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Vuelven los 90. Las Spice Girls protagonizarán una serie de conciertos multitudinarios esta primavera. Las chaquetas de cuero se llevan otra vez. Y un puñado de parlamentarios “sin ideología” prometen haber descubierto la fórmula mágica de la política: el centro sensato, la unión de políticos razonables que sepan implantar medidas basadas en datos.
Efectivamente, el Blairismo vuelve a estar de moda en Gran Bretaña.
Tras media década de problemas internos, el sector del partido más crítico con Corbyn se ha escindido del laborismo para crear The Independent Group. Esta “asociación” (todavía no registrada como partido) integra laboristas de derechas y conservadores contrarios al Brexit. Si bien afirman defender principios progresistas de justicia social, resulta paradójico que sean bienvenidos parlamentarios que llevan años votando a favor de recortes sociales con el gobierno May. Gobierno que, en los dos años transcurridos desde el referéndum, ha fracasado absolutamente a la hora de componer un acuerdo de salida de la Unión Europea que pudiese votar el Parlamento.
Theresa May heredó de David Cameron una mayoría simple conservadora. En 2017, con los medios a su favor y Corbyn aparentemente noqueado, convocó unas elecciones para obtener mayoría absoluta. De haberlo conseguido, su acuerdo del Brexit habría sido aprobado sin problemas. Esto fue, por supuesto, antes de que los tabloides de extrema derecha descubrieran que sus portadas retratando a Corbyn como el nuevo Stalin ya no funcionaban.
Tanto la aparición de un nuevo partido centrista, como la parálisis de May, son consecuencia del sabotaje interno de cierto sector de la clase dirigente. Estas élites son los magnates y líderes de opinión organizados en torno al European Research Group, el ala más extremista de los conservadores.
Su principal objetivo es redoblar la revolución thatcheriana para aproximarse más al modelo social estadounidense. Contratos como la provisión de la salud pública son piezas muy jugosas para estos rentistas transatlánticos. Sus armas para lograr su objetivo: demonizar al partido de la oposición; y asegurarse de que la polarización política es de tal magnitud que no se logra un acuerdo de “Brexit blando”.
La demonización del partido de la clase obrera
Este ascenso del Independent Group es una operación que lleva en marcha desde que Corbyn ganase las primarias para liderar el Partido Laborista en 2015. Contra todo pronóstico, el viejo socialista forjado en los movimientos sociales anti-Thatcher de los 80 derrotó a los candidatos del aparato. Recordemos que hubo un intento de golpe ya en 2016, con miembros de su equipo dimitiendo en masa para forzar su salida. Se le acusó de “no hacer suficiente” para evitar la victoria del Brexit en el referéndum.
Si bien las elecciones de 2017 relegitimaron a Corbyn como candidato, este sector del partido encabezado por Chuka Umunna no podía identificarse con un partido que rompía completamente con el Blairismo. Cabe recordar que el mismo Blair comenzó su carrera como un “populista”. Prometía reparar un país desgajado tras la guerrilla de clases de Thatcher, uniendo bajo su hiperliderazgo a todas las familias progresistas. Sin embargo, para estos parlamentarios formados en aquellos tiempos, el laborismo de la “Tercera Vía” sigue siendo la respuesta a los problemas de hoy. Y, efectivamente, es la ideología (no ideológica) que les permitiría recuperar el liderazgo en la política nacional.
Por supuesto, este movimiento “macronista” se está sucediendo en varias democracias occidentales. Frente al ascenso de la extrema derecha y un cierto renacer del “radicalismo” izquierdista, personajes como Trudeau, Bloomberg, Renzi o Clinton argumentan que hay que olvidar los conflictos políticos del siglo XX. Paradójicamente, es algo incoherente que se hable de Sanders o Corbyn como figuras del pasado. En realidad, son las doctrinas socioeconómicas de finales de siglo las que deberían haber quedado anticuadas cuando estalló la crisis en 2008. El socialismo británico o el norteamericano tratan de construir una visión del futuro en torno a ideas como el Nuevo Contrato Social Verde (Green New Deal).
Entre las particularidades británicas, encontramos dos factores fundamentales. En primer lugar, en el contexto anglosajón existe una intención directa de igualar la crítica al Estado de Israel con el antisemitismo. Declaraciones de Corbyn y sus aliados en el pasado, unidos a pequeños pero reales episodios de antisemitismo en el partido, han servido para generar una narrativa muy dañina para la formación. Sin ir más lejos, una de las diputadas que ha salido del partido, Luciana Berger, es de origen judío. Es imposible obviar, igualmente, que esta campaña de difamación ha sido impulsada por el mismo Estado de Israel: en 2017, el diplomático Shai Masot fue filmado conspirando para hacer caer a diputados laboristas.
El segundo factor que completa las particularidades de este “macronismo” es la actitud hacia la Unión Europea de ciertas capas sociales. Representadas por figuras tan diversas como el músico Bob Geldof o la escritora JK Rowling, hay un sector progresista que demanda desde 2016 un segundo referéndum. Este grupo sospecha de Corbyn y su segundo McDonnell, dado que pertenecen a la izquierda euroescéptica. En su opinión, el Partido Laborista debería haber apoyado otra votación desde el principio. No importa que no exista una mayoría efectiva para llevarlo a cabo. Además, hay muchas razones por las que esto habría supuesto un suicidio electoral para el laborismo; en cualquier caso, el Independent Group surge también para satisfacer a este sector.
