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Alpinismo
Olga Blázquez: “Me interesa el cuerpo lesionado como lugar de impotencia y vulnerabilidad desde el que relacionarse con el mundo”
Olga Blázquez escala, piensa y escribe. Ha publicado tres libros, y en el más reciente —Quebrantahuesos. Diario de montaña (Piedra Papel Libros, 2019)— reflexiona sobre la cotidianidad que le rodea en su convalecencia por una lesión de escalada.
Quebrantahuesos. Diario de montaña (Piedra Papel Libros, 2019) no es un cuaderno de bitácora al uso. En el que es su tercer libro, la escritora, filóloga y escaladora Olga Blázquez, a través de su inquieta mirada, disecciona la cotidianidad que le rodea en su convalecencia por una lesión de escalada. El resultado es un cajón de sastre de sorpresivos resultados.
¿Quién es Olga Blázquez en unas pocas palabras, calificativos, adjetivos o lo que se te ocurra?
¡Y yo qué sé! Me preguntas como si yo lo supiera. Eso mismo me pregunto yo, ¿quién es Olga Blázquez?
Quebrantahuesos es un diario de una escaladora lesionada entre muchas otras cosas. ¿Eres muy propensa a las lesiones? ¿Son las lesiones el principal vía crucis de los escaladores?
No soy propensa a las lesiones porque, en cuanto me duele algo, trato de aflojar el ritmo o la intensidad —”trato”, no necesariamente “consigo”—. Se pueden hacer muchas cosas en el monte. Si me duele un dedo y no puedo escalar, pues salgo a andar o a montar en bici. Es divertido entrenar el deseo para encontrar el disfrute en muchos lugares. Como dice Jordi Carmona Hurtado en su artículo para El Salto titulado “El agotamiento del deseo”, “quien desea mucho, necesita muy poco”.
Me gusta ser un poco promiscua y no casarme con nada en concreto —con excepciones, claro está, no es que yo sople a favor del viento en todos y cada uno de los aspectos de la vida—. Lo de sufrir y convertirse en mártir del rendimiento deportivo no me mola, aunque he de reconocer que me da envidia la gente que sabe profundizar a saco en una sola disciplina o tarea y adquirir un virtuosismo increíble; simplemente, sucede que yo no tengo esa paciencia, entre otras cosas, supongo.
Pero sí me interesa el cuerpo lesionado como lugar de impotencia y vulnerabilidad desde el que relacionarse con el mundo, y, más en concreto, con el mundo de la escalada, del montañismo y del alpinismo. A mí me fascinó el período en el que estuve lesionada, y no porque fuese un momento para una supuesta “auto-superación” —detesto el coaching y el pensamiento chachi del “tú puedes” y la motivación—, sino porque fue un momento en el que nadie —ni yo misma— esperaba nada en concreto de mí, y desde ese lugar-incógnita se podía respirar.
Lo que sí soy es propensa a la torpeza: la lesión de Quebrantahuesos es fruto de la torpeza, no de la sobrecarga.
¿Que si las lesiones son el vía crucis de las personas que escalan? No: el vía crucis es no contemplar la posibilidad del descanso, del reposo. El vía crucis es la inercia de no poder pensar en el descanso más que como necesario momento reproductivo para recuperarse y rendir más y mejor otro día. No, joder: habrá que arrancarle a la productividad la posibilidad de descansar para descansar. Estar a gusto y ya.
Después del accidente, ¿has vuelto a participar en alguna otra competición?
Hace dos meses, J. —hago referencia a los nombres de colegas con las iniciales porque no sé si quieren salir, no les he pedido permiso: es una forma de que estén presentes y reconocer su papel protagonista en la mayoría de las cosas que hago sin delatar sus identidades violentamente— me convenció para apuntarme a la compe que se organiza en el Roc30 antes de Navidad, Mazapán Boulder. Yo no quería porque me doy asco en las competiciones. Entro al trapo muy fácilmente y me pico y, a la vez, no me gusta nada eso de “competir”: sitúa el cuerpo en unas coordenadas muy concretas que tienen que ver con cosas que no me interesan en absoluto, como el ego y las tecnologías del “yo” y la monumentalización de un sujeto concreto, que es el que gana la competición y blablablá.
Sé que soy muy sensible a ese tipo de entorno de competición, aunque sea amateur: me afecta de muy mala manera y me vuelvo —más— estúpida —todavía—, y por eso evito participar. O, cuando participo, intento hacerlo de una forma rara, excéntrica, histriónica. Por ejemplo, en esta última competición, se proponía ir con disfraz.
Así que me disfracé de bloquera: con un montón de esparadrapo por todo el cuerpo, el cepillo reglamentario en el bolsillo para limpiar cantos y regletas, el gorrito de lana que forma parte del uniforme oficial… Un poco encarnando la imagen estereotipada —y reduccionista, obviamente— de la persona que hace boulder. Burlarse de una misma y disfrazarse de lo que se supone que ya eres siempre es un mecanismo muy guay para estar en el mundo; o, al menos, a mí me divierte. Habrá quien se ofenda, claro.
Al final, la competición fue divertida porque el ambiente era muy festivo y había amigas con las que suelo entrenar en el rocódromo… Pero, no sé. No me convence en general eso de las competiciones. En ese tipo de contextos, se hacen tan evidentes los flujos y tejemanejes de capital simbólico, que me entran náuseas.
Lo mejor que puede hacer quien escribe es escribir desde el ser consciente de que la va a cagar. No hace falta saber de antemano dónde exactamente vamos a liarla
¿Qué diferencias fundamentales encuentras entre Cartografías Nómadas y Quebrantahuesos. Diario de Montaña, independientemente de su formato (novela y diario)? ¿Hay una reflexión o mirada diferente entre ambos o se complementan?
