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Medios de comunicación
María Moreno: “Reivindico el derecho a un lenguaje de goce, y eso no es nada periodístico”
Transformar el gueto en territorio y hacer que los periódicos sean espacios para abrir debates son dos guías que han forjado el camino de María Moreno, autora argentina que cree que la lengua que denuncia también puede gozar.
Dice que se llama María Moreno. Pero no. También afirma que no se considera “demasiado” periodista, aunque ha firmado artículos y crónicas durante los últimos 40 años en numerosas cabeceras argentinas, muchas de las cuales también estaban dirigidas por ella. Reconoce que le ha interesado siempre “una intervención crítica” en el periódico, obviando lo ‘importante’, aquello que ocupa portadas, titulares y primeras páginas, y centrándose en objetos quizá nimios para sacarles el jugo político en textos que pretendían abrir espacios para el debate sobre preocupaciones feministas. También asegura que escribir le resulta inevitable, una droga que posiblemente le haya salvado de adicciones más peligrosas.
Bastante desconocida en España, María Moreno acaba de ver publicados por la editorial Random House dos títulos que pueden aliviar esa ausencia, ya en parte paliada por Black out, que en 2016 hizo que se empezase a hablar de ella por estas latitudes. En Banco a la sombra viaja por numerosas ciudades y sus plazas, aunque nunca haya estado en ellas sino que las reconstruye a partir de lecturas, y en Panfleto se recopilan textos suyos escritos desde mediados de los años 80 en los que se leen interesantes reflexiones en la encrucijada entre literatura, feminismo y erotismo. Valgan dos frases como ejemplo: “La política sexual pasó de la megacama utópica a la lucha por subsidios en el campus universitario” y “La revolución sexual fue el totalitarismo del otro; la pornografía nos permite nuestra escena favorita liberándonos de tener que acordar con ‘él’ o ‘ella’ para poder gozarla”. Hoy se escandaliza, es un decir, por la ingenuidad que encuentra en algunas de esas páginas y también por excesos retóricos.
Como resumen, María Moreno explica que todo lo que escribe es un cuestionamiento de la identidad, hasta el punto de que su nombre no es su nombre.
Dicen que, en realidad, María Moreno no es María Moreno.
Ya soy María Moreno, me encarné en ella. Mi nombre es María Cristina Forero, según el documento. Durante algún tiempo, cuando hacía crítica literaria en el diario La Opinión, firmaba así y no sé por qué suponía que era el género más alto. Después me contrataron en una revista que pretendía tener el modelo de Playboy, bastante esteticista. No asumía mucho ese trabajo y empecé a firmar como María Moreno, con mi primer nombre y el apellido de quien fue mi marido un periodo. La revista quería imponer un modelo aristocrático y esa firma me parecía perfecto para ello. Después me fui quedando con el nombre, quizá para lo que yo creía que era de alta cultura literaria. Pero tengo otros heterónimos, he usado uno para la opinión de una anciana jubilada pero querellante; tuve también el de un hombre antifeminista paradójico, se llamaba Juan González Carvalho; después otro punk, Suzi Kawasaki, que creo que delataba que quería pasar a lo literario, hasta entonces solo hacía periodismo, no tenía libros. Me parece que, a través de la construcción de personajes, indicaba un deseo de pasar a la ficción, aunque nunca hice ficción, por otro lado.
Dices que te ha provocado escándalo leer algunas de las cosas que escribiste en los artículos de hace más de 30 años que aparecen ahora recopilados en Panfleto. ¿Es sano ese escándalo?
Es la distancia que tomás con respecto a un pensamiento que ya no tenés. La facilidad con la que decía “la mujer”, así con un tono esencialista, que en realidad, si reconstruyes el contexto, era una cierta burla a la frase de Lacan que circulaba mucho que decía “la mujer no existe”. Usaba “la mujer” para, finalmente, discutir irónicamente con algunos supuestos del imperativo psicoanalítico.
Me escandaliza en el sentido de la ingenuidad que puedo encontrar en algunos textos o quizá los excesos retóricos, no uso ahora tanto la enumeración caótica infinita, hay excesos barrocos que no cometería ahora. Es escándalo y desconocimiento, como si fuese la obra de otro en la que no te reconoces. También me escandaliza la insistencia en algunos textos, me releía y preguntaba por qué no dije esto, y lo decía a continuación, es un poco patético ver que no hay un movimiento de corte en la propia vida literaria.
¿Es como un espejo o ya no te reconoces en esos textos?
