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Coronavirus
Ni el 128 ni el 135
La Constitución que pactaron en 1978 los jerarcas del viejo y del nuevo régimen no está en su mejor momento de popularidad; de hecho ya hay voces que llaman a cambiarla. Es de temer que no todas esas voces estén pensando en dotar al texto de normas claras y contundentes a favor de los sectores más precarios. Lo cierto es que, con la carta magna en la mano, los derechos a un puesto de trabajo digno, a una vivienda habitable, a unos servicios públicos universales y de calidad se quedan en buenas palabras: no obligan a los sucesivos gobiernos a garantizar el cumplimiento a rajatabla de tales artículos.
Sabiendo esto perfectamente, Pablo Iglesias proponía recientemente que se volcara todo el contenido social de la Constitución española, como fórmula para contrarrestar los efectos del coronavirus en la economía de los más pobres. Decía el vicepresidente Iglesias que el artículo 128 permite subordinar la riqueza del país al interés general, así como intervenir los recursos y servicios esenciales para responder a una situación de emergencia. Cierto que algo así pone en ese apartado, pero un poco más abajo, concretamente en el artículo 135, una modificación aprobada de tapadillo en pleno verano de 2011 -mediante un pacto del PSOE y el PP- establece, con bastante más concreción, que el pago de la deuda pública es prioritario frente a cualquier otro gasto del Estado y que todas las administraciones tienen que respetar el déficit público que marca la UE. Curioso, por tanto, que no se pida la derogación inmediata del retocado 135, que está en el origen de los recortes del gasto social que ahora lamentamos por la falta de personal y de recursos sanitarios, y se invoque un 128 que es tan progresista como ambiguo.
La pandemia que estamos sufriendo ha dejado al descubierto, en apenas unas semanas, los fallos y carencias de un sistema -el capitalismo, liberal o de Estado- que durante décadas ya han venido advirtiendo movimientos ecologistas y alternativos. Un virus ha logrado lo que no consiguieron montones de informes y estudios sobre los efectos demoledores de este modelo económico y social, cuya base es la explotación ilimitada de los recursos y el crecimiento constante de los mercados y del consumismo.
Parece indiscutible que lo prioritario ahora es superar esta crisis sanitaria, que está afectando prácticamente a todo el planeta, con independencia de que en cada país tenga su incidencia particular y de que unos gobiernos hayan cometido menos errores que otros. En algunos casos -como el de supeditarlo todo a la economía- no se puede hablar de errores, sino de obediencia debida. Pero es evidente que tras la pandemia se abre una situación totalmente nueva e impredecible. En primer lugar porque el modelo triunfal desde la caída del bloque del Este ha mostrado su fragilidad y su improvisación.
El sistema capitalista, cuya divisa es el beneficio económico y el triunfo personal por encima de cualquier valor ético y solidario, vuelve a dejar abierto el futuro inmediato y nos pone ante las narices la necesidad de ser responsables de nuestras vidas y de buscar alternativas de sociedad.Por supuesto que no todo el mundo va a salir del confinamiento con un nuevo compromiso de lucha por un mundo más justo, libre, solidario y ecológico. Mucha gente seguirá con sus hábitos de consumo, con sus ideas insolidarias, xenófobas y autoritarias; eso es previsible, porque cambiar la mentalidad es una tarea compleja y porque el sistema seguirá utilizando sus herramientas de control y manipulación; incluso es muy probable que las haya mejorado con la puesta en práctica durante el aislamiento de sofisticadas formas de vigilancia, filtrado de la información, administración del miedo, supresión de derechos básicos, etc.
Sin embargo, para las personas y colectivos que durante los últimos años hemos mantenido posturas críticas y de lucha, el nuevo panorama nos puede permitir trabajar con una mayor carga de argumentos y razones a favor de cambiar las cosas, de revolucionarlo todo: tenemos una experiencia colectiva reciente que ha demostrado que ya no sirven los parches y las promesas. No es cuestión de cambiar constituciones o gobiernos para que nada cambie. Tampoco está el patio para otro pacto social que pase la factura de la crisis a los de siempre.
El momento que puede presentarse requiere rapidez e imaginación para hacer propuestas que vuelvan a situar los servicios públicos (sanidad, enseñanza, pensiones, residencias de mayores, etc.) por encima de cualquier otra partida presupuestaria. Recuperar (quien la tenga aparcada) la reivindicación del reparto del trabajo y la riqueza mediante la reducción de la jornada laboral, el adelanto de la edad de jubilación, la implantación de la renta básica y la justicia tributaria. Tiempo también de frenar la locura desarrollista para revisar cuestiones de urbanismo, de transporte, de producción y distribución. Ocasión de oro para detener el cambio climático y la destrucción de nuestro entorno natural. Es la hora de invocar un mundo sin alambradas, sin ejércitos, sin represión.
Acabamos de ver que la vida, la vida en comunidad, es lo más valioso. Otros referentes, como el dinero o el éxito han caído mucho en la escala de valores. Ahora toca construir nuevos sueños... o desempolvar viejas utopías.