El resultado final es que este nuevo partido de centro ha llegado para quedarse. Aunque defienden que debe votarse el Brexit de nuevo, es llamativo que los tránsfugas no consideren necesario volver a presentarse para renovar su mandato electoral. A fin de cuentas, ya no pertenecen al “antisemita y euroescéptico Partido Laborista”. ¿No deberían tenerlo muy fácil para revalidar sus cargos?
Nada que perder, todo por ganar
Al otro lado de las bancadas de la Cámara de los Comunes, el gobierno May sigue acumulando récords que nadie querría tener. A principio de año, se convirtió en el gobierno que había perdido una votación por más votos cuando se presentó por primera vez el preacuerdo del Brexit. Corbyn convocó una moción de censura tras el fracaso, que no prosperó pero dejó en evidencia a los “conservadores europeístas” que apoyaron a May (y ahora están en el Independent Group).
Sorprendentemente, la respuesta de May fue convocar a todos los partidos a mantener conversaciones en Downing Street. Esto sorprendió porque lo hacía… ¡a dos meses de la fecha de salida de la UE! Los laboristas, con razón, demandaron que la retirada de cualquier opción a un Brexit duro sería el requisito para iniciar conversaciones. May se negó y, como resultado, no cambió sustancialmente su posición. El resto de partidos que sí acudieron a verla, por su parte, dejaron claro que el gobierno sólo estaba dispuesto a “escuchar”, pero no a cambiar.
Tras otra gira por Europa, May ha vuelto con prácticamente el mismo texto. El problema mayúsculo de la frontera con Irlanda del Norte sigue sin tener una respuesta. Desafiando a sus superiores políticos, el más alto cargo del funcionariado de este territorio británico ha hablado abiertamente del riesgo de violencia en la frontera. Sin un acuerdo que garantice la continuidad de la libre circulación entre ambas irlandas, los grupos paramilitares opuestos a la separación podrían resurgir. Pero la derecha unionista irlandesa que apoya el gobierno May se niega a que la isla esté de facto unificada mientras Escocia, Gales e Inglaterra cierran sus fronteras al resto del continente.
A estas alturas, la única opción es alargar las negociaciones o abandonar la Unión de forma efectiva el 29 de marzo sin ningún acuerdo. Corbyn, con más flexibilidad que May, ha logrado reunirse con representantes europeos y un número considerable de diputados para llegar a una opción de consenso: la noruega. Efectivamente, supondría mantener el Mercado Único y la libre circulación, pero conservando criterios de veto sobre muchos aspectos de la UE. Esta solución sería el compromiso perfecto, si no fuese por la tenacidad de la clase dirigente postimperial británica.
Parlamentarios como Jacob Rees-Mogg eran una excentricidad hace apenas unos años. Su acento de clase alta, su riqueza y su inflado sentido de la importancia de Reino Unido en el mundo eran ridículos para gran parte de la población. Pero en el mundo de Trump su figura, junto a otros nostálgicos atlantistas como Boris Johnson, representa un nuevo proyecto de país ligado a los intereses económicos de los Estados Unidos. El objetivo: completar el proyecto de Thatcher.
La manera más sencilla de lograrlo es arrastrar al país al Brexit duro, sin acuerdos, por mera inacción. Aunque May lleva dos años intentando ganar su apoyo para diversos formatos de su acuerdo, lo que no ha logrado comprender es que ellos no desean ningún arreglo. El caos económico surgido de una salida sin frenos sería la situación perfecta para acabar con los últimos resquicios del Estado del Bienestar británico. Y hacer mucho dinero con ello, por supuesto. Estos viejos herederos de la Pax Britannica tienen, por tanto, poco que perder y mucho que ganar. Nada les importa que ni los suministros de medicinas estén asegurados el día uno después del Brexit.
La incapacidad de Europa para evitar el desastre
Volviendo al marco global, es evidente que el Brexit no es una crisis localizada. El sistema de gobernanza global establecido tras la Guerra Fría ha quebrado. Los EE UU y China se enfrentan en una guerra que no es estrictamente comercial, sino que busca el control sobre las tecnologías del futuro. Europa, subordinada a sus colegas americanos (como se ha visto en el caso venezolano), está dividida en sus propias esferas de influencia.
Alemania y sus aliados lograron controlar el gobierno de la crisis económica con su receta: devaluaciones internas y devolución íntegra de las deudas. Pero, en el camino, ha perdido sus principales mercados de exportación. Su creciente dependencia exterior, en plena guerra comercial de grandes potencias, es ahora un lastre. Igualmente, tanto Italia como Francia han sido incapaces de ofrecer una alternativa que desbloquease la inversión en el Sur y el Este de Europa. La opción italiana, más radical contra los inmigrantes y la izquierda que contra Frankfurt y Bruselas, es una coalición inestable con futuro incierto.
Pero si hay una visión de la construcción europea particularmente dañina para el Brexit y el futuro de la Unión, esa es el macronismo francés. Esta semana, el presidente galo ha esbozado una propuesta de “más Europa” que realmente no ayuda a seducir ni a los británicos ni a otros euroescépticos. En especial, su “agencia europea para la protección de la democracia” (para combatir las noticias falsas y el populismo) suena como un recrudecimiento de la supervisión europea; esta vez, en el plano político. Algo imposible de generar consensos en una época marcada por movimientos que exigen más soberanía; no menos.
Ni Reino Unido podría salir indemne de un Brexit duro ni la Unión Europea actual es la respuesta para los millones que, en las Islas Británicas y en el continente, se sienten excluidos por el sistema político y económico. Se llegue a la solución que se llegue antes del 29 de marzo, la crisis de legitimidad y las posibles reverberaciones de una inminente crisis económica seguirán marcando el ritmo en las viejas democracias occidentales.
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