En principio, ya María Moreno me genera una distancia, es como si operara sobre un personaje. No diría “yo, María Moreno”, es como si yo muevo a María Moreno. Me quedé sin nombre porque tampoco diría “yo, Cristina Forero”. Alguien dice “Cristina” por la calle y no me doy la vuelta, lo hago con “María”. En los porteros eléctricos vacilo, no sé cuál nombre usar. Todo lo que escribo es un cuestionamiento de la identidad, en general.
El primer libro, El affair Skeffington [publicado en 1992], lo considero en el fondo una cierta forma de autobiografía apócrifa, con una ardua investigación sobre el movimiento modernista de mujeres de París, y todo es verdadero menos el personaje, la poeta norteamericana con dos nombres que tiene relaciones con mujeres y con varones, se traviste con ropa proletaria. Siempre está torciendo la idea de las identidades que estaban en juego y se asumían. Es lo mismo que escribo: no es novela, no es autobiografía, pero es todo eso. En ese primer libro también hay poesía, que jamás volví a escribir poesía.
El máximo poder femenino es que un hombre jamás sabrá si una mujer goza o no. Por más que ellos necesitan creer en las señales emitidas, siempre será un misterio
“Las mujeres escriben sobre erotismo oscilando entre la tentación de excitar y el riesgo de ser arrancadas de sí mismas”. Es una frase de un texto de 1988, ¿crees que sigue vigente?
Es difícil reconocerse en las frases escritas hace tiempo y que, además, eran un efecto retórico más que una verdad. Esa frase es del artículo sobre Anaïs Nin y me parece que en ella marcaba un goce pedagógico. Ella le responde al voyeur que le escribe pidiéndole cuentos eróticos que el deseo se compone de viajes, malos entendidos, hace toda una enumeración casi tratando de ejercer sobre él una enseñanza. A su vez, se puede pensar que eso es mentira, algo arbitrario, es más, no sé si ella no intentaba excitarlo con esa enumeración, llevarlo a otra manera de gozar.
El máximo poder femenino es que un hombre jamás sabrá si una mujer goza o no. Por más que ellos necesitan creer en las señales emitidas, siempre será un misterio.
En ese mismo texto se lee que “hablar de literatura femenina es hablar de erotismo”. ¿Sigues pensándolo?
Puede que la frase esté mal formulada. Es más bien que la literatura femenina se lee como erotismo. Al menos, por la experiencia de mis amigos lectores, leen como voyeurs, como si estuvieran espiando un universo que erotizan rápidamente. O si no, no les gusta, no leen literatura de mujeres si no está ese aspecto donde imaginan poder espiar algo de un goce al que quieren acceder. En realidad, la frase tiene que ver con cómo se lee a las mujeres.
En otro de los artículos considerabas que la revolución sexual ocurrió cuando el marqués de Sade escribía Los 120 días de Sodoma encerrado en la mazmorra de la Bastilla. ¿Por qué la sitúas en ese momento?
Eso es una broma, tomando ciertos textos sociológicos que suponen que la revolución sexual es muy reciente, de los años 60, pero en realidad hay muchos antecedentes de libros libertinos. Edward Shorter, en El nacimiento de la familia moderna, plantea que la primera revolución realmente sexual fue cuando se pasa del casamiento por linaje al casamiento por amor, por elección. Y él lo considera un momento más revolucionario que el acceso a una sexualidad más abierta, que sería la que propone la revolución sexual.
En la izquierda todavía no hay una apertura hacia articular política y deseo. Quizá aparece ahora en los nuevos feminismos, que son transfeministas y pretenden cambiar justamente los vínculos, la vida de los afectos, junto con el cuestionamiento absoluto del capitalismo
¿Qué tiene de sexual una revolución?
Todo, pero la articulación entre política y deseo no se ha establecido. La izquierda ha sido siempre moralista. Hay algunos casos. Hay un poeta argentino, Néstor Perlongher, que pertenecía al trotskismo y empezó a hacer una articulación entre revolución sexual y revolución. Diría que en la izquierda todavía no hay una apertura hacia articular eso, política y deseo. Quizá aparece ahora en los nuevos feminismos, que son transfeministas y pretenden cambiar justamente los vínculos, la vida de los afectos, junto con el cuestionamiento absoluto del capitalismo. En Argentina, el Ni una menos es transfeminista, antimacrista y su idea de la feminidad no es biologista. Hay un retorno al biologismo, también, como hay una insistencia en un sector en el punitivismo. Ese es el debate actual. Pero creo que hay bastante esperanza en un sentido concreto de obtención de derechos con el gobierno de Alberto Fernández, en lo que se refiere al aborto legal.
Justamente, los artículos más recientes incluidos en Panfleto tratan de la despenalización del aborto y también del movimiento Ni una menos.