Cartografías Nómadas supura moralina rancia por cada una de sus páginas. O es lo que me parece a mí. Tampoco es que me fustigue por eso: no me siento especialmente responsable, ni identificada, ni apegada a lo que escribo yo —sea lo que sea eso del yo— solo soy uno de los accidentes del texto.
Pero, a ver, centrémonos, que me pierdo: lo que quería decir es que no me gustan las moralejas en la escritura —no hay que confundir moral(-ina/-eja) con ética—. Creo que es imposible que no las haya, pero puede existir un esfuerzo para que cada vez tengan menos presencia en el texto. O, mejor, para que se hagan evidentes en el texto.
Porque lo que sí que no se puede pretender es que un texto sea “neutral”. No, mira, escribir es un ejercicio que se practica desde el mundo social y está lleno de contenido social, está orientado, que diría Sara Ahmed —siguiendo algunas de las ideas de su libro Fenomenología Queer, libro que leímos a pachas T. y yo durante un viaje errante al macizo de Ándara, por cierto— y se produce desde un lugar de enunciación particular.
Así que lo mejor que puede hacer quien escribe es escribir desde el ser consciente de que la va a cagar. No hace falta saber de antemano dónde exactamente vamos a liarla. Evidentemente, a veces, nos percatamos de los lugares en los que la cagamos. No siempre hay que censurar esos tropiezos ni hay que ir caminando con pies de plomo, sino que creo que es más interesante afirmarlos y señalarlos para hacer palanca sobre ellos, creo que esta idea de “hacer palanca” es de algún texto de Amador Fernández-Savater. Soy fan de las erratas. Las amo. Otras veces, la cagamos, pero la cagada está en nuestro punto ciego y no alcanzamos a percibirla. Ahí hay que confiar en las personas que nos acompañan y practicar la escucha. Ojo, que practicar la escucha no es estar de acuerdo con todo lo que nos dicen. Es ser permeable al acto de escuchar. Ser permeable no quiere decir estar en disposición eterna de consenso. ¡Qué pesadez! Pero tampoco es estar todo el rato a la defensiva. ¡Qué hartura! El disenso es interesante, un espacio común para practicar discrepancias, pero sin caer en el relativismo casi solipsista, absurdo y cursi del “cada cual tiene su verdad”; porque, como dice A., la verdad es común, y, si no, ¿qué hostias de verdad es?
El problema siempre ha sido que posiciones particulares no necesariamente verdaderas se han erigido como universales: es necesario provincializar, siguiendo el concepto de Dipesh Chakrabarty, algunas “verdades”—. Desde esta perspectiva, creo que se puede escribir juzgando menos e indagando más en las paradojas, las contradicciones y las complejidades de las realidades. Menos intención y más atención —una frase que he escuchado de boca de muchas personas que conozco—. Se puede entrenar la pluma para afinar el texto en este sentido. Quebrantahuesos es, quizás, un intento —no un logro— por escribir así. Personas como María Bastarós o Mr. Perfumme practican este tipo de escrituras, pienso yo.
A lo largo de Quebrantahuesos desfilan una serie de amigos a los que dedicas páginas, profesas cariño y compartes montaña con ellos, pero también te gusta vivir la montaña a solas. ¿Hasta qué punto van de la mano amistad y soledad para ti? ¿Qué te ofrece la montaña cuando estás acompañada y cuando estás sola?
Yo no creo que se pueda estar absolutamente sola. ¿Se puede estar sola cuando se camina por un sendero, se mira un mapa o se consulta una guía? ¿Quién ha producido esos objetos: el sendero, el mapa, la guía? Ese “quién” no se refiere solamente a la autoría de los objetos —es decir, a los sujetos que rubrican un producto (personas, instituciones, empresas…)—, porque los objetos son resultados de procesos de producción en los que hay tensiones entre diferentes fuerzas productivas, siendo el ente que denominamos “autor” solo un elemento más en juego en esas tensiones.
El espacio es un constante proceso de producción de sí mismo, siguiendo un poco a Henri Lefebvre —porque ese sí mismo alude al propio proceso de producción de sí mismo—: un jaleo, vaya. Me lío. Señalar, aunque sea solo someramente, esos procesos de producción hace que se hagan un poco más nítidas las interrelaciones entre las cosicas del mundo —aunque, desde esta perspectiva, sería realmente difícil ver la diferencia entre las relaciones y esas cosicas, pero bueno—, y una se ve acompañada y sostenida irremediablemente en esa especie de sopa saturada de movidas, una sensación como la que se siente en un autobús que va hasta arriba de gente y en el que es imposible caerse porque tienes el cuerpo apretujado contra el resto de cuerpos. Nada está vacío.
Ralph Waldo Emerson, en uno de sus textos sobre la soledad, dice que, para estar solo, tendría que retirarse de la sociedad por completo, y que, mientras haya lectura y escritura, será imposible esa soledad —pues la escritura y la lectura son manifestaciones de lo social aunque no haya un miembro de la sociedad que esté presente junto a él—.
Llamamos “estar sola”, la mayoría de las veces, a la situación de carecer de la compañía de un algo significativo al que nos vinculamos; ese algo puede ser metafórico también, supongo
Esto implicaría que, a pesar de estar “sola” en el campo, por ejemplo, si yo arrojara la mirada sobre las estrellas y reconociera —leyera— las constelaciones, no estaría sola. La lectura —esa que permite articular casi gramaticalmente los astros— y que está orientada y ordenada socialmente de un modo específico para que las estrellas sean agrupadas así y no de otra manera, imposibilita la soledad. Seguir hoy la huella que otra persona dejó en la nieve ayer es una forma de no estar sola, también.
Imagino que la idea de la posibilidad de la soledad guarda algún tipo de relación con lo que Almudena Hernando llama la fantasía de la individualidad —autora que también emplea para su análisis del montañismo Pablo Batalla Cueto en La virtud en la montaña— y que tiene que ver con el modo en el que se ha construido el sujeto moderno en ciertos contextos de eso que llamamos Occidente, y que está vinculado con las relaciones de género, entre otras cosas: se invisibilizan los sostenimientos que hacen posible la vida y parece que esta se da de forma aislada, autónoma, atomizada —como levitando sobre una nada ficticia—, y eso no es verdad.
