Arte
María Gainza: supongamos que así sucedió el arte

En su recién publicada retrospectiva laboral, María Gainza hace uso del don de la teletransportación para llevarnos a visitas guiadas por obras, personajes y galerías. Paseos aptos para novatos de las artes plásticas y que plantean preguntas punzantes para los ya adeptos.
María Gainza
María Gainza. Foto de Rosana Schoijett.
16 abr 2021 06:00

Igual que reclamamos una medicina basada en las narrativas, es imprescindible una historia del arte basada en lo experiencial, porque las narrativas —enteras, rotas, pegadas— se han construido siempre a través de cualquier forma de arte; y aquí hablamos de las reconocidas y las que están por reconocer. Como la escritura de artículos críticos de María Gainza, corresponsal argentina de The New York Times y ArtNews, obras que ahora se condensan en Una vida crítica (Clave Intelectual, 2020); un compendio de reflexiones en torno a las figuras de artistas argentinos como Liliana Maresca, Alejandro Kuropatwa, el crítico del puro Jorge Romero Brest o la vida hecha efigie Sergio Avello.

María Gainza, en su recién publicada retrospectiva laboral, hace uso del don de la teletransportación para llevarnos a visitas guiadas por obras, personajes y galerías. Paseos aptos para novatos de las artes plásticas y que plantean preguntas punzantes para los ya adeptos. Como cita el artista Carlos Huffmann en estas páginas, quizás en estas páginas sea más importante la discusión humana que las diferencias estéticas. Aprovechamos para sentarnos a discutirlas con ella, como si se tratara no de una crítica, sino de una artista más. Cada una de lo suyo.

Dices de Federico Peralta que sabía que “la única intervención personal posible en una obra era la elección”, haciendo referencia a las acciones de Alberto Greco que, en 1963, salió a elegir y firmar obras por las calles de París. ¿A qué se deben tus elecciones? ¿Qué te hace querer escribir?
No tengo la menor idea. Son elecciones involuntarias que suceden sin que yo las maneje. Algo me toma la cabeza y eso decide por mí. Por lo general, hasta que no escribo sobre esa obra o ese artista, la cosa me persigue. Una vez que escribo, me olvido por completo. Es como si al hacerlo, drenara la obsesión.

Todo el arte, sea el género que sea, está guiado por búsquedas similares, por eso me resulta natural ponerme en los zapatos del otro

Entender y empatizar con los artistas, ¿te resulta fácil? ¿tienes herramientas concretas para hacerlo?
Supongo que entiendo y empatizo porque escribir no es muy distinto a ser artista. El escritor, como el pintor, lucha contra las mismas adversidades salvo que con materiales distintos. Pero los resortes que mueven a ambos son parecidos. Todo el arte, sea el género que sea, está guiado por búsquedas similares, por eso me resulta natural ponerme en los zapatos del otro.

Escribiendo sobre retrospectivas de artistas se vuelve sobre lo antiguo con una mirada —quizás— nueva, ¿cómo te sientes con esta retrospectiva de tus artículos? ¿Los ves pasado o aún parte de tu presente?
Esta nueva edición incorpora artículos que he escrito hace relativamente poco, textos para libros o catálogos donde al verme liberada del corsé del diario, pude jugar un poco más con las formas clásicas. Cosas sencillas como el uso de la primera persona, que en el diario estaba reservada solo a los grandes tiburones, una vez afuera del diario, una mojarrita como yo, se dio el gusto de usarla.

No soy de las personas que quiere especialmente a su obra. Digamos que me cae bien como una tía solterona a quien uno aprecia porque se ha animado a hacer su camino sin seguir mandato familiar

¿Hay alguna que recuerdes con especial cariño o eres de las que quieres a todas tus obras por igual porque has sabido contextualizarlas?
No soy de las personas que quiere especialmente a su obra. Digamos que me cae bien como una tía solterona a quien uno aprecia porque se ha animado a hacer su camino sin seguir mandato familiar. Pero incluso como esa tía, al cabo de un rato, mis textos se me hacen pesados: escucho siempre la misma voz, detecto los tics, las debilidades, veo todas las pelusas en el zapato. Por eso trato de no releerlos salvo fuerza mayor.

¿Te cansaste alguna vez de tener que leer entre líneas y ver algo bueno en todo lo que analizabas? Porque pareces una crítica justa, siempre dispuesta a encontrar algo de valor allí donde sea que mires. Dices que fuiste una crítica de arte insegura en tus calificaciones. Realmente calificar es un ejercicio extraño.
Yo no veo mis textos como críticas. Nunca los llamo así, para mí eran artículos, notas. Hay una diferencia enorme entre esos géneros. De hecho, el título del libro y mi posfacio se toman la palabra “crítica” un poco a la ligera. Mi argumento principal es que no tengo a mi propio criterio de gusto en tan alta estima como para aniquilar a un artista. Segundo, no tengo formación suficiente para bajar o subir el pulgar. Tercero, no creo que una obra sea buena o mala, esas son varas que no uso. Las cosas a mí me gustan o no. De todas formas, quedaron fuera del libro textos de menor entusiasmo, pensá que estuve diez años haciendo ese trabajo. En ese sentido, el efecto de leer notas recopiladas puede ser engañoso. Pero si buscás críticas a la manera de Robert Hughes, eso no es lo mío.

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En tu novela La luz negra (Anagrama, 2018) apuntas que en el puntillismo de los historiadores, con sus fechas y datos, se olvidan de otras muchas cosas, ¿cuáles?
Los historiadores a los que yo me refiero, que no son todos por supuesto, se olvidan de escribir. Cuando lo hacen es en ese tono beige de empapelado de consultorio de dentista que es exasperante.

¿Cómo sucedió en tu cabeza el paso de escribir artículos a escribir novelas?
No es que uno le dio lugar al otro, así se ve tal vez de la puerta para afuera. Pero desde chica escribí ficción. El periodismo era mi trabajo, lo otro, mi diversión, pero me costaba sostener las dos actividades a la vez porque tengo un caudal de energía bajo, soy como un géiser que a veces entra en actividad y otras, queda en reposo. Un día, el padre de mi hija me dijo: “Dedícate un año a terminar tu libro, yo me encargo de la plata”. Es decir, el paso fue económico.

Una exposición de Max Gómez Canle te devolvió la fe en el arte plástico, ¿qué te la está devolviendo últimamente?
Como a Madame de Sévigné, lo único que me reconforta es mi hija.

Si hicieran, como hiciste tú con Sergio Avello y en La luz negra con La Negra, una reconstrucción de tu historia a través de otros testimonios, ¿a quién deberían sí o sí preguntar?
Sería una lista larga porque he dado muchas vueltas desde la cuna hasta acá, pero sobre todo sería un relato soporífero: a diferencia de Avello o de La Negra, llevo una vida monótona y sin mayores sobresaltos.

Y si el paisaje es un estado mental, ¿cuál te describiría ahora?
Te diría que hoy mi mente se parece a manglar con suelo fangoso, árboles de raíces enormes y misteriosos reservorios de agua salada. Cangrejos, garzas, lombrices andan por ahí. La única manera de sobrevivir estos días es creándome un paisaje mental que oxigene.

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