Sí, eso es un corte en el libro porque ahí renuncio al estilo, a los excesos de estilo. También hablo del femicidio como un fenómeno que ha aumentado, aunque la pregunta es si lo ha hecho o es un cambio en cómo se califica y cómo se registra. Yo creo que ha aumentado. Según la teórica Rita Segato, hay un aumento por cierto estado del capitalismo, el femicidio como cierto ritual de cohesión de mafias y de grupos informales con un pie en el Estado.
Feminismos
Rita Segato: “La violación es un crimen expresivo”
Rita Laura Segato es una escritora, antropóloga y activista feminista argentina residente en Brasilia, habla sobre feminismos y machismos.
En 1984 participaste en la fundación de la revista Alfonsina. ¿Cómo fue?
Sí, la dirigí, y dirigí otras muchas. Creo que mi tarea fundamental ha sido la de editora y lo que me enorgullece es haber abierto espacios para los debates sobre feminismo. En el diario El Tiempo, que fue muy inmediato al ascenso de Alfonsín, el encargo era hacer moda, cocina, belleza, y creo que hubo una cierta treta del débil para conseguir que se transformara en un lugar de debate. Transformar, como digo siempre, el gueto en territorio. Después, en revistas de izquierda como Fin de siglo tenía una sección que se llamaba La cautiva; luego La mujer pública en Babel, que era una revista literaria; y Mujer, en un diario que pertenecía al Partido Comunista en alianza con un sector de exmontoneros.
Pero a menudo eran espacios aislados puesto que no se relacionaban ni tenían que ver con el resto de contenidos de los diarios. Me llegó a pasar que publicaba artículos sobre los debates feministas del momento y al lado tener apologías de la violación. A menudo eran espacios estancos que se decidían como un garante de progresismo, no como una transformación del medio. La ideología feminista, entre comillas, no atravesaba todo el resto del medio.
Está muy ligado también al mercado porque evidentemente hay mercado ahí y, a veces, ha sido una picaresca que se podía ejercer: aprovechar el mercado para introducir espacios de debate político.
¿Por qué es necesario que existan medios de comunicación de mujeres?
Porque si no, siempre hay algo más importante y se acaba diluyendo. Hay que pensar que en Argentina el feminismo se acerca muy tardíamente al tema de los Derechos Humanos y tiene especificidades.
Por un lado, cuando Evita otorga el sufragio, las feministas están en contra porque pertenecen al modelo liberal o de izquierdas y consideran que el voto no se puede recibir de un gobierno de facto. Marisa Navarro considera que eso fue un gran error del feminismo.
Después, el auge extremo de la psicología, donde un montón de mujeres obtienen una cierta independencia y autonomía, incluso pueden trabajar en su propio hogar, y a su vez ejercen cierto poder a través del consultorio sobre la familia y cierta regulación moral sobre formas de vivir.
También el tema de las Madres de la Plaza de Mayo, que son la fuerza más radical y no son feministas. Incluso una feminista liberal llegó a escribir una carta a Hebe de Bonafini reprochándole que no fueran feministas.
La articulación en grupos de feminismo de izquierda fue tardía. En principio, pertenece a mujeres liberales, a lo sumo después radicales ligadas al alfonsinismo. En Ni una menos sí son de colectivos de izquierda.
En la revista Alfonsina hiciste escribir a autores como Alberto Laiseca, Eduardo Grüner, Rodolfo Fogwill o Martín Caparrós, firmando con nombres de mujer. ¿No había escritoras que lo pudieran hacer?
No era fácil encontrarlas. Había feministas aisladas pero no escribían, eran activistas pero no escribían. Yo quería hacer un medio que no fuera elitista, que tuviera cierto efecto. Por supuesto había mujeres, estaban Moira Soto, Mabel Bellucci, Sara Facio. Era una revista heterogénea, un lugar plural sin una identidad marcada de izquierdas.
Me escribían muchas expresas políticas y exiliadas que se sentían identificadas con la revista. Eso es un orgullo para mí. Fue muy difícil convencer de que no era una revista femenina, era impensable en ese momento que no se la identificara con una variante progresista de Maribel, Vosotras,...
Me pareció interesante eso, primero eran amigos míos y me pareció interesante que renunciaran a sus nombres propios. También tenía algo de ficción. Con Fogwill pactamos que iba a hacer de una mujer de derechas antiaborto, María de la Cruz Estevez, con unas argumentaciones muy grotescas.
Fue muy criticado por el feminismo esto de que no hubiera un cuerpo verdadero de mujer detrás de esos nombres. Por supuesto, hubo algunos como Caparrós, que había vivido aquí y esto es importante, y tendía a poner en juego políticas feministas que había aprendido aquí.
¿Cómo era Argentina entonces, tras la dictadura militar?