Pero claro, sí que existe el sentimiento de soledad: cuando hay necesidades y vínculos que quedan de alguna manera desatendidos. Cuando ocurre un accidente, cuando se siente miedo o desamparo y no hay nada relevante para nosotras en ese momento a lo que podamos acceder. Llamamos “estar sola”, la mayoría de las veces, a la situación de carecer de la compañía de un algo significativo al que nos vinculamos; ese algo puede ser metafórico también, supongo.
Creo que la retórica de gesta y épica explota demasiado alegremente las “virtudes de la soledad” y el heroísmo del “cuerpo solo contra el mundo” y, en la mayoría de los casos, luego te das cuenta de que hay patrocinios de por medio, o equipos desplegados al lado de un sujeto concreto y que siguen y acompañan sus progresiones, por ejemplo; y, entonces, te preguntas ¿pero de qué demonios hablan cuando dicen “soledad”?. Practicar solo integral no implica necesariamente la soledad; implica que, si te caes, muy probablemente te mates. Pero son cosas diferentes. La idea de la soledad-cliché es uno de los contrafuertes del individualismo atroz y de la forja del cuerpo-héroe-aventurero-autónomo-romántico-productivo (una especie de cuerpo-Frankenstein que está hecho de retales de diferentes tipos de gesta —no solo dos, como suele decirse, hay muchas más— que conviven actualmente: la gesta deportiva, la gesta heroica, la gesta de la auto-superación psicológica y la motivación, la gesta de la montaña terapéutica, humanitaria y asistencialista…) Quizás el problema sea, como decía Gilles Deleuze, que no estamos lo suficientemente solas y solos.
¿Cuándo fue la primera vez que sentiste atracción por la escalada? ¿Qué es lo que te llevó a ella y que te aporta en el día a día?
La primera vez que me llamó la atención fue al ir a un campamento de verano en Vegacervera (León) cuando era canija. Luego, empecé a escalar “en serio” con F. ya con 23 años. Lo que me aporta es una forma más de poner en juego el cuerpo en el espacio. Explorar formas de moverse y de tocar el mundo.
Bicho, a muerte, máquina, titán... ¿Cuál es tu grito de guerra favorito para animar al compañero de cordada cuando la cosa se pone chunga?
Buff, no soy muy de animar. Ni me gusta que me animen. Me gusta que me porteen y me acompañen activamente cuando me aseguran. Si hay alguna expresión que se me ha pegado es el “venga, que sí”. De todos modos, F. —con quien suelo formar cordada la mayoría de las veces— y yo somos un poco cafres a la hora de animarnos. Lo macabro nos mola: en general, siempre nos decimos cosas como “cuidado, que ahí te vas a matar”, y comentarios del estilo. La muerte y la broma están muy presentes, lo que no quiere decir que no nos cuidemos. Hay gente que se ha venido a escalar con F. y conmigo y no ha entendido de qué palo íbamos, e incluso hemos generado algún malestar. Algo que puedo entender perfectamente. Puede que una persona se sienta insegura o violentada si le digo en un paso fino que se la va a pegar.
La relación en cordada es algo muy íntimo. Y muy específico: la cordada que formo con F. no es igual que la que formo con A. o con M. Me comporto de forma diferente, escalo de forma diferente, me meto en vías que exigen compromisos diferentes. No digo nada nuevo —casi nada de lo que nadie dice es totalmente nuevo, sino singular—: es algo que han experimentado todas las personas que escalan. Habrá gente que sepa adaptarse bien a diferentes acompañantes de cordada. Yo, no: para mí la presión social es un factor muy presente.
David Bautista, en el documental La aguja negra, de Cervino Producciones, habla de la dimensión social como el contenido de uno de los diálogos que una persona mantiene consigo misma cuando escala. Esa dimensión está especialmente presente en mi caso, por eso soy bastante mala a la hora de encontrar el confort con otras personas. Creo que tiene que ver con que yo soy insegura y, rápidamente, me siento juzgada —”no escalo bien”, “seguro que piensa que no aseguro bien”, son ideas que me pueblan el pensamiento con facilidad—. F. y yo tenemos una jerga propia y un estilo particular que es fruto de años de escalar en compañía. No es un estilo ni mejor ni peor que otros; simplemente, se ha ido produciendo un espacio hogareño. Nos conocemos. Conocemos nuestros miedos. No sentimos vergüenza ni hay juegos de poder —y si los hay, se verbalizan rápidamente y se abordan—. Para mí, la cordada exige mucho tiempo. Y la confianza se logra cuando se hacen evidentes nuestras mutuas vulnerabilidades, no cuando se manifiestan nuestras fortalezas. Es algo que se cocina a fuego lento. Pero este es mi caso concreto, y entiendo que hay más caminos posibles.
Y, por otro lado, me flipa escalar con otras personas porque haces descubrimientos maravillosos, aprendes maniobras, corriges cosas que no hacías de la forma más segura, conoces otras formas de vínculo con el medio...
Odio el discurso moralizante de quienes dicen que todo alpinismo pasado fue mejor como único argumento para criticar el estado actual de las cosas
La montaña vive un momento de masificación fruto de los nuevos modos de vida en espacios urbanos que buscan válvulas de escape, y también por la mercantilización que ha sufrido en las últimas décadas. Parece que hay un efecto llamada por lo que muchos llaman deportes de riesgo. ¿Cuáles crees que son las principales lacras que vive a día de hoy el mundo del alpinismo y la escalada?
