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Bosnia y Herzegovina
Democracia y libertad, unas lápidas rotas en el corazón de Mostar
En la mirada de Dragan no se atisba un mínimo de rencor o de ira. Ni siquiera impotencia. La inexpresividad de su rostro destila desconcierto, tal vez cierta desesperanza. Cada mañana, llegando el mediodía, cruza la Nadbiskupa Čule y sube por el caminito de piedras y hierba que llega serpenteando hacia el Memorial Partisano de Mostar. El lugar, solitario y silencioso, no invita a adentrarse en él a nadie que no sepa qué esconde. La hierba lo invade todo, y solo los muros que dibujan a los pies del monte una gran puerta carcomida por la humedad y el abandono hacen pensar que más allá hay algo importante. Con las manos a la espalda, avanza lentamente dejando atrás zanjas, agujeros e islotes de basura. Ya arriba, en la zona donde hace menos de un año se encontraban las tumbas de los héroes yugoslavos que, como su padre, combatieron al fascismo en la II Guerra Mundial, pasea de un lado a otro al borde de los pequeños bancales donde hoy permanecen esparcidas miles de pequeñas piezas de mármol y hormigón.
1.664 brigadistas yugoslavos participaron activamente en la Guerra Civil, en batallas como la de Madrid o en el frente de Aragón
El Memorial Partisano de Mostar fue concebido por el militante comunista y partisano Džemal Bijedić, nacido en esta ciudad bosnia y quien llegaría a ser presidente del Consejo Ejecutivo Federal de Yugoslavia. Con el diseño del prestigioso arquitecto Bogdan Bogdanović, y tras cinco años de trabajos bajo la dirección de Ahmet Ribica, fue inaugurado por el presidente Josip Broz “Tito” el 25 de septiembre de 1965, en el 20 aniversario de la liberación de la ciudad.
La magnitud de la obra y la presencia de Tito, quien había sido Comandante en Jefe del Ejército Popular de Liberación y Destacamentos Partisanos de Yugoslavia, pretendían poner en valor la dimensión histórica de la lucha y el sacrificio del que llegara a ser el cuarto ejército más importante de Europa para la derrota del fascismo. El papel de los partisanos fue clave en la liberación de Yugoslavia tras una compleja guerra, internacional y civil al mismo tiempo, en la que, tras la invasión alemana del Reino de Yugoslavia en abril de 1941, se dieron todo tipo de alianzas y enfrentamientos entre las potencias del eje fascista, los aliados, los nacionalistas monárquicos serbios “chetniks”, los nacionalistas nazis croatas “ustacha”, o los propios partisanos.
Historia
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Pero para encontrar el origen partisano hay que trasladarse a la Guerra de España tras el golpe fascista de 1936. En ella llegaron a tomar parte 1.664 brigadistas yugoslavos, que participaron activamente en batallas como la de Madrid o en el frente de Aragón. Algunos de ellos, como Koča Popovic, Danilo Lekić, Peko Dapčević, Kosta Nađ o Petar Drapšin, acabaron siendo altos cargos del Ejército Partisano que derrotaría posteriormente a los nazis en Yugoslavia. El acervo guerrillero y la experiencia militar adquirida en tierras españolas, junto con la convicción de la envergadura del enemigo que se cernía sobre Europa, fueron claves en su conformación y posterior desarrollo.
Como un eco de aquel “¡Muerte al fascismo, libertad al pueblo!” que gritó Stjepan Filipović en el patíbulo mientras los nazis le ponían una soga en el cuello, la fortaleza y resistencia del simbolismo partisano como elemento esencial para entender la derrota del fanatismo y la barbarie en Europa quedó significada para siempre en un área monumental como el Memorial de Mostar, que incluso pudo recuperarse de los peores años de conflicto en los Balcanes durante el proceso de desintegración de Yugoslavia en la década de los 90 del siglo pasado. Sin ir más lejos, resultó fuertemente dañado durante la guerra Croata-Bosnia de 1993 y, sin embargo, diez años después, gracias al empeño del propio Bogdan Bogdanović, fue restaurado y abierto nuevamente al público.
