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Historia
1855: la primera huelga general
Leopoldo O´Donnell, conde de Lucena y capitán general de Cuba, ha vuelto a la península con deseos de un ministerio y una grandeza de España. Sin embargo, el presidente del Real Consejo lo ve venir de lejos y no le da la parte del botín que el espadón esperaba. Ofendido, cabildea el general en las embajadas y tienta a los progresistas ofreciéndoles un cuartelazo. Y éstos se dejan tentar, por supuesto, porque una década fuera del gobierno les ha enseñado que no meterán la cuchara en el presupuesto a no ser que tiren la puerta del Consejo de Ministros abajo. Habrá pronunciamiento, concluyen, y tendrá lugar en Vicálvaro.
Apenas comienza el golpe, las tropas de O´Donnell chocan con las del presidente, Luis José Sartorius, y, entre unos pocos tiros y un par de bombas, sale el primero huyendo del ridículo y del cadalso. En su retirada cambia impresiones con el general Francisco Serrano, que le propone convertir la farsa en una comedia de Lope. El espadón duda y se retuerce, muy shakespeariano, pero al final le encarga a Antonio Cánovas del Castillo un manifiesto que saque a la chusma a la calle.
El texto recorre todos los clásicos liberales, y esta vez el pueblo sí escucha lo que se le promete. Debido a la guerra de Crimea, España exporta todo su cereal y sólo deja para el consumo interno un grano mezquino y caro. Las ciudades se toman esta jugada por la tremenda y sufren un sarpullido de barricadas. En la capital, las casonas de Sartorius, de María Cristina y del marqués de Salamanca estallan en cristales rotos y armarios desportillados. Se prenden hogueras en los patios y se asalta la cárcel del Saladero, un hormiguero abarrotado de demócratas y bandoleros.
Madrid huele al París del 48, le dicen los agoreros a Isabel II, que se agarra del brazo de Sor Patrocinio y ordena la destitución de Sartorius. Pasan las horas y nadie se ofrece al cargo. Entonces, el duque de Rivas, dramaturgo y dramático, da un paso al frente y decreta que no falte la metralla en las calles. El plomo empeora el problema, que ahora se infecta en forma de juntas de gobierno revolucionarias. Castañetea la Corte de miedo ante el motín de la Villa, y algunos ya marchan hacia la frontera forrados de joyas. Y es en ese momento en el que los progresistas se asustan e intentan meter al genio en su botella. A fin de cuentas, sólo quieren un cambio de gobierno, no de sistema. Y para obrar el embrujo llaman a Baldomero Espartero, que ya fue perdonado tiempo atrás y ahora promete no repetir sus desafueros.
El espadón, sin embargo, es caballo rengo y cojea por el lado cuartelario. Convierte el Consejo de Ministros en la banda de siempre y dispone que no falte el plomo entre el populacho. Los trabajadores de las obras públicas se soliviantan y piden una paga justa y el fin del destajo. Afrentado, el general responde con fusilería y bayonetazos. De abolir las quintas y el sufragio censitario, ningún progresista se acuerda. Y las torturas, piensa Josep Barceló, siguen siendo el pan nuestro de cada día.
Desvencijado por las golpizas, Barceló está a punto de morir apenas cumplidos los treinta. Sus alaridos salen de prisión y se replican por toda Barcelona en varias protestas obreras. En respuesta, los próceres de la ciudad le encargan a Juan Zapatero, capitán general de Cataluña, que resuelva por la vía militar el contencioso que ellos no pueden solventar con la palabra. Los trabajadores responden destruyendo las selfactinas, unos artefactos mecánicos capaces de hacer en una hora la labor de veinte manos bien adiestradas. No nos quedaremos mirando mientras nos torturan y nos roban la vida, anuncian. Y Zapatero, un hombre que confunde la democracia con un carnavalazo, se atusa su mostachón de cosaco y les advierte que no quiere ni una asociación obrera más ni una máquina menos.
Pero las mujeres, que cobran la mitad y hacen el doble turno de la fábrica y la casa, fuerzan a los hombres a rechazar el ultimátum. Se fundan entonces más sociedades de socorros mutuos, y en sus reuniones, escriben los confidentes de Zapatero, se atenta contra todo. Irritado, el capitán general le ordena a la muerte que se dé prisa con su faena, que la vida ya ha terminado la suya y está lista para entregar los despojos. Condenemos a Barceló para que sirva de escarmiento, le sugieren. Y de qué le acusamos, pregunta. De lo que tengamos más a mano, le responden. Un homicidio, sugiere su edecán. Perfecto, concluye. Y a su orden le rompen al preso los huesos sanos que le quedan en el cuerpo y lo matan sin más pruebas que las que dicta la razón de Estado.