Yo creo que la principal lacra del alpinismo es el propio alpinismo. Actualmente, es evidente que se ha desarrollado una modita del “riesgo”, que igual es el resultado de que no sepamos encontrarnos con otros cuerpos ni encontrar intensidad en lo cotidiano, quizás. Pero odio el discurso moralizante de quienes dicen que todo alpinismo pasado fue mejor como único argumento para criticar el estado actual de las cosas. El alpinismo hay que estudiarlo en sus diferentes momentos históricos. Es una práctica que ha estado vinculada a muchas otras prácticas: exploraciones, campañas científicas, pastoreo, deporte... Ha habido mucha colonialidad y mucha gesta belicosa puesta en juego en el alpinismo, mucho discurso nacionalista...; ahora hay mucha profesionalización, deportivización y turistificación del alpinismo.
¿Por qué era mejor lo de antes? A veces, me da la sensación de que simplemente es —de nuevo— un juego de poder: está en juego saber quién goza de la acepción verdadera y genuina de la palabra “alpinismo”. Y, por supuesto, quien goce de la acepción verdadera será quien goce de un estatus privilegiado. Pero el alpinismo es un desarrollo de momentos del alpinismo, a veces, varios momentos coincidiendo sincrónicamente y en tensión entre ellos; es decir, no se trata de hacer una lectura lineal del alpinismo como una sucesión de estados solamente, como una acumulación histórica, como un progreso.
Tenemos que entender que el alpinismo es una práctica social, histórica, que se ha desarrollado coyunturalmente, es decir, inscrita en contextos particulares. Y que es una multiplicidad, contiene heterogeneidades y singularidades, aunque eso no niega la existencia de una forma de alpinismo “oficial” o “dominante”, que opera como dispositivo homogenizador y normativizador de alguna manera.
En definitiva, la principal lacra del alpinismo es la consagración del alpinismo: hay que profanarlo. Giorgio Agamben dice que profanar algo es devolverlo a su uso común, en el que ya no hay un distanciamiento insalvable con la cosa que impide su manejo. Tenemos que tener en cuenta que el mercado es una forma de distanciar la cosa del uso común. Es decir, devolver algo a su uso común no significa hacer un uso masivo de algo —la turistificación que produce la masificación del monte es, en realidad, una forma de separación, una forma de mediar y distanciar la relación entre cuerpos y montañas—. Profanar el alpinismo actualmente sería algo así como deshacer los mecanismos de mercantilización, de deportivización y de turistificación.
Hay que desmontar el mito de que la escalada siempre se ha practicado en armoniosa comunión con la naturaleza
La conciencia ecológica y la preservación del medio están a la orden del día en las escuelas de escalada y Parques Nacionales. ¿De qué eres más partidaria? ¿De prohibir, regular o educar? ¿Hace falta educación en el mundo de la montaña?
Como punto de partida, sin duda, hay que desmontar el mito de que la escalada siempre se ha practicado en armoniosa comunión con la naturaleza. Eso es un cuento insostenible. Y creo que es hora de dejar de usarlo como argumento de autojustificación.
Dicho esto, vamos al lío: lo de prohibir me parece que es puro burocratismo autoritario que marca un protagonismo de los organismos públicos responsables sobre las comunidades que habitan el monte —como si estas fueran incapaces de asumir tareas de gestión del entorno—. Aunque, supongo, que el ámbito de lo público tendrá que jugar algún rol en este tema...
Lo de educar siempre me ha sonado a buenismo asistencialista y a caridad, como si existieran sujetos ilustrados situados en un lugar epistemológica y moralmente superior y que tuvieran que educar a otros sujetos “bárbaros” —vacíos de saber y valores o llenos de saber y valores inadecuados— situados por debajo. Pero bueno, puedo entender por dónde van los tiros cuando se habla de “educar” y no me parece la más perversa de las posiciones.
Y lo de las regulaciones me parece que, a veces —no en todos los casos, claro—, se convierte en una trampa para seguir haciendo lo de siempre —y reproducir prácticas violentas—, pero con un barniz de conciencia ecológica —greenwashing de la escalada— Yo creo que hay que arremangarse y autogestionar, discutir seria y colectivamente, investigar y, si el resultado de esos procesos de pensar comunitariamente arroja respuestas incómodas, aceptar que la renuncia es una opción: renunciar a escalar en algunas zonas, dejar en paz algunos lugares. Proteger la escalada, sí, pero no a toda costa. Y, desde esas decisiones comunitarias, negociar con los organismos públicos o entes privados.
Y aquí me refiero a la renuncia no desde la lógica y el discurso neoliberal del ajuste y la austeridad, ni desde la lógica reduccionista y culpabilizadora que apela al autocontrol casi disciplinario de cada individuo concreto, sino que se trata de renunciar desde la afirmación de la abundancia y desde el trabajo común: desde el ser conscientes de que hay lugares infinitos en los que hacer cosas y modos heterogéneos de vincularse a un mismo lugar. La renuncia no es afirmar una carencia, sino hacerse responsable colectivamente de una situación. Creo que hay poca costumbre de “dejar de hacer”, parece como si siempre hubiera que “hacer algo ya”, cualquier cosa, lo que sea, da igual. Urgencia, urgencia, urgencia. El mundo se desmorona y hay que salvarlo como sucede en las pelis de acción.
Hay una tradición en lo político basada en la crítica, en la confrontación, en la oposición y en la reacción. En la estética sexy de la barricada —capturada por los mecanismos de crear símbolos-monumentos y cancelar prácticas—. Me parecen estrategias válidas. Pero hay situaciones en las que también es válido simplemente parar y dejar de ofrecer resistencia, lo que no quiere decir ser complaciente ni alinearse pasivamente con la violencia de muchas realidades. Renunciar no es ceder ante el poder —público o privado—: es afirmar que las comunidades deciden hacer o dejar de hacer un uso específico del lugar que habitan.
