguntas que hace Lina dejan ver esta inquietud por su historia, sí, pero también por su sentir, por sus emociones”.
Creo que ese silencio es lo que hace que podamos conectar tanto con la historia de Lina, el silencio y cómo finalmente decide romperlo. Su abuelo Mabrouk ya no está, pero al menos sabe que le hizo las preguntas que quería hacerle, que pudo conocerlo y atisbar un pedazo de su esencia a través del objetivo de su cámara. Mientras veía estas escenas, pensaba en que ojalá yo hubiese hecho lo mismo, hablar así con mis abuelos y escucharles, saber cómo se sintió mi abuela cuando su marido se fue a Alemania a trabajar en los sesenta, dejándola a ella sola con dos niños pequeños y otra recién nacida; escucharlos contar cómo fue la primera vez que se vieron, él con catorce, ella con dieciséis, en la casa en el campo del padre de mi abuela a la que mi abuelo se fue a trabajar cuando solo era un chiquillo. Simplemente tener registradas sus voces, sus caras, para poder escucharlos y verlos cada vez que quiera. Ahora ya es tarde para eso.
En cuanto le hablas de algo serio se ríe o dice que no se acuerda, dice el padre de Lina sobre su madre. La risa, mezclada con el llanto, parece ser la única manera que tiene Aicha de lidiar con los sucesos de su vida. La vemos bailando en la boda de su hija, en reuniones, sonriendo, moviendo sus manos al ritmo de la música, aparentemente feliz. Cómo se siente, cómo se sentía mi abuela. Las preguntas que hace Lina dejan ver esta inquietud por su historia, sí, pero también por su sentir, por sus emociones. Su abuelo no las expresa y su abuela se tapa la cara cuando le llenan el cuerpo, pero son esas emociones las que el relato oficial deja fuera, las consecuencias en las historias particulares que nadie quiere asumir.
Sus abuelos, que como los míos eran muy jóvenes en la guerra y perdieron demasiado pronto a sus padres, siguen sin tener la nacionalidad francesa después de tantos años. En una escena del largometraje, Mabrouk enseña su tarjeta de residencia y ya parece no importarle; Aicha cuenta que veía a los militares en las calles de Argelia cuando estaba allí y aprendió a vivir con ello. ¿Qué podían hacer? ¿Levantar la voz? No era lo que les habían enseñado, al igual que a esa generación de abuelos, de madres y padres, a los que también les dijeron que era mejor callar, ganarte el pan y no llamar la atención.
“Somos la generación que intenta romper los silencios que nuestros padres y nuestros abuelos asumieron”.
El FCAT y en especial Leur Algérie, me han confirmado una realidad que ya intuía: la verdad está en los detalles de las vidas reales, en las vidas de las personas que nos rodean, no en el relato oficial que margina al que sufre, que margina al abusado en favor del abusador. De una forma u otra, somos la generación que intenta romper los silencios que nuestros padres y nuestros abuelos asumieron. Y eso mismo hace Lina Soualem, romper ese silencio por sus abuelos y también por ella misma, para conocer su propia historia y darles la voz que en algún momento perdieron o, mejor dicho, que alguien les arrebató.