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Análisis
Goodbye, Angela
El año 2021 no ha sido bueno para Alemania. El sistema de salud alemán, al que se le supone la misma solidez que al propio estado federal alemán, saltó por los aires desbordado en enero por el número de casos de Coronavirus. El golpe al sentimiento de superioridad alemán no habría sido tan profundo de no ser porque en las primeras oleadas europeas de la pandemia, ese mismo sistema de salud alemán fue puesto, quizá más aún en el resto del mundo que en la propia Alemania, como ejemplo ante Europa y ante el mundo. Cómo consecuencia del desborde del sistema sanitario, Alemania tuvo que decretar uno de los encierros más rigurosos de toda Europa, con cierre generalizado de establecimientos comerciales durante seis meses.
Estos parones han traído una caída del PIB Alemán del 6,5% en 2020 muy superior a la prevista y, desde luego, muy lejos del crecimiento positivo de China. País que ha pasado de la categoría de “amenaza” a la de “vencedora indiscutida” lo suficientemente rápido para que una Alemania, y una Europa, lenta de reflejos, sólo vayan asumiendo esta realidad de decadencia social, económica y política poco a poco, con los consiguientes desengaños por el camino.
Es obvio que 2021 no ha sido un año bueno para casi nadie. Pero, desde una óptica de ciclo histórico medio, el que la situación socioeconómica extrema que se ha vivido durante los meses de pandemia sea compartida por toda la UE y gran parte del mundo, es un consuelo a medias para Alemania. Desde la reunificación alemana en 1991 y los acuerdos de Maastricht en 1992, Alemania quedaba ungida definitivamente como soporte material de la Unión Europea, y en virtud de esa condición, quedaba como gran supervisora de los dos grandes experimentos de la economía política continental reciente: el Euro y el Banco Central Europeo. Más tarde, en el cambio de siglo, el gobierno roji-verde de Gerhard Schröder, con su famosa Agenda 2000-Hartz IV, volvió a confirmar los parámetros inamovibles desde la creación de la RFA: mercantilismo exportador de cara al exterior y un férreo sistema corporativista de gestión del trabajo de cara al interior.
Ha sido por intermedio de los grandes sindicatos alemanes que la economía alemana ha generado una buena cantidad de empleos de baja remuneración
También desde los tiempos fundacionales de la RFA como parte de la naciente Comunidad Económica Europea, la equiparación de las condiciones de los trabajadores del resto de países quedaba completamente fuera de las responsabilidades alemanas, cuyas autoridades económicas siempre hablaron de una división continental del trabajo como modelo de integración continental. Eufemismo este apenas disimulado, para defender la permanencia estructural de las desigualdades en el continente a través del mantenimiento de los poderes formales, no así de los materiales, de los estados-nación. Siendo, a medida que se ampliaba la Unión Europea, el eje norte-sur el vertebrador de estas desigualdades, que progresivamente han ido decantándose en una relación estructural deudor-acreedor.
La inclusión de los sindicatos como cogestores de este modelo es casi total. El estado directamente a través de las múltiples regulaciones welfaristas, o por intermedio de los sindicatos compensaba, directa o indirectamente, la permanente contención de los salarios de los trabajadores alemanes, necesaria para que la producción industrial alemana siguiera siendo competitiva por precios en los mercados globales. Ha sido por intermedio de los grandes sindicatos alemanes que la economía alemana ha generado una buena cantidad de empleos de baja remuneración procedentes del despiece y la reclasificación del empleo existente, antes que del crecimiento agregado de la demanda de fuerza de trabajo.
Un mercado de la vivienda bastante controlado dentro de lo que es costumbre en el capitalismo financiero actual terminaba de pintar un panorama en el que el estancamiento salarial y la falta de demanda interna se compensaba por medio de intervenciones o regulaciones estatales que devolvían poder adquisitivo real a la economía salarial alemana hasta mantenerlo por encima de la línea de pobreza pero manteniendo el mandato estricto de control de los costes laborales. Algo que ha quedado visiblemente en evidencia en el desborde del sistema sanitario alemán por los casos de coronavirus. Los hospitales de Alemania tenían las más altas ratios de capital pero, por los límites de este modelo, no tenían personal suficiente para operar esas instalaciones.
Una vez más, no se puede separar la suerte de Alemania de la del resto de la Eurozona. Este modelo de contención permanente de la crisis social depende, en términos financieros, de la financiación abundante del estado alemán mediante el bund. Los bonos del Estado alemán que han sido sinónimo de seguridad en los mercados financieros globales desde la puesta en marcha de la moneda única. Intereses “propiamente” políticos aparte, la agresiva gestión alemana de la crisis de la eurozona de 2008 tiene mucho que ver, precisamente, con el mantenimiento de la financiación comparativamente más barata de los aparatos estatales de Alemania, y los países del norte de Europa.