A los pocos días de garantizarse la libertad del propietario para disponer lo que proponga, los trabajadores secundan una huelga tras otra, haciendo así la primera huelga general de la que se tiene noticia
Al crimen responde la ciudad encabritándose, y los gerifaltes de la industria esconden la porcelana y las pinturas de Madrazo. La libertad de contratación del amo es un derecho tan sagrado como el de la vida, le dicen los patrones a Zapatero, que ya se sabe al dedillo la cantinela y por eso no encuentra motivo para tanto temblor y tanta palabrería. Levanta entonces su manotón de piedra y pone fuera de la ley las asociaciones obreras. Guarden la calma, los tranquiliza, que aquí hay un militar con mando en plaza. Los próceres culebrean entre el éxtasis y la embolia, temerosos de verse apedreados en las veredas. Y, a los pocos días de garantizarse la libertad del propietario para disponer lo que proponga, los trabajadores secundan una huelga tras otra, haciendo así la primera huelga general de la que se tiene noticia.
Pisando lo desconocido, los obreros reclaman lo imposible, o eso sentencia la opinión publicada. Jornadas de diez horas, derecho a la sindicación y jurados mixtos en las empresas. Conocidas las peticiones, la sociedad de la chistera pide la devolución de la libertad a los cauces del orden. Que pare este carnaval, se chilla, que se detenga este complot contra la propiedad privada, se ruega. Las detenciones se hacen al bulto, y Espartero deja caer la misma letanía de siempre. Entonces aparece un nuevo matarife, el coronel Saravia, que dispersa en el aire de la pólvora la huelga, las barricadas y las palabras prohibidas.
Engrilletada la bestia, una comisión obrera le entrega al gobierno una relación de sus necesidades y miedos. La recoge Pascual Madoz, que la lee de un vistazo y la transmite a quien manda. De resultas de ello se cambia la legislación para acomodar algunas súplicas debidamente reescritas, y se acuerda que haya jurados que velen por las condiciones de la empresa, pero no mixtos, que es sumo escándalo hacer que la propiedad de uno sea juzgada por gentes que no poseen nada. Se autoriza asimismo limitar la jornada a diez horas para los menores de dieciochos años, pero no para los adultos, que ya son mayores para saber lo que firman. Y se acepta que los niños trabajen sólo a media jornada, pues tampoco es bueno el exceso en quien tiene que durar unos años produciendo con su miseria la riqueza de quien los manda. Del resto de peticiones, nada recuerda.
Se acepta que los niños trabajen sólo a media jornada, pues tampoco es bueno el exceso en quien tiene que durar unos años produciendo con su miseria la riqueza de quien los manda
Transmitido el mensaje, Madoz completa la tarea de Mendizábal y pone en venta los bienes de propios y baldíos. Con esta subasta se pretende liquidar la deuda de la Hacienda y liberar recursos para la industria. Privatizadas las tierras de uso común, el campo se desangrará hacia los talleres y la servidumbre doméstica en las ciudades. Los que no puedan soportarlo soñarán con revoluciones futuras y con américas donde todo es horizonte y jauja. Todo el pasado se dispersará en el aire de la modernidad y del progreso, y de allí vendrá el próximo vendaval del siglo.
Ninguna de estas ventas satisface a la chusma mujeril y plateresca que asalta los almacenes en la ciudad del Pisuerga. Al grito de mueran los especuladores, el motín se extiende por otras urbes y rompe boletas de reclutamiento y apedrea a los recaudadores de consumos. Es hora, piensa un O´Donnell espantado, de devolver a los progresistas al patio de butacas. Ya han despejado el camino con la desamortización y las leyes de ferrocarriles y sociedades anónimas, que no sabe lo que son, pero le suenan a botín de guerra. Y por eso, y porque quiere la presidencia, fuerza la dimisión de Espartero y se encarama a lo más alto.
La maniobra le arruina el café a los diputados progresistas y demócratas, que piden, sin éxito, una audiencia con Isabel II. En un arranque de pudor se encierran en el Congreso y prometen no abandonarlo nunca. Pero O´Donnell no está para zarzuelas y aplica la medicina que todo oficial tiene en botica. Bombardea el edificio y coloca la artillería en las calles en nombre de la reina. Vibra entonces Madrid con el estruendo, breve y mortífero, de los cañonazos. Después, el silencio y los muertos sobre la tierra.
El mismo desenlace le espera a Barcelona, donde los amotinados se desgañitan contra los consumos y las quintas. Las ráfagas de plomo siegan las avenidas y la ciudad responde arrojando macetas, muebles y piedras. Dos días después callan los cañones y las tropas asaltan lo que queda. Aterrados, los propietarios piden el cese de la ofensiva, aunque aprovechan para denunciar a los que mucho enredan y poco trabajan. Zapatero apunta los nombres y comunica a la Corte que se fusila lo justo y necesario. Terminada la conquista, el capitán general se pasea entre los cadáveres, que hieden como el sudor de la Historia, y le ordena a su edecán un fiel registro de la victoria. Y éste, pálido de luna muerta, escribe a vuelapluma que aquí, en necesaria batalla, se ha derrotado al más grande enemigo de España.