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Precariedad laboral
Trabajo líquido, empleos gaseosos
‘Los sólidos conservan su forma y persisten en el tiempo: duran; mientras que los líquidos son informes y se transforman constantemente: fluyen. Como la desregulación, la flexibilización o la liberalización de los mercados’
(Zygmunt Bauman)
Los últimos conflictos surgidos en sectores de la “nueva economía” ya permiten perfilar un primer diagnóstico sobre su impacto en la sociedad española de la modernidad líquida. Hablar de nueva economía no consiste solo en mencionar un ámbito “productivo inmaterial” basado en ese triángulo de las Bermudas que forman el reservorio del conocimiento, el internet y la globalización. A esos atributos hay que añadir el ámbito de dualización laboral en que se aplica, y también su pugna competitiva con la esfera productiva tradicional que asiste a sus embestidas. Es el caso del conflicto entre el sector del taxi y los servicios de movilidad que firmas de vehículos de alquiler con conductor (VTC), tipo Uber y Cabify; la huelga de los bici-repartidores de Deliweroo; el plante de las limpiadoras de hoteles (“las Kellys”) o, más recientemente, el plante de los vigilantes de Eulen en el aeropuerto de El Prat de Barcelona. Todos ellos con puntos coincidentes y aspectos singulares.
Entorno a la disputa Taxi-Cabify asistimos a un duelo que bascula sobre dos formatos asimétricos de trabajo autónomo y/o independiente. Los profesionales del taxi son conductores a tiempo completo y en su mayoría dueños de la herramienta (como en los oficios) con la que prestan su servicio público. Han sido hasta ahora los monopolizadores del transporte de pasajeros “al detall” en nuestras ciudades. Ante y frente a ellos han aparecido negocios VTC que utilizan a personal asalariado sin vinculación laboral estable como chóferes de sus propios vehículos. El “low cost” que esa modalidad contractual supone convierte a los Cabify de turno en los depredadores naturales del mundo del taxi.
En una órbita semejante se sitúa la huelga de los ciclistas que, como las personas que trabajan para Deliweroo y similares, aparecieron en los medios al protagonizar una huelga de pedales. Como muchos taxistas, estos “riders” aportan su propia herramienta de trabajo, pero ni por el dinero que perciben como repartidores, ni por el riesgo que asumen (puro esfuerzo físico y constante posibilidad de accidentes), pueden homologarse a esos autónomos motorizados de mayor rango. En este sentido están tan indefensos como los servidores de Cabify, falsos autónomos ambos, vistos por sus oponentes del gremio del taxi como esquiroles. Hay un empleador que legalmente no lo es que les paga unos euros por cada viaje para llevar un porte a una dirección cuya agenda de clientes es de la firma-plataforma. Un bucle que llevará a repensar, cara al futuro, las tesis clásicas de las relaciones de producción.
Y finalmente está el litigio de los vigilantes de Eulen que asisten como agentes privados para la ordenación del tráfico interno de pasajeros en algunos aeropuertos. Aquí los interlocutores tienen perfiles más reconocibles. Por un lado, estos trabajadores actúan en un espacio público, y por otro, dependen de una sociedad que ha ganado en concurso la externalización de esos servicios de una empresa, en esta ocasión de la pública AENA. Por tanto, existe relación laboral y empleador responsable que facilita los útiles del trabajo. También unas reglas de juego en forma de condiciones de trabajo entre patrón y “segurata”.
Lo que sucede es que debido a las contrarreformas laborales del PSOE y del PP (cada una tuvo enfrente una huelga general que sin embargo no logró revocarlas), la normativa vigente ha ampliado aún más el poder de decisión de la parte empresarial frente a la sindical. No solo por la dualidad laboral que supuso la aceptación de formas de contratos a tiempo parcial (en sus múltiples modalidades y fracciones), sino, y sobre todo, por dar prioridad a los convenios de empresa sobre los de sector (“hazaña” del PP). De esta manera, las empresas pulpo (multiservicios) como Eulen pueden copar a la baja licitaciones con ventaja frente a otras especializadas en la seguridad con convenios de sector. Saben que esa merma la compensarán luego con un drástico hachazo a los costes salariales. Por eso el “basta ya” de los vigilantes de El Prat.
Todo ello configura un escenario que va mucho más allá de lo que se llamaba “flexiseguridad”. Un modelo de organización que busca la adaptación permanente del trabajador al trabajo mutante y deslocalizado sin demérito de la protección social, jibarizada en la actualidad a consecuencia de la crisis del 2008. El paulatino desmontaje del estado de bienestar por efecto de una “sobrecarga” de prestaciones en un entorno adverso de disminución de ingresos, ha permitido que la nueva economía avanzara sin freno por el lado de la desregulación salvaje del marco laboral. Con las consecuencias que están a la vista. Alemania, el primer país que liberalizó el “trabajo líquido” al introducir el gobierno socialdemócrata de Gerhard Schröeder los minijobs, (una especie de empleo a jornal) con la Agenda 2010, ha logrado sacar el paro de las estadísticas oficiales. Pero siete años después contabiliza más de 7,5 millones de personas con “mini trabajos” que apenas cobran el salario mínimo, y en concreto el trabajo doméstico está hoy mejor pagado en España que en país germano que asó la manteca.
