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La vida y ya
Mujer cosiendo
Un amigo me mandó un mensaje que parecía un microrrelato. A menudo, en medio de las prisas por teclear letras, no hay una bocanada para buscar entre las frases posibles una que se salga de lo común. Que consiga que tu cerebro se detenga expectante, apresado por las tres primeras palabras, a pesar de que la longitud del mensaje supera con mucho lo habitual. Unas líneas que, contra pronóstico, te llevan irremediablemente a hacer algo que casi nunca ocurre: volver al principio del mensaje que acabas de terminar de leer para comenzarlo de nuevo.
El tema no se salía de lo común, pero tenía eso que ocurre a veces con los relatos. Eso que te lleva a tocarte la piel, a reconocerte de alguna manera en lo que cuenta y que, aunque lo intentas, no consigues entender por qué tiene tanto que ver contigo.
La protagonista era una mujer cosiendo, sentada junto a una mesa camilla, la caja metálica de costura en la mesa, algo de tela en la mano, la mirada atenta a la aguja y a la próxima puntada, las gafas al filo de la nariz.
Esas telas y tapetes que hablan de puntadas deshechas para arreglar los errores de algo que salió mal
Hablaba de sus abuelas, ¿o era de las mías? De esas mujeres que se sentaban a coser o tejer cuando el resto de tareas ya estaban hechas. Pacientes, en calma, pensando. Como tratando de agarrar para sí mismas un tiempo que era para otras personas: para las rodilleras de un pantalón de su nieta, para el jersey de su hija, para adornar con una guirnalda de ganchillo el mantel junto al cual se sentarían a comer los días de celebrar.
Él recordaba que sus abuelas le pedían ayuda para enhebrar el hilo cuando los ojos ya no daban, aunque esa tarea de coser estaba vedada a los más pequeños de la casa por el riesgo de pincharse con la aguja. Para mí nunca estuvo prohibida. Mis abuelas, ambas, se ofrecieron en muchas ocasiones a enseñarme a coser o a hacer ganchillo. Yo no quise aprender. En mi familia abundaban mucho más las mujeres que los hombres. Abundaban mucho más las mujeres que sabían cocinar, las que sabían limpiar hasta dejarlo todo impoluto, las que sabían quitar los mocos de sus hijas, las que cuando todo estaba ya en calma, a la noche, seguían haciendo eso que hacían mis abuelas. Pensar, agarrar un trozo de tiempo para sí mismas mientras seguían haciendo con sus manos tareas para otras personas. Y yo no quise aprender.
Tapetes hechos con manos arrugadas que dejaron impregnado un lugar al que aferrarse en los días de vértigo
Sin embargo, en todas las casas en las que he vivido, he colocado alguno de los pequeños tapetes cosidos o bordados o tejidos por ellas. Como si lo más importante que me enseñaron estuviese ahí, anudado entre los hilos trabajados en las noches después de que todo lo demás ya estaba hecho. Esas telas y tapetes que hablan de puntadas deshechas para arreglar los errores de algo que salió mal, que recuerdan la importancia de rematar bien las cosas que tienen que ser terminadas. Que cuentan que a veces se acaba el hilo de un color y piensas que no hay por dónde seguir o que te pinchas y duele. Que recuerdan que llega un día en el que te das cuenta de que necesitas a otra persona para que te ayude a enhebrar la aguja.
Y cuando veo alguno de esos tapetes, como el que ahora está colocado debajo de la lámpara para leer, sé que a pesar del hilo que a veces se acaba, del tiempo que a menudo escasea, de los errores que parecen insalvables, nunca se rendían hasta que la labor quedaba con la perfección necesaria para poder ser regalada. Tapetes hechos con manos arrugadas que dejaron impregnado un lugar al que aferrarse en los días de vértigo.
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