Derecho a la vivienda
Autorreducirse el alquiler para vivir bien y combatir al capital

La campaña llevada a cabo por los sindicatos de inquilinas de no pagar los aumentos injustificados y las cláusulas abusivas cobra fuerza tras la multitudinaria manifestación del 13 de octubre.
Manifestación vivienda 13O buenas - 32
“Tenemos las llaves de todas las casas”, sonó en la manifestación del 13 de octubre, una invitación a la huelga de alquileres. Álvaro Minguito

Sindicato de Inquilinas de Madrid @andrestlm_

22 oct 2024 06:00

Tras la manifestación del 13-O, un facha alegre de Twitter respondía a un llamado a organizar la huelga de alquileres por parte del Sindicato de Inquilinas con un dibujo satírico. En este, generado por IA, se ve a un montón de gente del sindicato disfrutando de un gran banquete. “Esto es lo que buscan”, advertía. A muchos en las grandes centrales sindicales podría costarles librarse de la acusación de comegambas y ese no es nuestro caso. Aun así, podemos darle la razón a nuestro amigo facha. Claro que buscamos eso: queremos bajar el precio del alquiler —hasta hacerlo desaparecer— para vivir bien. La vida buena es una posibilidad que también nos pertenece y no vamos a esperar a que nadie nos la regale: queremos organizar esa posibilidad.

Hasta donde sabemos mis compañeros de piso y yo, nuestros caseros ‘solo’ tienen nuestra casa —que heredaron— en alquiler. Son lo que con cierta compasión nombran políticos y prensa generalista como pequeños propietarios. Gracias al piso que heredaron nuestros caseros ingresan sin hacer nada 1.500 euros extra cada mes. El sueldo más común en España en 2022 —último dato disponible, aunque nuestro contrato también es de ese año— fue de 1.215 euros mensuales en 12 pagas. El abismo entre quienes no pueden acceder a una vivienda en propiedad y rentistas es evidente, incluso cuando estos últimos son “pequeños propietarios”. Entonces, bueno, es fácil de entender que nos den igual las lágrimas de cocodrilo de muchos pequeños rentistas cuando se quejan de inseguridad jurídica. Inseguridad la nuestra, que no llegamos a cobrar más de lo que cuesta un techo. 

Podemos darle la razón a nuestro amigo facha. Claro que buscamos eso: queremos bajar el precio del alquiler —hasta hacerlo desaparecer— para vivir bien

La cadena de responsabilidades en esta crisis de vivienda es larga y compleja: abarca desde pequeños y grandes rentistas hasta políticos de todo el arco parlamentario. A estas alturas ha quedado claro que nadie va a solucionar este problema por nosotros —al fin y al cabo, no es su problema—. Resolverlo depende de nuestra capacidad para crear un poder independiente y desobedecer colectivamente. 

Empieza a formar parte de nuestro imaginario la posibilidad real de organizar una huelga de alquileres. Da vértigo, pero tenemos la determinación de intentarlo. Podemos contagiarnos de la alegría de desobedecer de otros que han venido antes que nosotros. En la Italia de los 70, afectada por la crisis económica del capitalismo global, hubo una llamada al orden que seguro nos resulta familiar: los trabajadores debían apretarse el cinturón por el bien de la economía nacional. Incluso —o sobre todo— el Partido Comunista (PCI) formó parte de esa llamada al orden. En ese contexto surgió el movimiento de las autorreducciones.

Masivamente, proletarios de toda Italia redujeron y autorregularon el precio de muchos servicios y mercancías. Un número importante de obreros sociales de todo el país, organizados autónomamente en agrupaciones que no reconocían la tutela de los partidos y sindicatos de la izquierda clásica, fueron capaces de impulsar un movimiento generalizado de autorreducciones en los precios de la luz, el teléfono, el alquiler, el supermercado o el transporte público. En algunos casos se dejaba de pagar; en otros, se pagaba un precio simbólico muy reducido o aquel que se considerara justo. “Los bienes que hemos tomado son nuestros, como es nuestro todo lo que existe en la medida en que lo hemos producido” u “organicémonos para pagar un precio que corresponde a nuestros ingresos” eran algunas de las consignas que se repetían en panfletos de la época. 