Visto desde la óptica geopolítica histórica, la cabalgada de Merkel, Schäuble y Draghi sobre Grecia fue el primer corte en el hilo, hoy casi roto del todo, entre el neoliberalismo atlántico y el continental
En la lógica de la política alemana de la eurozona, no marcar la jerarquía alemana sobre el resto de países de la unión le hubiera costado una fuerte crisis interna al aumentar las primas de riesgo sobre el bund y estrangular de origen la viabilidad de la tupida gobernanza alemana de la que depende la extensión social y territorial del modelo de contención activa de los costes más evidentes del acoplamiento de la sociedad alemana al modelo exportador.
Con la ayuda inestimable del corralito en euros que decretó Mario Draghi, Alemania aplastó al gobierno de Syriza en Grecia para no dejar duda alguna al resto del continente y del mundo de quién y cómo gobierna la eurozona. El coste de ese furor disciplinario alemán ha sido alto: en primer lugar le valió un encontronazo serio con su gran valedor los Estados Unidos, que no entendieron la frontalidad del ataque a un aliado histórico en el Mediterráneo oriental. Y para seguir, el castigo visible a Grecia y las consecuencias para los países del flanco sur, Irlanda incluida, del régimen de austeridad impuesto por Alemania, fue uno de los condicionantes del resultado del referéndum sobre el Brexit. Visto desde la óptica geopolítica histórica, la cabalgada de Merkel, Schäuble y Draghi sobre Grecia fue el primer corte en el hilo, hoy casi roto del todo, entre el neoliberalismo atlántico y el continental.
Alemania se ha ido viendo obligada, en ningún caso antes de creer asegurada la estabilidad de España, con el gobierno de Mariano Rajoy, a matizar progresivamente este modelo “Ellos o Nosotros”. La aprobación de Next Generation Europe, con toda la fanfarria de marketing político de la que son capaces tanto los estados miembros como la Comisión Europea, ha sellado la imagen de tregua alemana con su presidenta saliente trocada en una suerte de mamá Merkel preocupada por sus polluelos del sur, a los que casi estrangula por su propio bien hace no tantos años.
¿Qué ha fallado entonces en esta ocasión? Básicamente, que la pandemia ha sido un acelerador de varias tendencias, de las que se suelen llamar “de fondo”, que llevaban décadas fraguándose lentamente. Desde el punto de vista económico, la concentración de la producción capitalista en China y, más en general, el desplazamiento del poder económico no financiero a Asia, ha sido fulminante. La dependencia alemana de las exportaciones a China se ha disparado en 2020 y lo que llevamos de 2021. La parte emergente de estas exportaciones corresponde a ventas de maquinaria y bienes de capital que, en última instancia, son la palanca mediante la que China va superando a Alemania en un sector productivo tras otro, haciendo uso de una capacidad tecnológica y una cualificación de la fuerza de trabajo incrementadas.
Alemania inundada
Pero donde realmente se ha producido una aceleración visible de tendencias que estaban ya bien establecidas en el discurso político alemán, y que del discurso han pasado a hacerse carne es en el campo ecológico-climático. Las insólitas inundaciones de la cuenca del Rin en julio de 2021, con unos niveles de devastación no vistos desde hace tiempo en Europa Central, han resituado totalmente la crisis climática en el centro de la política alemana. Las imágenes de las consecuencias de las inundaciones en Alemania y en la vecina Bélgica han resultado traumáticas para sus poblaciones porque, además de la virulencia de los efectos físicos sobre viviendas e infraestructuras, por primera vez en décadas se han visto imágenes de una crisis interna hasta ahora en sordina. La visión de miles de familias sin casa, alimentadas y alojadas en pabellones de asistencia social era, hasta julio de este año, algo propio de esos mismos refugiados que polarizaron la política alemana entre quienes, siempre desde la grandeza de Alemania, querían recibirles y quienes querían echarles.
La aspiración de los Verdes, lejos de proponer un nuevo modelo de sociedad y de economía, es ser a la nueva transición ecológica lo que el SPD fue al desarrollo de la industria de exportación alemana
En un país que fue pionero en las luchas ecologistas y que contó con el primer movimiento verde del mundo dispuesto a aceptar plenamente el envite político, difícilmente se puede hablar de una aparición de la ecología política. Si no más bien de una reaparición, esta vez, más por la vía de la experiencia directa que por la concienciación. Sin embargo, esta vuelta de la ecología al menú político alemán está lejos de reanimar automáticamente el activismo ecologista al estilo de los años ochenta. Los Verdes, el partido que capitaliza lo que fue el movimiento ecologista alemán está perfectamente integrado en el engranaje institucional alemán. A día de hoy, Los Verdes gobiernan en coalición con la CDU de Merkel el Länder de Baden-Wurtemberg y son socios de gobierno en otros nueve länder.