Hay que caminar a través de las brechas que se abren entre la parquetematización y monumentalización turistificada que la gestión pública a veces impone sobre los espacios naturales y la privatización sobre-explotadora de los territorios, muy vinculada a la deportivización de todo: carreras, competiciones... Porque ambas formas de concebir y vincularse al espacio lo hacen inhabitable. Para caminar por estas brechas podemos tomarnos cierta calma, teniendo cuenta que esa calma es una forma de hacer, es ya una práctica que muerde el mundo. Yo creo que, a pesar de la urgencia aceleracionista, a veces, hay que vivir como si tuviéramos tiempo: despacio. Forzarnos a caminar lentamente y a desesperar al coche que nos presiona desde atrás.
Franco “Bifo” Berardi propone otras posibles soluciones en su libro Breathing, que es entregarse a la aceleración sin oponerse a ella y encontrar los lugares para respirar entre medias de ese movimiento vertiginoso, una cuestión de hacerse con el ritmo. O, como me dijo A. el otro día cuando montábamos en bici en la Casa de Campo citando a Jorge Riechmann, a lo mejor, hay que indagar en formas de bien-morir. Luego también está la opción más punky —y nada descartable— propuesta por Siniestro Total: “Pueblos del mundo: ¡extinguíos! / Dejad que continúe la evolución. / Esterilizad a vuestros hijos. / Juntos de la mano hacia la extinción”. Pero esta última propuesta plantea el problema del ecofascismo; un marrón, vamos.
Para hablar de todas estas problemáticas, hay mencionar el trabajo de Escalada Sostenible, no necesariamente para comulgar con sus posicionamientos con respecto a todo, pero sí, desde luego, para pringarnos y para saber por dónde se mueven los debates, las prácticas y las negociaciones en lo tocante a la relación entre medio ambiente y escalada.
Hoy en día no se contempla el alpinismo y la escalada sin la gesta, el encadene, la cima... Parece que los fracasos no tienen lugar. Aunque el dicho de “una retirada a tiempo es una victoria” parece (o es) un oximorón. ¿De qué fracasos te sientes más orgullosa?
Me estoy acordando del inicio de un poema de Agustín García Calvo, “enorgullécete de tu fracaso…”. Yo no me enorgullezco de nada. Me parecen más interesantes unos versos que siguen al fragmentito anteriormente citado y que dicen: “¿por lo que triunfo y lo que logro, ciego, / me nombras y me amas?: yo me niego, / y en ese espejo no me reconozco”.
Si acaso, podría decirse que me hago gracia. Me miro desde fuera y digo, “mírese (porque yo, como decía Javier Krahe, intento tratarme de usted), qué torpe que es, qué graciosa… ¡Cuidado, mire por donde pisa, que se cae usted, mujer!”.
Escucho de forma reiterada opiniones que señalan que en la montaña el género no opera. Que la montaña no diferencia entre “hombres y mujeres”. No, claro, la montaña como amontonamiento geológico no hace distinciones, pero el montañismo como práctica social, sí
¿Sobra testosterona en el mundo de la montaña?
No sobra una hormona concreta, lo que sobra es una forma de subjetivación que está anclada en el patriarcado, la cis-heterosexualidad, el binarismo sexual y de género, la normatividad del cuerpo —algo que están trabajando escaladoras como Hazel Findlay o Beth Roden—, los modelos relacionales, el romanticismo Disney —como lo nombra Brigitte Vasallo y otras muchas compañeras—, el capitalismo, el antropocentrismo, la colonialidad y el racismo, el capacitismo, el ecocidio… Menuda ristra de palabros —algunos casi están totalmente desactivados y es difícil hacerlos significar cosas concretas o hacerlos coincidir con lo que pretendemos decir, porque muchos de ellos ya cogen inercia propia, pero bueno, como decía Juean-François Lyotard en su libro Economía Libidinal, “esta es la farsa que nos juegan las palabras”, y, aún así, es preciso ponerlas en juego—. Por supuesto, esta situación no es nada que no tenga que ver con otros ámbitos sociales.
Y esto es difícil de argumentar en el seno del mundo del alpinismo, porque mucha gente te dice que, como se trata de una práctica que se desarrolla en “la naturaleza”, como si la “naturaleza” fuera una noción y un espacio exento de lo social; ¡menos mal que Fernando Pessoa nos recuerda que la “naturaleza” es solo una “enfermedad de las ideas”!, no entran en juego estas cuestiones.
Escucho de forma reiterada opiniones que señalan que en la montaña el género no opera. Que la montaña no diferencia entre “hombres y mujeres”. No, claro, la montaña como amontonamiento geológico no hace distinciones, pero el montañismo como práctica social, sí. Y no hay más que irse a hacer observaciones a pie de vía para comprobar la falsedad de estas afirmaciones que intentan escurrir el bulto. Este es un eje que andan trabajando colectivos locales en Madrid, como Feminist Climb, o el Club Montañeras Adebán, en Aragón, y también gente en otras zonas geográficas: me vienen a la mente ahora las compañeras de C.L.A.W. (Climb Like A Woman) en India, espacio en el que participan, entre otras, Kopal Goyal o Gowri Varanashi; o las Cholitas Escaladoras de Bolivia, que aparecen en el documental que ha estado moviéndose por ahí últimamente titulado Cholitas y que atraviesan el eje de género con otras variables como la clase social o la colonialidad. Yo no estoy necesariamente de acuerdo con el enfoque de todos estos espacios, pero me parece que ponen sobre la mesa cuestiones cruciales.
Creo que, de hecho, una de las nociones más peligrosas que están arraigadas en el alpinismo es la idea de “libertad”, porque desde esta idea tan cargada emocionalmente y tan incontestable se impide el debate sobre muchas cuestiones. Es una forma de bloqueo. Lo libre, lo salvaje, lo puro: son conceptos políticos que vienen a invisibilizar y a negar —paradójicamente— lo que de político hay en el alpinismo.
