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Personas refugiadas
Rohingya: heridas de un genocidio silenciado
Después de un año y medio de huir de una limpieza étnica a manos del ejército birmano, esta comunidad musulmana sigue malviviendo en los campos de refugiados de Bangladesh. La tasa de natalidad está por las nubes y la situación de los niños preocupa.
“Mire, señor... mire, señor”. A Hossain se le acumulan las palabras mientras señala con el dedo a un niño de ojos negros y tristes. La criatura, que dice tener seis años y llamarse Mohamed, está medio tumbada en un callejón de uno de los campos de refugiados rohingya de Bangladesh, donde casi un millón de rohingyas malviven después de haber escapado de la brutal limpieza étnica a manos del ejército de Birmania. “Él seguro que también ha visto muchas cosas. Seguro que sí, seguro…”, repite Hossain, un joven rohingya que hoy nos ayuda con la traducción. Ese “muchas cosas” es el horror de todo un pueblo.
– ¿Qué has visto, Mohamed?
El niño reacciona rápido a la pregunta de este periodista. De pronto empieza a hablar. Sin parar, como si lo tuviera estudiado.
– Los soldados [birmanos] cogieron a un amigo mío. Le bajaron los pantalones y le cortaron el pene con una espada. A otros niños les ataron las manos por la espalda y los lanzaron al río para que se ahogasen. Y a otros los lanzaron vivos al fuego (...) los quemaron vivos. La lista de atrocidades que Mohamed explica ante la atenta mirada de su madre y de un grupo de vecinos del campamento es diversa y dolorosa. Él lo cuenta con cierta naturalidad, como si el hecho de haber presenciado cómo decapitaban a parte de su aldea fuera una cosa normal. Como si haber visto con sus propios ojos cómo los soldados birmanos amontonaban y quemaban los cadáveres de sus vecinos, también el de su padre y los de sus abuelos, fuera una condena que tenía que vivir. Y es que es en casos como el de Mohamed cuando se puede entender —desde fuera, claro— la cruel persecución que ha sufrido y está sufriendo esta comunidad musulmana, históricamente discriminada por Birmania y ahora víctima de lo que podría ser un genocidio según admitió la ONU el pasado mes de agosto. Hace casi un año y medio, la violencia contra la población rohingya —que pese a haber habitado durante siglos el mismo espacio geográfico no tienen estatus de ciudadanos y son considerados inmigrantes ilegales por las autoridades birmanas— se intensificó en el estado de Rakhin, en el oeste de Birmania, después de que un grupo insurgente de liberación rohingya (ARSA) atacara varios puestos fronterizos a modo de protesta y dejara una decena de muertos.La respuesta del ejército birmano —bajo la excusa de una presunta “operación terrorista”— ha sido despiadada: ha empleado la más atroz violencia para destruir y quemar prácticamente todas sus aldeas y expulsarlos de su hogar. Y parece que lo han conseguido: casi el 90% de los rohingya han desaparecido de la región; unos porque han sido masacrados, los otros porque, como Mohamed, han huido para no morir.