Con semejante horizonte no resulta extraño que en los sectores más afectados, generalmente ajenos al interés de las centrales mayoritarias CCOO y UGT, aparezcan brotes de un nuevo sindicalismo que recuerda a iniciativas de lucha de principios del movimiento obrero. Paros espontáneos, boicots encubiertos, asambleas decisivas e incluso huelgas de solidaridad empiezan a ser las señas de identidad de una oleada de “lucha de clases” que a veces sorprende por la firmeza y unanimidad de su ejecución. Aunque este es otro cantar, posiblemente la dinámica que impulsa a esos conflictos se ha mirado en el espejo de las acciones defensivas de los estibadores cuando, con la excusa de su homologación con la Unión Europea (UE), se pretendió “rescindir” sus derechos adquiridos dentro de una modificación sustancial de las condiciones de trabajo.
En muchos de estos ejemplos existe además un solapamiento y una dilución del papel del empresario en cuanto interlocutor válido. ¿Contra quién deben dirigir sus protestas los taxistas, a los conductores amateurs que tratan de ganarse la vida en los intersticios de la nueva economía o a los contratantes de la flota invasora? ¿Y los ciclistas, demandan al tenedor del repositorio de direcciones adonde deben llevar los paquetes, a los fabricantes de los productos que transportan…? El simple hecho de que el gobierno tuviera que intervenir en el conflicto de los estibadores (que han devuelto la pelota boicoteando los cruceros de los antidisturbios en el puerto de Barcelona) y en el de los vigilantes imponiendo un laudo, y de paso cercenando el derecho de huelga, demuestra la zona de sombra en que se mueven esas realidades laborales emergentes.
Curiosamente, aunque haya sido ahora cuando al calor de la nueva economía hayan brotado estos conflictos, el mal viene de atrás. La suerte estaba echada a medida que se ha ido generalizando la dualización desde la ya remota firma de los preconstitucionales Pactos de la Moncloa en 1977. Uno de cada cuatro contratos firmado el pasado julio duró menos de una semana. Lo que ocurre es que ha sido un goteo de décadas, como una lluvia fina que calaba todo el tejido social sin apenas impacto de rechazo. Y además, porque sus primeras manifestaciones se produjeron en estamentos y oficios considerados de prestigio, donde parecía imposible que la precarización pudiera darse. Por ejemplo, los abusos cometidos en el sector de la comunicación con los becarios y estudiantes en prácticas, sumidos en una jungla de once tipos de contratos a cada cual más degradante. Por no hablar de la vergonzosa explotación de los informadores gráficos “freelance”, que se juegan la vida a tanto la pieza como corresponsables de guerra con una escasa cobertura legal de parte de los grupos periodísticos con los que colaboran.
La fórmula de empresas multiservicios “low cost” que le ha servido a Eulen para alzarse con la cuenta de AENA, tiene su vástago más adelantado en esas redacciones virtuales donde unos periodistas manostijeras redactan textos, sacan fotos y editan vídeos durante su jornada laboral para dotar de contenidos tridimensionales al medio, algunas veces sin pisar el lugar de trabajo. Por cierto, en un sector donde el 80% de sus integrantes está en paro crónico.
El trabajador del siglo XXI está a la intemperie. Sin centro físico de trabajo, sin capital productivo real, casi sin patrón reconocible, todo parece diseñado para un desarraigo
La mayor empresa de Portugal, Yupido, no tiene empleados, solo una página web donde publicita que su misión consiste en “dar infraestructura y apoyo a los clientes que necesitan operar con menos costes y mayor eficiencia”. Volatilidad que no respeta a nadie, tengan o no formación profesional o académica. En 2016 el 34,4% de los graduados con empleo en España trabajaba en puestos de baja calificación. Un tinglado de trabajo líquido y empleos gaseosos que solo puede paliarse reinventando redes de apoyo mutuo y empatía en la sociedad civil que eviten el solipsismo laboral como una nueva servidumbre distópica.
Eso, o tirar por la calle del medio, y empezar a decir adiós a un concepto fetiche de “homo faber” que canoniza el trabajo asalariado (y forzado) para disciplinar la desigualdad y la servidumbre como indispensable status vital. Eso incluye desacreditar, e incluso desacralizar, el código fuente “trabajo”, dentro de un proceso general de desmercantilización de la existencia. Empezando por recordar que la expresión “trabajo” procede del latín “tripalium”, palabra que designaba al yugo de tres palos con que se amarraba a los esclavos para azotarlos. Solo así se puede empezar a alumbrar algo. Porque cuando nos limitamos a insistir obsesivamente en los desastres del sistema sin cuestionarlo de raíz estamos aceptando su lógica interna. Podemos y debemos denunciar hechos incuestionables, como que nuestro país sea el segundo país de Europa en empleo precario o el quinto con más trabajadores autónomos. Pero aceptar el código fuente de semejante distopía implica también asumir como efecto bumerán la contraparte de tener el segundo “capital humano” con menor índice de productividad del continente. Con el simple bucle acción-reacción, sin proactividad rupturista, no hay salida del laberinto. No confundir todo esto con la Renta Básica Universal (RBU), que puede ser el modelo de beneficencia del mundo neoliberal para continuar la dominación y la explotación.