Otro instrumento de bloqueo reflexivo en el alpinismo lo impone el peligro. A veces, se llega a situaciones tan comprometidas, que la opción del debate queda cancelada. Si mi vida pende de un hilo, el espacio para el debate, obviamente, queda cancelado o muy reducido: se produce una especie de fascismo de la urgencia abismal, impuesta por la necesidad de supervivencia. No digo que estas situaciones no puedan llegar a darse, el problema es que las buscamos incesantemente a propósito. Somos yonkis del límite.
Buscamos salir de la dichosa “zona de confort”, para arrojarnos al lugar en el que ya no se puede pensar porque hay cosas más importantes que resolver, como seguir respirando y tal. A mí me mola más quedarme en la zona de confort esa, entrenar para irla ampliando y ensanchando y que cada vez cubra un mayor número de lugares y situaciones. Y que, de este modo, estar fuera de ella sea el resultado de un accidente —ante el que habrá que obrar con urgencia, esta vez, sí y, a veces, tener suerte—, no de una planificación. Me gusta habitar momentos en los que todavía sea posible vivir, no sobrevivir.
Maga es tu compañera perruna de andanzas. ¿Cómo se vería la montaña a través de los ojos de un perro?
No querría colonizar la experiencia de Maga con mis interpretaciones antropomorfas... Si tuviera que destacar algo que me viene a la mente siempre que la veo existir en el monte es que su interacción con el medio me parece muy placentera, inmediata y directa: morder palos y piñas, oler el aire, correr, quedarse dormida, bañarse en un río.
Y, a la vez, su experiencia la intuyo como totalmente social, porque es consciente de que va con F. y conmigo, entiende muchas cosas que le decimos, lleva una bota especial en una de las patas porque no la articula del todo y se hace daño si no se la ponemos, nos presta atención, reconoce los caminos... Su experiencia debe de ser muy cyborg, a medio camino entre lo lobuno, lo humano y lo técnico, supongo. Lo que sí que percibo es que no tiene necesidad de ese sufrimiento tan propio del alpinismo. Existe bienestar en su forma de habitar la montaña. Pero, ya digo: esta es solo la lectura que yo hago de su comportamiento.
También creo que no se puede hablar de una “experiencia perruna universal”, ¿es igual el modo de estar en el monte de una perra pastora que el de Maga, que vive normalmente en la ciudad? Me acabo de acordar ahora, no sé por qué, del texto este que se titula Los animales son parte de la clase trabajadora, de Jason Hribal. Ahí queda.
Para doctorarte realizaste una tesis sobre intervenciones artísticas en espacios de frontera sobre el Sahara Occidental y Palestina. ¿Qué piensas que tienen de fronterizo las montañas?
Pues mira, justo la gente de SMK Videofactory, que se nombra como un grupo de mediactivistas que hacen activismo a través de su producción audiovisual, ha estado trabajando en un documental que tiene que ver con esto. Se llama The Milky Way y habla de los desplazamientos migratorios a través de los Alpes, en la frontera entre Italia y Francia. Igual es mejor echarle un ojo a lo que se está trabajando desde esta y otras iniciativas. Desde luego, será mucho más interesante que lo que yo pueda aportar al respecto.
Es imposible conocer nada ni tener aventuras si el viaje se ha convertido en producto. Y, además, ese rollito de “libertad y viaje” es insostenible ecológicamente
Te gusta mucho viajar y moverte con la furgoneta. ¿Qué significado tiene para ti viajar?
No tengo furgoneta —otra modita eso de la “furgo”, y lo de que si la “furgo” es un “estilo de vida”, y lo de camperizarse hasta las pestañas, oye—. Suelo hacer vivacs o pernoctar en tienda de campaña. F. comparte su coche conmigo. Cuando dormimos en él, reclinamos los asientos de atrás: no se puede estar sentada sin empotrar la cabeza contra el techo. Y me flipa porque es cutre y maravilloso. Cada vez odio más viajar porque se ha convertido casi en una obligación para ser feliz.
Cuando terminé el doctorado, un colega me preguntó “¿y no vas a hacer un viaje largo?”, y me sentí mal por no desear ese viaje, porque para él era obvio —de cajón de madera de árbol, vaya— que tenía que hacer ese viaje. Y a mí ni se me había ocurrido, pero sospecho que para él era un gesto lógico y casi totalmente necesario; y creo que yo le parecía gilipollas por no querer hacerlo. Me empecé a plantear, incluso, si yo estaba mal, si había algo en mí que andaba desajustado, ¿por qué no deseaba viajar, desfogarme después de cuatro años de investigación académica? Me costó aceptar que carezco de ambición viajera —al menos, en este momento—, que me flipa tanto cualquier cosa, que puedo permanecer en un aquí eterno sin aburrirme. Pero la presión por viajar es grande.
La mierda del discurso de autoayuda pseudo-terapéutico de conocerse a una misma viajando y conocer “otras culturas” —discursito que exotiza lo “otro”, otra manifestación de la colonialidad, al fin y al cabo—... Para desconfigurar esta parafernalia, está guay leerse los artículos de El Mundo Today “Un turista vuelve corriendo de la India huyendo de sí mismo” y “Un turista de la India se encuentra a sí mismo en Carabanchel”; y también el de Gabriela Vázquez para El Salto, “Encontrarse a una misma en Cercedilla”.
Es imposible conocer nada ni tener aventuras si el viaje se ha convertido en producto. Y, además, ese rollito de “libertad y viaje” es insostenible ecológicamente. Así que me estoy planteando deambular por un área, dedicarle una vida entera a la sierra de Guadarrama y no ambicionar nada más. La Pedriza es infinita, joder. Me gusta la repetición, volver a los mismos sitios en otros momentos, permanecer.