Alemania
Veinticinco años de Los Verdes/Alianza 90
El 14 de mayo, Los Verdes cumplen 25 años como resultado de la fusión con Bündnis 90, una alianza de partidos de la Alemania oriental con la defensa de los derechos civiles como denominador común. El partido, que celebrará este aniversario con discreción, recuerda unos orígenes que muy poco tienen que ver con la actualidad.
La aspiración de los Verdes, lejos de proponer un nuevo modelo de sociedad y de economía, es ser a la nueva transición ecológica lo que el SPD fue al desarrollo de la industria de exportación alemana: asumir los poderes delegados para la extensión, certificación y redirección del modelo económico. Aún así Los Verdes vuelven a ser la amenaza para los conglomerados financiero-industriales alemanes y, de rebote, para el régimen político que se ha construido para sostenerlos. Lo son esta vez en un sentido capitalista, y no anticapitalista como en sus orígenes, cosa que lejos de tranquilizar a las élites económicas alemanas les asusta aún más.
Por primera vez en tiempo, la sociedad alemana parece progresivamente atenazada, no sólo por las presiones competitivas externas, sino por las contradicciones internas. En un momento en que no hay un solo sector de la oligarquía capitalista europea —cada vez más incrustada en los aparatos de estado para su supervivencia— que quiera ver ni la competencia ni el libre mercado, los verdes prometen una transición hacia un modelo productivo verde en el que la actual estructura del modelo alemán no permite pensar en desarrollar ventajas competitivas sólidas que mantengan el superávit comercial alemán, piedra de toque de todo el modelo desde el punto de vista económico.
La oposición verde al gaseoducto ruso Nord Stream 2, al que Estados Unidos ya ha dado su bendición, en plena crisis de precios del gas en Europa, por considerarlo, no sin razones, el Caballo de Troya político de Putin, es un buen ejemplo de esta contradicción. Los altos ideales civilizatorios y morales que Alemania cree emitir hacia el mundo —no comprar combustible fósil a un autócrata— chocan con un modelo social, económico y político que de puro sólido ha perdido toda capacidad dinámica —evitar como sea que una subida del precio de la energía traiga hiperinflación, y el modelo se derrumbe—. Sólo así se explica el curioso fenómeno demoscópico de que el cambio climático sea el tema que los alemanes dicen que les preocupa más en las elecciones del 26 de septiembre y que el apoyo a la construcción de Nord Stream 2 sea del 66% según una encuesta reciente.
Desde estas grietas se pueden leer fácilmente tanto las elecciones del 26 de septiembre como el culto a la saliente Merkel. Si bien es innegable que frente al marketing electoral circense permanente de la política del sur, incluyendo la deriva de Emmanuel Macron hacia la exacerbación de una grandeur republicana de opereta, la política alemana tiene restos de una política con capacidad real de influencia. Pero, quizá precisamente por eso, el modelo alemán implica una cuadriculación casi absoluta de los espacios y grupos sociales por parte del Estado y sus múltiples figuras delegadas. Si la sociedad civil alemana quisiera emprender una vía política medianamente autónoma del Estado no sabría como. El crecimiento en Alemania de esa forma de malestar absolutamente desorientada en su expresión que son los anti-vacunas viene a demostrar esa misma incapacidad de impugnación y acción medianamente autónoma. El resultado es un modelo político de absolutismo centrista. Y quien concentra la imagen de ese centrismo absoluto es Angela Merkel.
En realidad el resultado concreto del 26 de septiembre sin ser del todo irrelevante, no es lo más importante, porque las posibilidades de una grosse koalition gargantuesca con todos los partidos del arco involucrados directa o indirectamente en ella es bastante alta. El fenómeno a seguir es precisamente el desarrollo de estas brechas económicas y sociales alemanas, aún incipientes pero con raíz en las profundidades del modelo alemán, envidia del mundo desde los años cincuenta. De momento, Alemania, como toda la Europa central y buena parte de la del sur, aspira a que como a la protagonista de Goodbye Lenin, la icónica película sobre la caída de la RDA, se les oculte lo mejor posible que Merkel, y con ella los buenos tiempos, ya no están.