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Las autorreducciones no se limitaron a bienes de primera necesidad. Un grupo lo suficientemente grande de obreros podía usar su relación de fuerza para ir a ver cine de estreno a un precio asequible. Hay quien se atrevió incluso a ir a los restaurantes de lujo que llenaban aquellos que llamaban a la nación a apretarse el cinturón. Todo este prolongado movimiento de autorreducciones fue posible porque, paralelamente, existían en los centros de trabajo conflictos muy potentes sostenidos por los colectivos autónomos: había un poder obrero organizado en las fábricas y un movimiento de autorreducciones de precios que extendía el antagonismo a otros ámbitos de la vida. 

Es fácil de entender que nos den igual las lágrimas de cocodrilo de muchos pequeños rentistas cuando se quejan de inseguridad jurídica. Inseguridad la nuestra que no llegamos a cobrar más de lo que cuesta un techo

Y aquí la doble lección que, salvando las distancias, podemos recuperar de aquellas experiencias. Por un lado, en los centros de trabajo hubo una organización autónoma y radical que llegó a impugnar la relación laboral misma y la centralidad del trabajo en la vida. Por otro, y más allá de eso, hubo un movimiento desbordante de autorreducciones que por la vía de los hechos permitió a la clase de los desposeídos afirmar: somos algo más que unos pordioseros, no nos va a faltar de nada de lo que necesitamos y de vez en cuando también nos regalaremos algunos lujos. 

El llamado a organizar una huelga de alquileres que estamos realizando tiene también esa doble cara, y habría que tomarse las dos en serio. Por una parte, precisamos extender el conflicto con diligencia y desarrollar estructuras sólidas que permitan sostenerlo incluso a las personas en posiciones más precarias. La huelga de alquileres tiene que ser masiva. Cuando llegue el momento, será un golpe bien dirigido y no un salto al vacío. Ahí no debe de guiarnos la impaciencia, sino una buena inteligencia táctica. 

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Por otra parte, debemos entender este proceso de desobediencia colectiva como un agenciamiento alegre y dar rienda suelta a los deseos latentes que van más allá de los marcos establecidos. Este conflicto ha venido fraguándose desde la certeza prolongada de que estamos ante una situación límite en materia de vivienda, y también desde la rabia y desafección que genera pagar rentas desorbitadas cada mes. No olvidamos la persistencia de los desahucios —por mucho que Errejón y Pedro Sánchez lo repitan, no han parado— ni a la gente que okupa porque no puede permitirse ni un alquiler ni una hipoteca. Nos organizamos desde ese descontento y para garantizar el derecho a la vivienda, sí, pero también nos moviliza y ha movilizado socialmente el deseo de una vida distinta a esta, que a ratos tanta rabia nos da. Así que cuando un facha nos diga que queremos bajarnos el alquiler para pegarnos grandes banquetes le diremos que sí, que eso nos apetece tanto como a él. 

Empieza a formar parte de nuestro imaginario la posibilidad real de organizar una huelga de alquileres. Da vértigo, pero tenemos la determinación de intentarlo. Podemos contagiarnos de la alegría de desobedecer

La izquierda, institucional o no, lleva tiempo encerrada en la cárcel de lo realmente existente. Faltan alternativas reales al estado de las cosas y las únicas propuestas han sido reactivas: “Vótanos (por favor), que viene la extrema derecha”. Mientras tanto, todo empeora y la derecha está más cerca. Parece que es ella la única que se ha atrevido a ofrecer salidas diferentes a lo ya dado, por muy terribles que nos parezcan. 

Si jugamos bien nuestras cartas, podemos convertir la manifestación del 13-O en un punto de inflexión también en este sentido. La huelga de alquileres ahora forma parte del debate público y pensamos que es factible organizarla. Con esto, nuestro espacio político —que ahora se abre— tiene la posibilidad de hacer algo que la izquierda ha sido incapaz de hacer durante por lo menos el último ciclo político: organizar futuros mejores y deseables. Estos futuros no tienen por qué tener solo que ver con resolver o paliar el problema de la vivienda. Pero para volver a apropiarnos de la capacidad de soñar colectivamente es preciso arrancar victorias que acerquen el sueño de la emancipación social al horizonte de lo posible. Librar la batalla de los alquileres —y más ampliamente la de la cuestión de la vivienda— puede ser una de nuestras cartas: batallamos contra la cancelación del futuro. 