Y esto de viajar también tiene que ver —y entra en contradicción con— todo el tema de las migraciones. Hostias, es que el privilegio de viajar por placer y la presión de viajar para forjarse un buen yo conviven violentamente con toda la gestión política del espacio y el movimiento a través de la frontera —la frontera entendida como elemento expandido, que no se circunscribe a una línea, sino que opera por doquier—. Los textos La frontera como método, de Sandro Mezzadra y Brett Neilson, Juntos, todos juntos. Crónica del primer intento colectivo de saltar la frontera estadounidense, de Carlos Martínez D'aubuisson, Borderlands/La Frontera. The New Mestiza, de Gloria E. Anzaldúa, o ¿Qué es una frontera?, de Etienne Balibar, molan para hacerse una idea de estas realidades.
¿Crees que falta humor en la montaña? ¿Se peca de demasiada seriedad?
Se peca de endiosamiento y de solemnidad a veces. No creo que falte humor. De hecho, hay momentos históricos de la escalada muy vinculados al gamberrismo, solo hay que ver las fotos más famosas de Yosemite en los gloriosos años 60, 70 y 80. La imagen de la persona que escala de una forma desenfadada y gamberra es también otro de los símbolos de este mundillo. Lo que sí que falta es reírnos de nuestra mismidad. Peter Croft dijo una vez algo así como que él se toma la escalada en serio, pero que no se toma a sí mismo muy en serio. Me parece un punto de partida interesante.
El Mundo Today tiene articulazos en relación al alpinismo, por cierto, como “Un alpinista hace historia al ser el primero en no coronar el Everest”. Y los Monthy Python grabaron sketches formidables en relación al montañismo. Los y las Night Climbers of Oxford, que siguen los pasos de sus antecesores de Cambridge, también le dan a la ironía con ganas. Y mola mucho el rollo de algunos clubes locales en la península que aún resisten, como el Club de Montaña Buxán, en Galicia, con su práctica del enxebrismo, su concepto de rural climbing y su defensa de un clima tropical para poder escalar durante todo el año —el cambio climático igual les beneficia, en este sentido—. Y, por otro lado, ¡quién no tiene colegas brillantes e irreverentes! Si conocierais la socarronería de I. y de R. —que resulta que son primos— os enamorariais al instante de su relación burlesca con la escalada. Humor no falta. ¡Y que no falte nunca! Pero igual sí es verdad que no parecen buenos tiempos para el humor: eso es culpa de la tiranía de la literalidad, como dice la gente de Homo Velamine. ¡Esto es la guerra!
Uno de los artículos que has escrito en uno de tus viajes a Palestina es “Climbing walls to feel at home: palestinian climbers reappropriating space”. ¿Hasta qué punto la escalada puede servir para la reapropiación de un espacio?
¡Cuidado aquí! La escalada como práctica de apropiación de espacios puede ser un arma de doble filo: como argumenta Eric Léséleuc en su artículo “Rock climbing and territory: symbolic processes in the appropriation of a public space”, al analizar el rol de la comunidad escaladora en una pequeña zona de Claret, en Francia, la escalada se convierte en una práctica que permite afirmar la pertenencia al espacio y la forja de una identidad de grupo que, a la larga, puede que resulte violenta e impida que otras personas se vinculen al espacio. Se crea una especie de gueto elitista. Se crea una propiedad, una comunidad hermética.
Sin embargo, en un contexto como Palestina, marcado por la ocupación militar, las políticas de espaciocidio, la continua desposesión de la tierra y el sistema de apartheid impuestos por Israel, la escalada puede pasar a jugar un rol diferente. Escalar en un contexto en el que la frontera militar está omnipresente se convierte en un ejercicio de reapropiación del espacio, de habitar el espacio, de acceder a él, de disfrutarlo en lugar de padecerlo.
Como dicen las compañeras y compañeros de Wadi Climbing, proyecto desarrollado en Ramala, Cisjordania, en la recientemente publicada guía Climbing Palestine. A guide to rock climbing in the West Bank, dada la situación en Palestina, la escalada —como muchas otras prácticas— deviene, casi automática e inevitablemente, política.
Por otro lado, decir que el artículo al que te refieres no fue fruto de un viaje a Palestina: es el resultado de entrevistas que hice a distancia, porque justo la investigación coincidió con la lesión del tobillo y no pude ir. Conocí la zona y a las personas que escalan allí tiempo después.
¿Tiene sentido la épica montañera en el siglo XXI con GPS, prendas último grito, especialistas en destrozar el cronómetro y un puro afán competitivo? Se propugna el que hay que ser superhombres, sufrir, romper marcas, encadenar...y se obvia muchas veces el puro disfrute. ¿Porque se vende ese tipo de alpinismo? ¿Hay demasiado “amarillismo” en el mundo de las alturas?
La meritocracia es un aspecto que permea la realidad social y que hace de combustible para la épica en el caso del montañismo: el emprendedurismo, la heroicidad del sacar adelante un “proyecto” —palabra que abunda en el mundo del arte, de la academia, del negocio, de las ONG, y también de la escalada, y que posterga toda la vida para un futuro incierto, una agonía—. Bojana Kunst y Remedios Zafra me parece que saben describir muy rigurosamente en qué consiste esta época del proyecto y del entusiasmo constantes, y creo que es algo que está totalmente presente en el alpinismo y tiene que ver con la épica y, al mismo tiempo, con la precariedad e incertidumbre laborales que también agitan el mundo profesionalizado —más allá del ámbito del deporte— vinculado al montañismo.
¿Qué es el Alpinismo Molotov para Olga Blázquez?
Como aparece descrito en su página web, Alpinismo Molotov es una asociación subversiva e informal —contextualizada en Italia— que toma el alpinismo —en una acepción muy concreta que queda descrita en sus textos, y que os animo a leer— como una práctica que tiene que ver con la montaña y con muchas dimensiones sociales: trabajo, migraciones, historia...
Siguiendo la línea de algunas de sus ideas, para mí, Alpinismo Molotov consiste en que todo sea alpinismo: incluso dar un paseo por el parque es alpinismo todavía. Otra idea guay que manejan es la del ritmo oratorio al caminar, de manera que nunca se pierda el aliento y siempre sea posible articular la palabra —hablar con la compañera o compañero— cuando se marcha por el monte.