Un éxodo de niños y bebés
La inmensa mayoría de estos supervivientes han llegado a Bangladesh, que en la zona de Cox’s Bazar, al sureste del país, acumula ya nueve campos de refugiados de chozas y chozas que se amontonan sobre colinas deforestadas. Prácticamente todas las llegadas se produjeron de golpe, el verano de 2017, pero todavía hoy siguen arribando algunos de los pocos rohingyas que quedan en Birmania. Ahora, después de un año y medio de éxodo, solo hace falta pasearse unos días por estos campamentos para darse cuenta de que las heridas son aún muy tiernas. Y es que, en perspectiva, la violencia contra los rohingya evidencia otra dura realidad: si es que hay distintas formas de matar, el ejército birmano a menudo ha optado por la más dolorosa, la más macabra.Los relatos de las víctimas explican maneras de asesinar totalmente estudiadas para hacer daño a aquellos que sobrevivían. Muchas veces no eran muertes rápidas, causadas por un disparo o una explosión, sino que preferían ir más allá: los soldados llegaban a las aldeas rohingya y se tomaban su tiempo para violar a las víctimas, decapitarlas, cortarlas en pedazos, quemarlas vivas, mutilar sus partes íntimas y demás barbaridades. Varias ONG han denunciado que esta estrategia —si es que se le puede llamar así— tiene el objetivo claro de aterrorizar a los supervivientes para que no quieran volver a Birmania. El futuro, de momento, no pinta bien. Ellos mismos reiteran que la comunidad internacional les ha dado la espalda, y que su situación de olvido en Bangladesh se está enquistando. Además, y como en la mayoría de éxodos masivos, aquí también abundan los niños, una generación entera que podría perderse debido a este genocidio. Según números de Unicef, el 60% de la población rohingya refugiada en Bangladesh son menores de edad. ¿Qué pasará con todas estas criaturas, sin nacionalidad ni hogar, sin recursos y en una posición de vulnerabilidad total? A Maymunah esta pregunta no le deja dormir por las noches. Tiene 19 años, lleva un velo de color naranja que le cubre todo el cabello, y explica que escapó de Birmania con su bebé después de ver cómo los soldados birmanos mataban a toda su familia. “A mi marido, a mi madre, a mi padre, a mis hermanas, a mi hermano…”, lamenta la joven. En su pecho, un niño de poco más de un año dormita ajeno a todo. A menudo, los sollozos de la criatura interrumpen las tímidas palabras de la madre. Ella mira de calmar el llanto del niño y se lo acerca al pecho, pero sabe que hace días que tiene poca leche. “Necesitamos que vivir en Birmania sea seguro, que nos devuelvan nuestra vida… entonces volveremos, porque queremos volver. Aquí no hay futuro, ni para nosotros ni para nuestros hijos”, insiste Maymunah. A su alrededor un grupo de rohingyas asiente con la cabeza. Casi todos tienen hijos pequeños.
Sentadas sobre un suelo polvoriento y seco, también hay tres mujeres jóvenes embarazadas que evitan el sol de una mañana calurosa de diciembre. Ellas tres son, sin saberlo, otro punto muy importante a tener en cuenta. Las ONG que trabajan sobre el terreno, como Médicos Sin Fronteras, Save The Children, o Acnur, llevan meses alertando de que la tasa de natalidad en los campamentos está disparada. Solo en este año y medio de refugio, los pronósticos más reservados calculan que han nacido unos 60.000 bebés, y Unicef asegura que, de media, nacen unos 60 niños rohingya cada día. El ritmo es frenético y desde los hospitales de los campos están intentando frenarlo porque, insisten, no es sostenible. La doctora Tapus y el doctor Marium son dos médicos del hospital que la ONG local BRAC tiene en el campo de Balukhali. “La situación es delicada porque estas no son las mejores condiciones donde tener a tantos hijos”, dice ella. La precariedad de los campamentos se traduce en hambre, enfermedades y desatención.
“¿Enfermedades?, claro que hay”, continúa la doctora Tapus. “Muchas neumonías, diarreas, infecciones de piel, problemas en los ojos… por ejemplo, cuando llega la época de lluvias las chozas no aguantan y el agua entra por todos lados”. “Y sobretodo malnutrición”, irrumpe el doctor Marium. La comida no es abundante, los niños suelen estar débiles y las madres no tienen leche en sus pechos porque también están malnutridas. “Hacemos campaña de educación sexual, pero es complicado porque hay mucho tabú”. Los dos miembros de BRAC cuentan que las parejas no quieren utilizar métodos anticonceptivos por creencias ligadas a la religión, a la tradición o, básicamente, porque los hombres se niegan a ponerse el preservativo.
El trauma de lo vivido en Birmania
Pero hay muchos más retos. Y amenazas. El trauma por lo vivido hace mella en los niños, pero sobretodo en los padres. “Nos encontramos con varios casos de padres y madres que anímicamente y mentalmente se han quedado muy tocados. No reciben ayuda psicológica y, por lo tanto, no están del todo preparados para cuidar a sus hijos”, asegura la doctora. Y esto conlleva desatención.
