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El Salto de Verano
Un problema con el helado
La autora de Vozdevieja confiesa una adicción inédita y preocupante por la crema fresca.
Tengo un problema con el helado. La gente a mi alrededor lo sabe, yo lo sé. Hacemos lo que podemos para lidiar con ello. Ayuda ser muy maniática y que no me valga cualquiera, pero lo compenso planificando las rutas hacia mis establecimientos favoritos, así que al final estamos en las mismas. Me puedo aguantar las ganas de fumar, las de dormir, las de pizza, pero esto es otro nivel. En invierno y en verano, pero sobre todo en verano porque es más fácil acceder al manjar, se me ve por la calle andando despacio, comiendo helado sola con los ojos risueños bajo las gafas de sol.
La primera vez que tuve contacto con el helado fue a los tres o cuatro años. Pedí un cucurucho de limón y, cuando lo probé, una enorme fogata prendió en mi interior. Unos días que parecieron meses después pedí uno de fresa. Pasé unos años oscilando entre aquellos dos sabores, mis únicas opciones, llorando desconsoladamente si alguna vez me ponían sirope de chocolate por encima. Apartaba las hebras marrones con una meticulosidad rabiosa y cara de disgusto mientras el manjar se derretía y chorreaba por la parte de abajo del barquillo. Todo lo que hay ahora en mí estaba ya entonces. Obsesiones y manías a lo largo del día entero. Es asombroso hasta qué punto podía disgustarme la forma en que el helado se derretía a costa de mi falta de destreza. Tenía que aprender a moverme rápido, a manejar eficazmente los alimentos, desarrollar la técnica cuanto antes. El punto óptimo de aquella técnica lo alcancé al tiempo que descubría que el chocolate, sorpresa, sí me gustaba. Vaya que si me gustaba.
Divertida ante semejante pasión, mi madre echó cuentas y se acordó de que su antojo por excelencia durante el embarazo había sido el helado. Que a lo mejor lo estaba pidiendo ya desde dentro, especulaba, porque a ella en teoría no le gustaba tantísimo, o que había inaugurado la inclinación aquella preferencia suya transitoria. Mi teoría es que yo no quería nacer, que me daba tanto miedo el mundo que hubiera preferido menguar allí dentro sin tener que asomar nunca la cabeza, pero que, a base de helado, mi madre me agasajó y acepté ese trato injusto que los adictos son capaces de firmar a cambio de otra dosis.
Ya puesta a tomarme el universo de la crema fresca como una razón dotadora de sentido vital, mi afición llegó lejos. Os preguntaréis a qué me refería antes con lo de que no me valga cualquiera. Con los que venden en el supermercado curiosamente soy bastante tolerante, de hecho si pienso en los momentos más felices de mi adolescencia me veo en el sofá con una tarrina de litro rica y barata frente a un capítulo repuesto de ‘Compañeros’ a las ocho de la tarde. No sé cómo hubiera sobrevivido a semejantes veranos sin los beneficios de aquel ritual sagrado.
Pero en lo que respecta a las heladerías me pongo muy quisquillosa y el hallazgo de una donde hagan las cosas estéticamente a un precio amable se convierte en un evento inolvidable. Siempre prefiero la experiencia completa del cucurucho con dos bolas, y que esas dos bolas incrementen el precio me parece incorrecto. Me fijo mucho en la higiene con que se trata la mercancía, si los sabores están contaminados a base de chorreones desatendidos o de usar las mismas herramientas una y otra vez sin enjuagar. Prefiero las heladerías donde se utilizan paletas en lugar de sacabolas, aunque la palabra “sacabolas” me gusta mucho y puedo aceptar su presencia sin problema en caso de que el utensilio esté limpio y me incluyan las dos bolas de rigor en el precio básico. A estas alturas de exigencia, mi máxima aspiración es que el proceso de preparación en la heladería te provoque un ataque de ASMR que dure toda la consumición. No es necesario pero yo lo tendría muy en cuenta a la hora de fidelizar clientes.
Creo que no está de más que conste que, a lo largo de la redacción de este texto, he apurado dos tarrinas que quedaban en mi congelador, una de vainilla y otra de chocolate. He ido mezclando los dos sabores en proporciones de tres quintos de vainilla por dos de chocolate usando una cuchara sopera y, en ocasiones, he depositado el conjunto sobre una de esas galletas digestivas tan secas. Todo ha salido bien, al gusto mío. Los restos los ha gozado un gato goloso que tengo que ha heredado de mí cierta adicción por los lácteos o tal vez los necesita para seguir soportando la existencia al estilo de la familia. El gato es como un recipiente de cinco litros de helado de leche merengada rociado de canela todo relleno de sorbete de frambuesa. Cuando nos quedamos solos y me mira con esos ojos de interés caramelizado en cuanto cierro la nevera entiendo hasta tal punto su ansiedad que soy incapaz de decirle que no. Luego nos acostamos juntos a echar la siesta y una única hebra de luz le atraviesa el lomo como un chorreón condensado de Nutella blanca. Hundo la cara en su barriga, me lleno la nariz de pelos como virutas de coco que me alcanzan el cerebro y pienso que haber nacido no está tan mal después de todo.
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