Vietnam
Vietnam, el dragón de garras negras

Tras el “milagro” económico de Vietnam, subyace un modelo de explotación que conlleva un alto costo medioambiental y solidifica la desigualdad social. La ciudad de Hai Phong es prueba de ello.
25 nov 2023 06:00

Alrededor de la estación se acumulan olores a grasa frita, al agua turbia del canal, a gasóleo y salitre. No se abalanzan los taxistas a ofrecer una carrera, un par de ellos apenas levantan la mirada de la baraja de cartas para ver qué ha traído el autobús. No vienen muchos turistas a Hai Phong. A medida que cae la tarde, las plazas del centro se llenan de gente jugando al jiànzi (una especie de bádminton con los pies), las avenidas se pueblan de taburetes de plástico en corrillo, los estrechos callejones de barrio soportan el tráfico de las motocicletas y los puestos de comida retoman su actividad frenética. Desde uno de los numerosos puentes, pueden verse destartalados botes fluviales transportando residuos, mercancías y humildes pescadores. Las calles de esta ecléctica ciudad del noroeste de Vietnam son un fiel retrato del prodigioso metabolismo del dragón anamita, una de las economías en mayor crecimiento del mundo.

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Personas jugando al ‘jiànzi’ Mario Marquina

Vietnam es hoy un país de casi 100 millones de habitantes que, tras derrotar en los años setenta al ejército más poderoso del mundo y llevar a término una revolución comunista, en cincuenta años ha pasado de ser una nación de campesinos a convertirse en un país industrializado, multiplicar su índice de desarrollo y jugar un papel clave en el comercio y la geopolítica de la región. Situada en el delta del río Rojo, a unos ciento cincuenta kilómetros de la capital, Hai Phong ha sido testigo predilecta de esta transformación.

Su casco histórico está repleto de cafés antiguos y hoteles que un día fueron glamurosos. Abundan los tonos amarillos y las características contraventanas de estilo colonial, en edificios que sirvieron de administración para la Indochina francesa y que, en una reapropiación ambigua entre la admiración y la conquista, son hoy sedes oficiales y oficinas del gobierno. La tiránica presencia francesa en la ciudad durante la primera mitad del siglo pasado, antes de que independentistas y comunistas se levantasen en armas contra la ocupación, dejó tras de sí una de las mayores comunidades cristianas del país, especialmente entre las clases altas. Las iglesias conviven pacíficamente con pagodas budistas y con el inmenso retrato que hay sobre la entrada de la ópera: el rostro sereno de Ho Chi Minh, el intachable líder e intelectual que guio a su pueblo primero hacia la revolución y después hacia la victoria, y que hoy representa una suerte de religión de Estado.

En el centro de Hai Phong se puede disfrutar de todos los lujos de la economía de consumo global en un ambiente comunitario y relajado. Jóvenes de clase media-alta abarrotan las tiendas, las cafeterías y los puestos de helado. Adultos y retirados se reúnen en los parques para jugar, charlar y cenar en la calle a precios de saldo. El exclusivo barrio de Thượng Lý, situado al noreste, es una discordante recreación de edificios de imitación parisina, con fachadas blancas y tejados negros, donde cadenas internacionales disputan el territorio de lo tradicional. Pero no toda la ciudad reluce de la misma forma.

Es habitual entre las clases bajas de Hai Phong que las familias prioricen el trabajo a los estudios porque, o bien lo necesitan para poder mantenerse a flote, o bien suponen de antemano que sus condiciones serán incompatibles con un buen expediente “que los lleve a ningún lado”

Esa noche, en una habitación estrecha, se amontonan casi cuarenta hombres en literas oxidadas. En una de ellas duerme Hoàng Khang, un joven de 19 años. Estamos al sur de la ciudad, en una zona de karaokes, salones de videojuegos y bares tomada por la juventud, y ellos son marineros de excedencia en un curso intensivo de inglés. “He estado en todo el mundo” dice Hoàng mientras cenamos, “también en tu país, en Barcelona. Pero si no hablas inglés sólo puedes hablar con tu tripulación y no te contratan en empresas internacionales, que son las que más pagan”. Al igual que la mayoría de los presentes, empezó a trabajar en un barco a los quince años, la edad en que termina la educación básica obligatoria.