Yo me fui izquierdizando. Pertenecía medio solitariamente a una posición de izquierda cultural, no era hippy sino más bien beatnik. No milité en su momento, tenía posiciones críticas con la militancia armada. No con la violencia, esa frase que se decía de “la violencia de abajo es justicia” la tenía asimilada totalmente, como lo estaba en muchos espacios no militantes.
Después trabajaste en El Tiempo. ¿Tiene relación con El Tiempo Argentino, el medio autogestionado en la actualidad por sus trabajadores?
No, tomaron el nombre, no tiene nada que ver, no tomaron ninguna tradición de ese diario que no era de izquierda, pretendía competir con La Nación. El Tiempo acabó con una toma del diario, cuando se fugaron los patrones en 1986, que fue muy interesante como experiencia pero no se pudo continuar.
No diría que el periodismo comparte esa postura opositora de la crónica. No existe el periodismo independiente, de ninguna manera, y menos su función
¿Qué función debe cumplir el periodismo?
No sé. No me considero demasiado periodista. Utilizo el género crónica, que sí, está politizado. Según la definición de Carlos Monsiváis, es un espacio que permite no ceder a la noticia como mercancía, permite mayor análisis. Y diría que tiene una posición democrática por tradición. El cronista popular es de democrático a de izquierda. Hay una posición en la crónica de ponerse del lado de los refundidos de la tierra. Me interesa esa postura, de antemano política, de la crónica. Pero no diría que el periodismo comparte esa postura opositora de la crónica. No existe el periodismo independiente, de ninguna manera, y menos su función. ¿Función de justicia? Si pensamos en el gran cronista Rodolfo Walsh, el periodismo podría ser ejercer otro tipo de justicia, contra la oficial, podría ser. Pero no es periodismo.
¿Por qué se escribe?
Cada uno puede dar una respuesta diferente. Para mí, leer y escribir siempre han sido equivalentes a lo inevitable, como una droga que quizá me salvó de otras adicciones más pesadas. Es inevitable para mí escribir, pero siempre me parece que me interesa una intervención crítica, aunque no metiéndome en lo que importa en la parte de delante del diario. Siempre tomando objetos quizá nimios y sacándoles el jugo político.
¿Y para qué se escribe?
No le veo una función utilitaria, pero en mi caso sí hay una intención de intervención política. En principio, lo que hago, con el eje en el estilo, lo que reivindico es el derecho a un lenguaje de goce, y eso no es nada periodístico. Por eso siempre pongo de ejemplo a Néstor Perlongher, que puede escribir textos de gran crítica, tocando el tema trágico de la dictadura, y puede mantener un lenguaje barroco.
Cuando retornan los exiliados, y hay muchos periodistas exiliados, le dan a la crónica un tono de duelo, como si la lengua se tuviera que volver aséptica, austera, como si no se pudiera gozar. Y hay otra tradición, la de Pedro Lemebel, donde no se perdió el modernismo, que pregunta si puede gozar la lengua que denuncia, si puede haber excesos retóricos mientras se denuncia. Yo creo que sí.
En Argentina tenemos la marca borgiana, que es puritana, que dicta austeridad, ese axioma de que es mejor decirlo con pocas palabras. ¿Por qué? Yo uso todas las palabras que puedo [risas].
¿Leyéndola se puede conocer a la persona que hay detrás de María Moreno?
A la ficción que monté de ella, sin duda. No hay una María Moreno detrás que sería la auténtica. Se puede conocer, pero se puede conocer lo que quiero. Ahora, seguramente doy a conocer lo que no esperaba dar a conocer.
¿Cuánto tiene la escritura de acción personal y cuánto de acción colectiva?
No podemos separar ambas cosas. Cuando escribo es una acción personal, pero a su vez soy producto de un montón de voces. No hay una voluntad independiente, no creo en esas fórmulas de “yo soy mía”, “mi propia voz”, estoy hablada por un montón de voces de las que no puedo dar cuenta.
No trabajo colectivamente, no milito, lo que escribo no es producto de un colectivo, pero me parece que lo que leo, que a menudo es producto de textos colectivos, me atraviesa totalmente.
¿Es escribir una manera de estar en soledad o de no estarlo?
A estas alturas, mi soledad está llena de fantasmas y creo que mis amigos, mi pandilla de escritores muertos precozmente, están todo el tiempo conmigo, puedo tener diálogos imaginarios permanentes con ellos. Es una soledad muy habitada, casi diría un conventillo, un edificio popular de principios de siglo de pobres, donde viven las familias por cuartos. Es como si tuviera un bar en mi memoria. Escribo para entender ciertas prácticas mías, a su vez eso marca las próximas. Por eso no hago ficción y difícilmente la vaya a hacer.
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