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Literatura
Purpurina sobre la almohada
En las noches de verano, cuando el insomnio lleva al límite, hay un instante fugaz de reencuentros con lo sublime.
Ya está aquí el maleficio recurrente propiciado por la inclinación en el eje del planeta. Si tuviera que trazar un paralelismo entre las estaciones del año y el ciclo que atravieso yo, pequeño insecto a semejante escala, diría que el verano coincide con mi síndrome premenstrual. Se trata de una comparación diminuta y totalmente personal, de sobra me consta que mucha gente siente el verano como una espléndida ovulación de tres meses; o el otoño, mi renacimiento por excelencia, como el periodo más triste que quepa imaginar. La cuestión es que, pese a detestar este momento con todo mi corazón, soy capaz de encontrar en él virtudes singulares. ¿Acaso no puede conducirnos un síndrome premenstrual especialmente duro a la composición de un poema descarnado, al horneado del bizcocho más esponjoso?
Durante el día no hay mucho que rascar. Pero cuando las finas sábanas de algodón parece que fueran de plástico bajo el azote del ventilador y el aroma del repelente para mosquitos calentándose en el enchufe embriaga el ambiente, tal vez distingamos ondeando en el aire finas motas de purpurina. La mayor parte del vecindario está ya inconsciente tras horas de lucha contra el insomnio más pegajoso. Nos ha tocado traspasar las fronteras del espanto. Si atiendes la llamada, la arena de los ojos se cae, estos quedan frescos y nítidos. El cuerpo, que antes pesaba, parece ahora cubierto de una miel brillante y ligera. Se mezclan la aceptación de la adversidad con la sutil mejora de las circunstancias que tiene lugar en las profundidades de la madrugada, y la unión de esos factores nos convierte en seres levemente nuevos y distintos.
Por muy chunga que esté la cosa, entre las dos y las seis de la mañana se acaba levantando una brisa tenue y el frescor del inminente amanecer envuelve la oscuridad de una sensación de fortuna primigenia como la lluvia sobre tierra seca. Durante ese periodo se abre una brecha en la espesura gelatinosa del aire. No son necesarias la compañía ni la luz para que el hechizo funcione. Solo hace falta estar ahí, con la ventana abierta, escuchando cómo el mundo trata de descansar a duras penas, y morder el anzuelo del hechizo.
Ninguna señal de aviso, ningún cambio real perceptible. Es algo que pasa de un segundo a otro y que tiene que ver con el abandono del monólogo interior de queja constante al que yo misma me siento tan arraigada, un hilo grueso que se deja de repente colgando despeluchado sin voluntad explícita. Presa de una suerte de hipnotismo, esa leve purpurina brilla un instante sobre la almohada caliente y quien se afligía ante la pesadez del insomnio pasa a celebrar las posibilidades de su propia existencia, libre e intransferible, en una pequeña fiesta privada.
He comprobado en mi carne que las infernales noches de verano propician este encuentro con el propio reflejo lleno de sencillez, curiosidad y plenitud, y así me lo han narrado numerosas veces. Hay quien se levanta para pintar en un arrebato de lucidez, quien de repente es capaz de reseñar la trayectoria vital bajo un enfoque renovado, quien acude con los pies descalzos a la nevera sin ningún remordimiento, a quien le asalta la idea más luminosa para llevar a cabo con ilusión al día siguiente, quien devora trescientas páginas de un libro desplegando a lo largo de las horas sus posturas favoritas, quien se sienta en el suelo a sacar patrones para coserlos a mano, quien mira el techo oscuro y recupera una imagen perdida de los seis años.
Me han hablado de paseos extraviados en camisón, de trayectos en coche con los pasajeros a medio vestir, visitas en chanclas a esas hamburgueserías que abren 24 horas. He visto fotos de maquillajes de extrema fantasía llevados a cabo entre las tres y las cinco. Si quedan imágenes, parecen de otro mundo. Otros escenarios, otros personajes. Cuando no hay documentos, parece que todo fue un cuento, que nunca ocurrió.
Se trata de una gracia que, pese a sus innumerables encantos, no podemos atribuir al hermoso invierno. Sus virtudes son otras, pulidas y potentes como un cristal contra la mejilla. Las características tropicales del verano reblandecen las inmediaciones y las hacen transitables hasta la última esquina. No hacen falta ropa ni calzado, podemos comportarnos como animales que se dejan caer en cualquier lugar con las extremidades colgando.
A mí, claro, me gusta agarrar el cuaderno más cercano clavándome un boli en el dedo con esa pasión de los 14 años que solo vuelve en ocasiones especiales, y me alegro de encarar al fantasma una vez más. Luego lo escondo y lo dejo reposar hasta que se me olvida. Mensajes en botellas que lanzo al mar y que yo misma recojo desde otra orilla de la conciencia. No sé nada de esa persona que me cuenta cosas. ¿Será verdad que vio un desfile de peces cruzando la calle desde la ventana, que luchó contra ceras infernales valiéndose solo de aceite de oliva, que se comió una California con patatas sobre un sofá de plástico rojo, que dejó la almohada cubierta de colorete iridiscente?
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Oh!... me ha gustado mucho tu artículo. Me siento muy identificado. Enhorabuena.