En el campamento de Balukhali, en Kutupalong o en Jamtoli, tres de los más grandes, es fácil detectarlo: miles de niños y niñas —el último balance de Unicef apuntaba que el total roza los 500.000— se pasan buena parte del día paseando sin rumbo. Algunos ayudan a su familia haciendo trabajos impropios de su edad, otros se entretienen con lo pueden y a otros les toca cuidar de sus hermanos aún más pequeños. Hay tiendas hechas de bambú que hacen de escuelas, pero aún así, la educación no es suficiente. Y estos menores están cada vez más expuestos a los abusos, al trabajo infantil, a la trata, al extremismo o a los matrimonios forzosos. Fátima lleva en brazos uno de estos niños que, si no cambian pronto las cosas, tendrá que aprender a moverse por este circuito de obstáculos. Es un bebé de cinco meses que nació poco después de llegar aquí. La mujer, de 45 años, habla con voz blanda y sin mirar a quien la escucha. “No es mi hijo, no es mi hijo”, repite cuando este periodista le pregunta por la criatura. “Es mi nieta… mi hija ha perdido la cabeza porque ha visto mucha violencia. De momento no puede hacerse cargo de ella y la cuido yo”.
De pronto Fátima abandona la escena, pide que esperemos, y vuelve al cabo de unos minutos. A su lado, su hija —y madre del bebé— permanece prácticamente inmóvil, con la mirada perdida, ausente. “Vio cómo los soldados decapitaban a su marido… acababan de casarse. Ha perdido la cabeza”, insiste. Jastana, así se llama la madre del bebé, se escondió en el bosque y huyó. Hizo el camino estando embarazada de siete meses y llegó a Bangladesh el pasado mes de junio. La abuela explica que la niña nació en su choza de bambú, aquí, en medio del campo de refugiados de Jamtoli: sin asistencia médica de ningún tipo y solo con su ayuda. “Tiene cuatro meses y ha tenido cuatro neumonías. No tenemos ropa para nuestros hijos. ¿Vosotros podéis ayudarnos?”, pregunta Fátima. Unas callejuelas más allá, en otra choza de unos cuatro metros cuadrados, vive una pareja joven con sus tres hijos. La niña más pequeña no llega al año, y el padre ha desarrollado una enfermedad mental por culpa de todas las barbaridades que vio en Birmania. “Antes del genocidio, él no podía ver sangre, se mareaba… ahora ha visto tanta sangre que se ha vuelto loco”, explica su mujer, Sahab, que coge en brazos al bebé para que no llore más. Dice que está cansada, que casi no duerme porque los niños se despiertan por la noche porque tienen hambre. “Y él también”, añade mirando a su marido. “Tiene muchas pesadillas, sueña que aún está en Birmania y se despierta gritando”. Durante la entrevista, el hombre no habla, solo ríe y hace gestos extraños con el rostro y las manos.
–¿Cómo ves el futuro, Sahab?
– A mi me gustaría tener más hijos, pero mi marido ya no puede dármelos.
–¿Cómo?
–Que me gustaría tener más hijos. Niños... dos más, o tres.
–¿Por qué?
–Porque cuando sean grandes se harán soldados y podrán ir a luchar contra el ejército birmano. Necesitamos recuperar nuestro hogar porque allí está nuestro futuro, necesitamos crear vida.
Y esta sensación no es aislada. Parte de esta elevada tasa de natalidad también se explica porque muchos rohingya sienten que Birmania los ha querido exterminar y, por eso, hay que tener bebés.
“Ha habido muchísimas muertes de rohingya”, responde la doctora Tapus. “Sí que nos hemos dado cuenta que muchos creen que su poder, su respuesta a esta violencia, pasa por incrementar la población… así sobrevivirán”, añade. Sea como sea, cuando nos despedimos y salimos del hospital de BRAC, la improvisada sala de espera está llena de madres —y algún padre— con niños y niños esperando a ser visitados.
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