Al parecer es habitual entre las clases bajas de Hai Phong que las familias prioricen el trabajo a los estudios porque, o bien lo necesitan para poder mantenerse a flote, o bien suponen de antemano que sus condiciones serán incompatibles con un buen expediente “que los lleve a ningún lado”. Pero Hoàng Khang parece resignado y optimista: “No me importa. Me gusta el trabajo, como a mi hermano. Y voy a tener un buen futuro” afirma, con la convicción que sólo da la promesa, en las economías en crecimiento, de que el ascensor social no está averiado.

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Sin embargo, los datos apuntan lo contrario. Aunque, según el Banco Mundial, la tasa de incidencia de la pobreza en Vietnam era del 80% en 1992 y del 6% en 2020 —dicho de otro modo, en 1990 Vietnam era uno de los países más pobres del mundo, con un PIB per cápita de 98$ frente a los 1.000$ de 2010—, también en 2020 el 20% más rico de la población acaparaba casi la mitad de la riqueza del país, mientras que el 20% accedía a poco más del 5%, en una tendencia de desigualdad y cronificación de la pobreza que tiende a agravarse.

La ciudad despierta a las cinco de la mañana. Aunque los estudiantes aún duermen y la calle, vaciada de música y gente, parece desierta, el amanecer es territorio de sus más antiguos habitantes. Antes de que las motocicletas y los autobuses reclamen la calzada, los ancianos pasean en bicicleta, compran tofu recién hecho y seleccionan las verduras más frescas en la puerta de los establecimientos, mientras charlan animadamente o barren las aceras. Pero el oasis de tranquilidad dura poco. Al llegar las seis, una horda de trabajadores hambrientos se detiene por el camino a comprar el desayuno o el almuerzo en su local favorito.

En 1986, tan sólo diez años después de la victoria y de la reunificación del país bajo una sola bandera, el Partido Comunista de Vietnam aplicó una serie de reformas de libre mercado conocidas como Đổi Mới (literalmente, “renovación”). Estas reformas constitucionales establecieron “una economía de mercado, limitada por la dirección estatal y las orientaciones socialistas” abriendo las puertas a la inversión extranjera, y sumándose así al carro de países del Sur Global que formarían parte del proceso de deslocalización de industrias occidentales. Décadas de mano de obra barata impulsaron la economía y, gracias al esfuerzo mal remunerado de sus trabajadores, Vietnam levantó su actual infraestructura.

Activismo
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Las grandes beneficiadas, como siempre, fueron multinacionales como LG Electronics, a cuyo titánico parque empresarial se desplazan en moto y en autobús miles de trabajadores desde Hai Phong cada día. Cerca de una de las paradas se encuentra Nhi, una sonriente mujer de mediana edad y baja estatura, que se dirige a una de las manufacturas textiles del parque industrial en chanclas, con una bebida con hielo en una mano y una tartera en la otra. Su turno empieza a las siete, no tiene marido ni hijos, y dedica su tiempo a trabajar y a asumir el creciente coste de la vida, especialmente de la vivienda. El coste del alquiler devora buena parte de los salarios de los trabajadores que, como Nhi, migran desde zonas rurales en busca de trabajo, en ocasiones, llegando a desplazarles de vuelta a sus lugares de origen. Si se afina la mirada, no es difícil incluso ver auténticas comunidades de trabajadores malviviendo en las obras, trasladando el colchón, el hornillo y la ropa tendida, de esqueleto de hormigón en esqueleto de hormigón. Lo poco que le sobra de salario a Nhi lo envía al hogar paterno, en la provincia de Lang Son, a donde, confiesa, después de cuatro años trabajando aquí, “estoy deseando volver”.