Unos militantes del Movimiento Socialista algo desorientados se preguntaban en un artículo antes del 13 de octubre si formaba parte del proyecto del Sindicato de Inquilinas colaborar con el Gobierno progresista. Podemos tener la cortesía de responder una vez más: no, nuestras alianzas las encontramos entre las organizaciones que trabajan por ampliar la potencia colectiva de nuestra clase generando poder desde abajo. Por eso estamos en proceso de confederar nuestras luchas con distintos agentes de los movimientos sociales y organizaciones del sindicalismo laboral combativo. Participar en la manifestación del 13-O fue una apuesta arriesgada. Significaba lidiar con agentes que no son de nuestro agrado —PSOE, Más Madrid, sindicatos mayoritarios…— y que tienen posiciones contrapuestas a las nuestras. Las posibilidades de cooptación de la manifestación y del debate público por su parte estaban dadas, pero a día de hoy no cabe duda de que nuestras voces se han escuchado más alto y que el discurso que se ha impuesto es el nuestro. Esto es un reflejo de nuestra fuerza y de la fuerza de los conflictos en torno a los que nos organizamos, además de una demostración de que a veces puede salir bien hacer política en terrenos impuros. 

La izquierda, institucional o no, lleva tiempo encerrada en la cárcel de lo realmente existente. Faltan alternativas reales al estado de las cosas y las únicas propuestas han sido reactivas

Si hay tanto trabajo militante en los movimientos sociales depositado en el conflicto de vivienda, si es una apuesta que lleva presente tanto tiempo, es porque al menos estamos de acuerdo en que es una cuestión que en algún momento podría permitirnos hacer política de mayorías cuestionando uno de los pilares del sistema capitalista actual. Sabemos que el problema de la vivienda no es resoluble dentro del capitalismo y, justamente por eso, sabemos que es un conflicto que extendido hasta su último término puede generar un sentido común que desee y luche por un mundo diferente a este. Las soluciones que nos ofrece el campo progresista solo sirven a los rentistas: aprovechémoslo y organicemos una salida real. 

En la huelga de alquileres podemos encontrar una nueva relación de fuerza contra el capital. El capitalismo atraviesa una larga crisis provocada en parte por la progresiva pérdida de productividad del trabajo. El capital encuentra cada vez más dificultades para obtener plusvalías suficientes del trabajo vivo —fuente última de todo su valor— y por eso el capital financiero huye desesperadamente hacia circuitos secundarios de extracción de rentas. Así, la vivienda ha resultado ser uno de sus negocios más rentables y el alquiler se ha convertido en su inversión paradigmática desde la crisis del 2008 —peces gordos como Blackstone o Nestar tienen en su poder una parte nada despreciable de los activos inmobiliarios del país—. 

Una huelga de alquileres o tácticas sindicales como #NosQuedamos —negarse a una subida del alquiler al término del contrato— interfieren directamente en las posibilidades de realización de parte del capital financiero y merman sus opciones de acumulación a través de la vivienda —esta puede dejar de ser un negocio rentable—. En términos clásicos, se sitúa el valor de uso de la vivienda —que reivindicamos como derecho universal— por encima de su valor de cambio —se niega su carácter de mercancía—. 

La huelga de alquileres es una estrategia del rechazo: rechazo a pagar por la vivienda, rechazo a su carácter de activo del capital financiero (o de un pequeño rentista), rechazo a su carácter de mercancía. Los inquilinos son unos de los ‘dadores’, realizadores, del capital financiero, al igual que la fuerza de trabajo lo es del capital general. El capital no se sostiene por sí mismo; su poder de mando sobre la sociedad lo sostiene la fuerza de trabajo que subsume y, en segundo término, la renta que extrae. 