Simón Elías, Eider Elizegui, Julio Villar (aunque sus libros hablen de mar, la inmensidad del océano y el oleaje tienen que ver mucho con las montañas). ¿Cuáles son tus libros de cabecera de montaña y los autores que más te llaman la atención aparte de los que he comentado?
Hilo Moreno, Pati Blasco, José Manuel Velázquez-Gaztelu, María Bastarós, Marc Badal, Edu Quant, Zapato, R., P., M., mi padre, la gente del Grupo Surrealista de Madrid, la de Homo Velamine o la de Genoma Poético, J. R. R. Tolkien… Gente que escribe o ha escrito libros, artículos periodísticos, guías, manuales, fanzines, posts de Facebook, colegas que mandan mensajes de WhatsApp o correos electrónicos con relatos maravillosos…
Hay un montón de gente que habla sobre el campo, el monte, lo rural, lo urbano, los bosques, la intemperie, las exterioridades, las derivas, el caminar, el alpinismo, la escalada... desde un montón de puntos de vista, y ponen de manifiesto toda la heterogeneidad que supone hablar del espacio, de los alrededores, y la imposibilidad de abarcarlo todo, dadas las intersecciones de lo rural-urbano-industrial-campestre. La montaña como un espacio casi cyberpunk, ecléctico, mal que les pese a quienes intentan forzar la montaña a ser normativamente una sola cosa. Mal que les pese a quienes creen que desde espacios como la escalada deportiva o el boulder no se puede pensar poéticamente, políticamente, reflexivamente, porque el único espacio inspirador es el del alpinismo de antaño y la escalada clásica. O mal que les pese a quienes intentan afirmar que la competición y el rendimiento son la hostia y desprecian la historia y su memoria.
Hay que fugarse de aquellos lugares que intentan apoderarse del alpinismo para capturarlo y clausurarlo. Es una danza que baila entre el cómo hacer y el qué hacer.
Creo que un texto clave para entender un modo de aproximación hacia un paisaje/entorno/espacio que afirma la heterogeneidad es Sueños árticos, de Barry Lopez —gracias a H. por recomendármelo—. Hacer visibles toda la cantidad de hilos brillantes que enmarañan la comprensión de un contexto —desde la etología a la arqueología, desde la botánica a la historia de las exploraciones, pasando por el arte o la cartografía— es una forma de re-encantar —concepto traído a colación a través de Paul. B. Preciado— el mundo —sin hacer uso de misticismos ni mitificaciones— para producir un modo de existir que es menos de usar y tirar.
Y en cuanto a Shackleton… Resulta que es que ahora —también por culpa de H.— estoy obsesionada con la Antártida. Mola leerse el libro de Shackleton, South, en paralelo al artículo de Ursula K. Le Guin, “Sur”.
¿Cuál o cuáles han sido las situaciones más surrealistas o graciosas que has vivido en la montaña?
¿Qué queremos decir exactamente con “surrealista”? Bueno, dejemos el debate a un lado mejor, o, al final, discutiremos sobre si llegamos a una reunión o a un descuelgue, de si abrimos vía o escalamos de primeras, y terminaremos hablando de Dios… La verdad, es que hay una frase que dijo R. una vez —y que recogí (o sea, que plagié) para el final de Cartografías Nómadas— que, más bien, es un resumen de todas las gilipolleces que nos pasaban —o, más bien, que nos provocábamos— en el monte. Él decía: “Somos tan tontos, que tenemos que ser geniales”. Creo que no hace falta hacer referencia a los actos concretos… Sería vergonzoso.
Ultimamente te gusta cartografiar lo cotidiano, los detalles más nimios o imperceptibles. ¿En que consiste tu blog Anticima?
Antecima Anticima es un blog masturbatorio en el que hacerme pajas mentales y desarrollar un relato de anti-gesta alpina basado en lo cutre, lo absurdo, lo torpe, la errata, lo balbuceante, lo ridículo, lo inútil, la pereza, lo irrelevante, lo improductivo, lo borroso, lo aburrido, lo indefinido, lo entre-medias… ¡El juego!
¿Con qué proyectos andas ahora entre manos?
Oh, no. ¡lo has dicho! ¡Has pronunciado la palabra maldita: “proyectos”! Es broma… Bueno, no, no es broma: ¡lo has dicho! No pasa nada, a mí también se me escapa la palabreja de vez en cuando —en esta entrevista, debo de haberla dicho un par de veces o tres, ¡qué asco, de verdad!—. En fin…
Pues ahora ando un poco vaga: le doy caña a lo de Antecima Anticima de vez en cuando...
Pero, sobre todo, mando curriculums desenfrenadamente aquí y allá, redacto propuestas para residencias artísticas con desesperación, relleno formularios para convocatorias de contratos postdoctorales como si la vida me fuera en ello —cosa que creo que es verdad—, y escribo textos que mando a concursos literarios —sobre cualquier cosa, me da igual: rollo mercenario— que nunca gano —recuerdo con especial “cariño” un texto que escribí sobre ascensores—. Ya sabes, nada que no sea lo propio de un sujeto postmodernito precario perteneciente al cognitariado, ¡maldita contemporaneidad!
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‘La virtud en la montaña. Vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista’ es un ensayo de Pablo Batalla Cueto, un agitador cultural que reivindica la no agitación.
Me ha en-cantado su cosmovisión del alpinismo! me identifico con muchas de las ideas que expresa (otras no alcanzo a entenderlas, pero es mi limitación). Tuve una lesión grave de tobillo por accidente de escalada, y a raíz de ello cambió mucho mi relación con la escalada y la montaña.
Me gusta mucho a Olga. Una persona así, muy especial. Seguro que la chirría que le llamen especial jaja