Durante una madrugada de junio de 2022, un grupo de ultras croatas destruyeron las 650 tumbas del Memorial haciendo irrecuperables las lápidas e inidentificables los enterramientos
Reconstruirlo y dignificarlo tras las guerras yugoslavas representaba, ante todo, la necesidad de preservar la memoria de lo que costó, en ingentes cantidades de sufrimiento y dolor, en un inmenso sacrificio de vidas humanas, en un impacto directo y brutal en historias familiares como la de Dragan, recuperar la libertad arrebatada por el fascismo en Europa. El respeto a la memoria de cada una de las personas que entregaron su futuro por legarnos a las generaciones posteriores un mundo más justo formaba parte de un consenso institucionalmente constituido y socialmente respetado tras la Segunda Guerra Mundial. Consenso por el que se asumía que cualquier opción tenía cabida en una democracia con la excepción totalitaria y criminal del fascismo; y según el cual todas las personas que dieron su vida para luchar contra la tiranía fascista, más allá de su ideología concreta, se consideraban héroes en la Europa de la segunda mitad del siglo XX.
Sin embargo, el abandono y la degradación del Memorial también sirven como alegoría del olvido y la ruptura de dicho consenso. El ascenso del neofascismo y las cuotas de influencia que está ganando en los Estados europeos gracias, sobre todo, a la benevolencia de unas derechas que han asumido parte de su discurso, a una socialdemocracia demasiado cobarde y pacata, y a unas instituciones que ejecutan gran parte del programa nacionalista, racista y xenófobo sobre propaganda y marcos liberales, se muestran como esa misma hierba que crece sin control, como esa basura esparcida por el pasto, o como la humedad que corroe la piedra de unas estructuras democráticas aparentemente sólidas.
Este nacionalismo consentido y exacerbado desde el poder internacional en los Balcanes, que ha calado hasta el tuétano de una sociedad hastiada que trata de recuperar cierto horizonte incluso desde discursos retrógrados y peligrosos, forma también parte de esa podredumbre que ha apuntalado la ruptura del consenso antifascista y democrático.
Durante una madrugada de junio de 2022, un grupo de ultras croatas destruyeron las 650 tumbas del Memorial haciendo irrecuperables las lápidas, ilegibles las inscripciones grabadas en ellas, e inidentificables los enterramientos. La simbología nazi y ustacha pintada en los muros del conjunto monumental, más allá de refrendar la impunidad de los actos vandálicos y terroristas de la derecha nacionalista, representan perfectamente la profanación definitiva de una idea de convivencia democrática que condenaba a quienes trajeran desde el recuerdo y la nostalgia los peores pasajes de la historia de Europa, frente a los que se erigió el puño digno de los partisanos. Puño al que le debemos la libertad y la democracia, hoy, en plena decadencia liberal.
Porque como denunciaron varias organizaciones y ONG de Móstar tras conocer estos actos, los gobiernos locales y regionales del partido croata liberal HDZ-BiH llevan años mirando hacia otro lado ante a las denuncias de vandalismo y violencia fascista en la ciudad y en toda la Federación de Bosnia y Herzegovina (entidad habitada mayoritariamente por croatas y bosniacos que, junto con la República Srpska, forman la República de Bosnia y Herzegovina). El propio Memorial ha sido dañado en otras ocasiones ante la pasividad de las autoridades y el silencio de los medios. Y es precisamente esta indiferencia, cuando no condescendía, la que ha colmado la sensación de impunidad de un fascismo que permanece ajeno al señalamiento y la crítica. El proceso no es nuevo ni sorprende. Es el mismo que venimos padeciendo en las últimas décadas en toda Europa.
Dragan repite cada día el mismo recorrido, con los brazos entrelazados camina al ritmo tranquilo que marca el silencio del memorial. No parece que se haga muchas preguntas. En su gesto afable, en sus palabras directas y orgullosas, se constata un hecho presente, real y concreto: la agresión a su memoria no es más que la bajada a tierra, la prueba definitiva, del derrumbe de un paradigma civilizatorio. Desde el borde de la terraza superior del monumento, con esa ciudad partida en dos a los pies, el horizonte que se dibuja hoy parece el mismo que había hace ochenta años, y el mismo que había hace treinta. Pero no así la plaza de lápidas destruidas que queda detrás, en la umbría. Tras años de esperanza y bienestar socialista, su vida ha transcurrido por periodos de guerra fraternal azuzada por los intereses del poder, y una presunta paz construida sobre el infértil sustrato de desigualdad y crisis infinita que deja el neoliberalismo. Nacionalismo y neoliberalismo: un abono perfecto sobre el que han germinado y crecido con fuerza nuevos modelos de fascismo que hoy actúan cómodamente y acumulan poder en toda Europa. Parece que solo unos pocos quieren evitar la repetición, la farsa.