Decía Mario Tronti poco antes del ciclo de luchas de los 70 en Italia que es en el acto de producción donde la relación de fuerza entre obreros y capitalistas podía ser favorable a la clase obrera, porque es ahí donde las fuerzas sociales vivas tienen la capacidad de negarse a trabajar —hacer huelga— y, por tanto, de negarse a realizar el capital. Quizás hoy, en economías tan terciarizadas como la española —y no centradas en la fábrica como en la época de Tronti— esa relación de fuerza es más difícil de construir en el mundo laboral (aunque no imposible). Hoy existe la posibilidad de encontrar una posición de poder en torno al problema de la vivienda a través del rechazo organizado a su carácter de mercancía. 

Como hemos venido discutiendo, existe el campo de intervención y hay una relación de fuerza posible por construir —en torno a la común desposesión de vivienda y la realización del capital en la renta—. Al capitalismo se le combate donde la clase tiene la posibilidad de ser fuerte. La capacidad colectiva de decir “no”, de rechazar pagar el alquiler, existe o existirá a través de una organización efectiva y solo a través de eso —este conflicto, por supuesto, no agota todo el repertorio de conflictos posibles ni toda la cuestión de clase: no es toda ella inquilina, ni son todos los inquilinos desposeídos—. 

El capital financiero global ha necesitado refugiarse en el mercado inmobiliario y jugar ahí sus cartas. Muchos “pequeños propietarios” sostienen también su posición social a costa de quienes no tienen el derecho a la vivienda garantizado. En manos de los desposeídos están las condiciones de que la vivienda siga o no siendo un negocio lucrativo. El secreto del rentismo no está en los rentistas que ponen sus viviendas en alquiler, sino en aquellos que pagamos por un techo. 

Todo esto no es una ley teórica, sino una posibilidad práctica. Las intervenciones públicas recientes de distintas cabezas de la patronal inmobiliaria han demostrado que tenemos en nuestras manos hacer algo muy divertido y potente. Esta semana un compañero del sindicato le preguntó en televisión al director de Alquiler Seguro cuánto tiempo podría su empresa aguantar una huelga de inquilinos. El tipo se deshizo en directo y no supo responder. Alquiler Seguro es una de tantas empresas que lleva demasiado tiempo abusando sistemáticamente de sus inquilinos y lucrándose de su falta de expectativas. Y ejemplos como este, muchos: quien eche un ojo a la prensa especializada afín a la patronal inmobiliaria no tendrá problema en encontrar artículos que calibran las consecuencias poco agradables para ellos de una huelga de alquileres. La incertidumbre cambia de bando. 

En la manifestación del otro día se generalizó de improvisto uno con gran carga simbólica: la gente sacaba sus llaveros y los hacía tintinear en alto: “Tenemos las llaves de todas las casas”

Esto es, pues, un llamado a apostar por este conflicto y una invitación a construir la posición de fuerza colectiva que nos es factible en la práctica. Trabajo largo y cotidiano, ya se sabe. Con estas movilizaciones se abre la posibilidad de volver a pensar y a proponer nuevos futuros desde un campo político antagonista. Hay en la invitación colectiva a desobedecer autorreduciéndonos el alquiler pulsiones que desbordan la sola lucha por la vivienda y apuntan a la construcción de una vida diferente. Son promesas contenidas en estas movilizaciones y otras que vendrán —quizás en otros ámbitos y otros frentes, por eso es necesario trabajar alianzas amplias y sólidas— a las que hay que hacer crecer y darles cauce. 

Hay que saber leer la situación y comprender que hay gestos colectivos de gran potencia que no emergen directamente de nuestros círculos militantes, y que sin embargo resuenan con nosotros. Sin ir más lejos, en la manifestación del otro día se generalizó de improvisto uno con gran carga simbólica: la gente sacaba sus llaveros y los hacía tintinear en alto. “Tenemos las llaves de todas las casas”, se decía. La insubordinación colectiva que queremos organizar también está hecha de esas cosas que nos desbordan y que no decidimos en asamblea, porque no somos los únicos que queremos cambiarlo todo. La parte que nos toca a las organizaciones de vivienda y demás agentes de los movimientos sociales es saber leer estas tendencias y trabajar los conflictos que les dan cabida. La huelga de alquileres es uno de esos conflictos posibles: a por ello.

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