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En dirección opuesta a la que toma Nhi, el último de los autobuses regulares se detiene en la zona del delta portuario. Lejos quedan los barrios de limpias y amplias avenidas, los cafés chic y los caprichos de costura. Un cielo negro de contaminación y un paisaje de vivienda barata, industria pesada y carga se despliega antes de llegar al mar. Sin ninguna barrera por delante, miles de camiones con containers ruedan sobre el asfalto las veinticuatro horas del día, haciendo insoportable la vida cerca de la carretera, cuyas fachadas y rostros acumulan todas las partículas de suciedad que hay en el aire. Depósitos de carbón, fábricas de cemento, industria alimentaria, vertido de aguas residuales... la mascarilla, habitual desde hace años en el centro de todas las ciudades vietnamitas, prácticamente carece de utilidad. Todo invita a alertar a las autoridades del desastre medioambiental y de sus efectos en las personas y en el territorio. Pero las autoridades son cómplices, cuando no responsables.

Según la OMS, al menos 60 mil muertes al año en Vietnam están vinculadas directamente a la contaminación atmosférica, que es la principal causa de enfermedades cardíacas y respiratorias

Según la OMS, al menos 60 mil muertes al año en Vietnam están vinculadas directamente a la contaminación atmosférica, que es la principal causa de enfermedades cardíacas y respiratorias. A escasos 50 kilómetros de aquí, justo detrás de la famosa bahía de Ha Long que ocupa todas las postales, la tierra se abre como una yaga negra en Cao Sơn, una gigantesca mina y planta de carbón a cielo abierto. Estudios locales denuncian la presencia de metales pesados en el agua y el suelo vinculados al carbón, que llegan a superar 300 veces el estándar de partículas tóxicas marcado por el gobierno vietnamita. Hoy, este combustible fósil representa el 38% de la producción eléctrica. La que es, sin duda, su fuente más barata y más fiable para sostener la creciente demanda de la industria y de los consumidores, también es la más contaminante.

La activista Nguy Thi Khanh, fundadora de GreenID, que denunció las catastróficas consecuencias de ampliar el uso de este combustible fósil, fue detenida en junio de 2022 por supuesta irregularidad fiscal. Pese a las promesas de reducción de emisiones firmadas en el Acuerdo de París para 2030, y la vulnerabilidad de la economía vietnamita ante la crisis climática, se acallan voces disidentes al mismo tiempo que plantas y minas como Cao Sơn proyectan nuevas ampliaciones para ese mismo año.

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Llega la hora del almuerzo sin apenas rastro del sol detrás del cielo amarillento. Toneladas de basura y escombros se acumulan en las esquinas. Los canales se saturan de plástico junto a precarias viviendas de madera y chapa. Quienes no descansan en cuclillas se apelotonan en las cantinas y en los grandes restaurantes, a reventar de trabajadores agotados. No faltan el licor y la cerveza, gallinas sueltas, prostíbulos, vigilantes durmiendo, perros callejeros, torsos desnudos cubiertos de tatuajes reservados a la mafia ni el murmullo incesante de la carretera, como una cinta transportadora que no para de rugir con el ruido del progreso.

En una de las garitas del puerto, un grupo de estibadores y amarradores aprovechan el descanso para echarse sobre una cama de mimbre, compartir alcohol casero y apurar el último cigarrillo. “Sí, sí. Días muy largos. Mucho trabajo. Solo tomamos té y esto” dice uno señalando al aguardiente. El más joven intenta dormir pese a las voces de sus compañeros. Las jornadas son largas y la seguridad brilla por su ausencia. “Es peligroso, es duro, pero el sueldo es bueno” opina otro, y los demás coinciden. Con eso basta.

Si Hai Phong es prueba de algo, es de que “milagros” económicos como el vietnamita sólo son posibles a costa de las vidas de la clase trabajadora, un modelo de extracción y explotación que conduce al desastre medioambiental y a la solidificación de la desigualdad. La economía alza el vuelo, pero el dragón de oro tiene las garras negras.

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