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La vida y ya
Cometas
Cuando vi cómo las construían nunca pensé que podrían volar. Ni alto ni bajo. Estaba convencida de que sería imposible que se quedaran flotando en el aire como un ave que planea por el placer de dejarse llevar. Dos palos. Una bolsa de plástico. Una cuerda con muchos nudos que enlazaban unos pedazos con otros porque no tenían una lo suficientemente larga. Querían que volara bien alto. Los niños y las niñas me miraban y se reían. Les sorprendía que nunca hubiera visto construir una cometa.
En realidad no es que yo nunca hubiera volado una. Cuando era pequeña, en la playa, con mi padre y mi hermano levantábamos en el aire una que tenía un dibujo de un superhéroe. Recuerdo que corríamos para lanzarla y que mi padre siempre nos decía que había que sujetar fuerte el hilo porque, si lo soltábamos, la cometa se iría volando muy lejos. Eso hacía todavía más tentador abrir la mano. Imaginar dónde llegaría liberada de la atadura del hilo que, en nuestro caso, era de nailon. En esa playa de mi infancia la nuestra no fue la única cometa detrás de la cual corrió algún padre.
Dicen las estadísticas que el tiempo de las niñas y niños para jugar de forma autónoma se ha ido reduciendo drásticamente en las últimas décadas
Jugar es una necesidad que va intrínsecamente ligada a nuestra naturaleza, igual que a la de otros mamíferos. Jugar como una forma de dar rienda suelta a la curiosidad. Jugar para profundizar en los intereses. Jugar para aprender en interacción. Jugar como una manera de pintar fuera de los contornos establecidos. Jugar para dejar volar la imaginación. Jugar para explorar. Jugar para aprender a asumir riesgos. Jugar y, para poder hacerlo, tener que llegar a consensos.
Dicen las estadísticas que el tiempo de las niñas y niños para jugar de forma autónoma se ha ido reduciendo drásticamente en las últimas décadas. Pasan menos horas al aire libre, van acompañadas al colegio hasta edades más tardías y tienen sus vidas supervisadas por adultos mucho más tiempo. No siempre ha sido así, hay estudios de antropología que dicen que, durante la mayor parte de nuestra historia, las niñas y niños jugaban todo lo que querían. Jugaban, también, como una manera de aprender de la naturaleza.
La educación se ha convertido en un proceso en el que, como dijo un alumno una vez en un discurso que leyó en la fiesta de fin de curso, “vales lo mismo que el número de tu nota”. Donde lo importante es el rendimiento, la meritocracia, embutir información porque parece que de eso dependerá que encuentren un buen trabajo.
Y, en ese proceso, la educación está centrada cada vez más en el individuo, no en el colectivo. Mirando con detenimiento los “yo”. Olvidando que, quizás, lo importante es poner el énfasis en la comunidad, en que estemos bien, no en que yo esté bien.
Y, en ese proceso, el tiempo de jugar se ve reducido en pro de los méritos individuales y, con ello, se disminuye la posibilidad de aprender mientras se juega a cómo llegar a acuerdos, a construir consensos, a ceder.
Las niñas y los niños saben bien la diferencia entre jugar solas y jugar con otras personas. Por eso consiguen, ante la mirada atónita de una adulta, construir una cometa en común que vuela más alto que ninguna otra.