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El Salto de Verano
Festival
Rock’n’roll del futuro en este relato del autor de ‘Como si todo hubiera pasado’.
Recuérdamelo: ¿por qué venimos todos los años a este festival?
—Yo, porque me encanta. Tú, porque te obligo. Por tu bien.
—Eso ya lo sé. Lo que no entiendo es la razón por la me convences siempre.
—Porque tienes que airearte. No puedes pasarte todo el año en ese agujero.
—Sigo sin entender por qué te hago caso. Esto se parece cada vez más a un circo.
—Sí, ¿verdad? ¿A que está guay?
—Cámara antigravitatoria. Tragaláseres. Lucha interdimensional texano-mexicana en la carpa Trashville. Churros al Jägermeister...
—Ya sé por dónde vas. Lo importante sigue siendo la música. El rock’n’roll. Pero todo eso también está muy bien.
—No es serio. Es como un parque de atracciones para adultos.
—A mí me sigue gustando.
—Pues vente con tus hijos, macho. Ya tienen edad, ¿no es así?
—No te creas que no lo he pensado. Pero pasan de mí, como es normal. Nosotros también pasábamos de nuestros viejos a su edad. Además, prefiero venir contigo. Somos colegas de toda la vida, ¿no?
Sí, somos colegas de toda la vida, Raúl. Pero siempre me siento extraño viniendo aquí, al menos estos últimos años. Raúl tiene su familia, su curro, sus viajecitos a la estación lunar: me pone al día nada más nos juntamos en la estación del Hyperloop. Yo no tengo nada de eso; de hecho, es él quien me paga la entrada y todos los gastos.
Es la tradición, ya sé. El primer festi de la temporada, el que inaugura el verano.
—Al menos desde que abolieron el Primavera Sound —solía añadir Raúl—. No había quien lo distinguiera ya de la programación habitual de la ciudad, de manera que ¿para qué seguir con la ficción de que se celebraba cada año en tal fecha? La ciudad y el festival eran lo mismo ya.
Como si no lo supiera: enseguida me explicaría que, aunque algunos seguían llamándola Barcelona, cada vez más se referían a ella como Primavera City.
Vitoria-Gasteiz sigue siendo Vitoria-Gasteiz, una ciudad pequeña y acogedora bajo su domo antirradiación solar, y el Azkena, el Azkena. Supongo que nos gustaba venir también por eso, porque no había agobios, porque el ambiente era distendido y la peña simpática. Porque tocaban grupos míticos que nunca hubiéramos podido ver en directo de otra manera. Y porque descubrías algunos geniales que no conocías.
Hostia.
A este tipo de cosas me refiero con lo de que me siento extraño cuando vengo: por ejemplo, me sorprendo pensando como si algo en el cerebro me estuviera recitando una cuña publicitaria del festival.
—Es que nos hemos quedado parados demasiado tiempo al lado de esa macrounidad de IA —me explica Raúl—. El haz causa interferencias, a veces. Venga, vamos a aquella barra, te invito a algo.
Mientras nos acercamos al bar, Raúl saluda un momento a un tipo vestido con una camiseta de Motörhead que viene con seis o siete amigos más. Yo me quedo un poco apartado, pero no mucho, porque no tengo ganas de quedarme solo y no quiero que se repita un episodio que me ha ocurrido estos últimos años: siempre, en un momento en que Raúl desaparece porque, yo qué sé, se ha ido a mear, a rellenar el cachi o a recargar la servobatería interna, me encuentro con un tipo de pelo rizado, siempre el mismo, que se queda un rato largo mirándome fijamente. Las primeras veces le hice un gesto con la cabeza, pero el tipo seguía a lo suyo, mirándome, y los últimos años, cuando me lo he vuelto encontrar, el que ha dejado de encararlo soy yo; para cuando vuelve Raúl, nunca está, y éste enseguida le quita hierro al asunto cuando se lo cuento. Estoy temiendo que llegue ese momento y por eso no quiero quedarme muy lejos de Raúl, porque estoy seguro de que entre los dos podremos hacerle frente al tipo, si nos lo encontramos, y preguntarle qué coño le pasa conmigo. Raúl siempre ha sido el más echado para adelante de los dos, en las peleas y esas cosas.
Por fortuna, Raúl regresa pronto. Nos acodamos en la barra del bar, pide dos calimochos, cosa que me enternece —¡a nuestra edad!—, consulta en su disco duro el programa del festival y me dice que, después de terminárnoslos, podríamos ir a echarles una ojeada a Berri Txarrak, que se reúnen por primera de vez después de su segunda disolución de 2032.
—Mejor que ver otra vez el holograma de Ozzy ya será… —añade, guiñándome el ojo biónico.
Iba a responderle que prefería ir a uno de los escenarios pequeños, cuando, de repente, veo al tipo de pelo rizado mirándome tan fíjamente como las veces anteriores, y tiro de la camisa a Raúl mientras se lo señalo.
—¿Ves? Es el de todos los años.
—Bah, pasa de él —me aconseja Raúl—. Seguro que es un colgado.
—No, tienes que ayudarme, Raúl. Vamos a por él.
—Ni hablar —me dice, volviéndose de cara a la barra.
Estoy al borde de la desesperación, pero es el tío del pelo rizado el que se acerca a nosotros.
—Así que era cosa tuya… —le espeta a Raúl, que no tiene más remedio que volverse.
—A ti qué más te da —le contesta mi amigo.
—Ahora estoy seguro de que es él. No me lo podía creer. Yo fui el primero en llegar a vuestro lado cuando os cayó el foco encima. Tú ya estabas muerto —me dice, volviéndose hacia mí. No entiendo nada—. Bueno, muerto. Es un decir. Pero sí, muerto.
—No le hagas ni caso, Mario.
—¿No es permanente, verdad? —me toca el brazo izquierdo, lo levanta un momento, como si lo sopesara—. Un modelo desechable, ya me lo parecía. ¿Para lo que dura el festival?
—¡No tengo dinero para más! —estalla Raúl.
—¿Y lo resucitas cada año para venir aquí? Joder, me parece una crueldad. ¿Qué es? ¿sentimiento de culpabilidad?
Ah, seguro que fuiste tú el de la idea de colarse por la zona que estaba acordonada por seguridad, a causa del viento.
Raúl ya no dice nada, simplemente aprieta los puños y se lanza contra el hombre. Yo me quedo quieto en la barra. Enseguida los separan; se llevan al tipo lejos de nosotros.
Raúl se vuelve hacia mí; le sangra un poco la nariz. Yo le miro preguntándole con los ojos. Entonces alarga su brazo derecho por encima de mi hombro, me agarra por el cogote y me mira directamente a los ojos.
—Mira, Mario… —y entonces toca algo ahí, bajo mi pelo, algo que hace clic.
—Mejor nos vamos a ver a Berri Txarrak, ¿te parece?
Me parece.
Mientras vamos hacia el escenario principal, le pregunto:
—Recuérdamelo, Raúl: ¿por qué venimos todos los años a este puto festival?
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