Pobreza energética
Cañada Real, la vida bajo cero

Desde el 2 de octubre miles de personas sobreviven sin suministro eléctrico en la Cañada Real. La organización comunitaria, con una activa participación de mujeres y sectores jóvenes, recuerda la historia de las luchas por derechos fundamentales que se dieron en los barrios periféricos de Madrid a mediados del siglo pasado.
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Una vecina de la Cañada para a atarse los cordones tras el temporal Filomena. Bruno Thevenin

Huele a leña crepitante en el resplandor de la noche, a palos verdes y maderos húmedos, a gasóleo quemado, a brasero ardiente. Fogatas que surgen al caer la tarde y se elevan sobre el frío del rincón más olvidado de Madrid. La fricción de las manos congeladas proyectando sombras inciertas entre las llamas, el olor ahumado de la ropa, el agujero chamuscado de la manga que ha rozado un hornillo, las risas de un grupo de chavales que se empeñan —tozudos— en no acostumbrarse a que sus días duren lo que dura el sol.

Postales que se repiten entre las familias que habitan el sector 5 y 6 de la Cañada Real Galiana, 4.500 personas y entre ellas 1.812 niñas, niños y adolescentes menores de edad. Condenadas desde octubre de 2020 a vivir sin suministro eléctrico. Desahuciadas por las administraciones públicas, sin atender a innumerables situaciones médicas de extrema gravedad. Acorraladas hasta poner en riesgo sus vidas.

Más de cien días en los que el Equipo de Intervención con Población Excluida (EIPE), anexo al centro de salud Ensanche de Vallecas, ha podido confirmar medio centenar de casos de intoxicación por mala combustión de braseros o equipos de gas, y varios traslados a urgencias de personas con principio de hipotermia o congelación de sus extremidades. Dedos agrietados, pieles moradas, dificultades respiratorias.

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Al caer la noche, las personas que viven en la Cañada se ven obligadas a alumbrarse con velas. Bruno Thevenin
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Acción de protesta en la Cañada Real impulsada por el colectivo BoaMistura. Bruno Thevenin
El barrio lleva un par de décadas en el centro de mira de los planes de demolición del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid. Los expedientes de derribo se dispararon a partir de 2005, pero también las resistencias vecinales. En el Pacto Regional por la Cañada Real que firmaron en 2017, la Administración General del Estado, la Comunidad de Madrid, y los tres ayuntamientos por donde transcurre el poblado (Coslada, Madrid y Rivas Vaciamadrid) se comprometen a la reubicación de familias y a un plan de choque para mejorar las infraestructuras básicas, entre otras la “rehabilitación de la red eléctrica en distintas fases”. Ni se ha reubicado según lo comprometido, ni se ha garantizado el suministro eléctrico.

Las vecinas sospechan que ahora el corte por parte de la empresa Naturgy responde al propósito del Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid de liberar la zona para proyectos urbanísticos que se extienden hacia el sureste, tres grandes pelotazos inmobiliarios que ya tienen nombre y apellido: El Cañaveral, Ahijones y Berrocales. La vida en precario no puede afear un negocio que moverá miles de millones de euros. 

En esos 15 kilómetros de construcciones desparejas se conserva mucha de la esencia de aquel Madrid obrero de los 60, el de las casitas bajas de puertas abiertas, el del apoyo mutuo

“Nos están apagando” denuncian las vecinas en una literalidad que abruma. Sin embargo, como en esas luchas que forjaron la vida en los barrios periféricos de Madrid, anidan en las entrañas del drama humanitario hebras de resistencias y complicidades. Redes de solidaridad, las llamas de nuestra propia historia.

Porque hay vida en la Cañada Real Galiana, quizá más de la que podamos reconocer en nuestras ciudades. En esos 15 kilómetros de construcciones desparejas —a veces chabolas, otras infraviviendas o casas de material humilde—, se conserva mucha de la esencia de aquel Madrid obrero de los 60, el de las casitas bajas de puertas abiertas, el del apoyo mutuo. El del grito por la ventana y el partido de pelota en la calle de tierra, el de los peques de varias familias caminando juntos hacia la escuela.

Latidos que sobreviven al espectáculo mediatizado, un péndulo peligroso que oscila entre la sospecha del delito y la caridad de la lástima. Que necesita del repudio o de la compasión. De allí que un Porsche aparcado exacerbe el odio racista y la aporofobia más salvaje, y la nevada despierte el interés de quienes hasta ahora habían dado la espalda al reclamo vecinal. La nieve tuvo que anegar la Puerta del Sol para que muchos miraran más allá del horizonte de su sofá.

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Un niño mira la nevada que dejó Filomena sobre la Cañada Real. Bruno Thevenin
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Una familia de la Cañada, de noche, en su casa. Bruno Thevenin
Historias que se superponen a lo malo, a eso que el relato oficial carga sobre las espaldas de toda una comunidad. Siempre a alguien le conviene que se hable solo de jeringuillas y cultivos ilegales, de vidas perdidas y mercados de la droga. Y que se generalice hasta manchar a todo un barrio. Realidades que existen, pero no definen la esencia de una población. Tampoco la de las gentes de la Cañada Real.

Porque son visiones simplistas, con soluciones entre la inmediatez y lo absurdo, sin dejar lugar para la defensa del derecho a la ciudad. Pareciera que por nacer en la Cañada nada les corresponde. Como dice Amador Rivera Pavón en su libro Patrias prestadas (Ediciones Atlantis, 2010) respecto a la población gitana que vivía en las barriadas de Villaverde: “A los ojos del resto de habitantes del barrio todos merecían la misma consideración: ninguna, igualados por su lugar de residencia”.

Por eso es imprescindible escuchar sus voces, contarlas. Hablar de sus historias invisibilizadas, las de esa otra Madrid que hemos intentado guardar bajo la alfombra de nuestras vergüenzas. Latidos de miles de vidas estigmatizadas, señaladas por el dedo acusador de una sociedad que, tras varias décadas subida al carro del despertar económico, aparece con miedo a mirarse al espejo de su pasado.

Barrios de pie

La esencia de Madrid se ha cimentado en la formación de barrios populares que surgieron con la gran migración interna vivida en la España de la post guerra. Miles de familias abandonaron las zonas rurales para buscar una mejor vida en torno a las grandes ciudades. La dificultad por acceder a una vivienda asequible las obligó a asentarse sobre el suelo público de las periferias, allí levantaron construcciones precarias con los materiales que encontraron a su paso. Tal fue la magnitud del éxodo que hacia los años sesenta Madrid era la capital europea con mayor cantidad de asentamientos chabolistas.

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Entre 1948 y 1954 la capital anexionó una docena de municipios de su extrarradio, un proceso cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días.


Dos de las primeras barriadas de infraviviendas fueron la del Pozo del Tío Raimundo y la de Palomeras, ambas en Vallecas, que en los años 40 congregaban a cientos de chabolas levantadas en forma irregular sobre terrenos catalogados como rústicos-forestales. Eso les quitaba toda posibilidad de inscripción en el Registro de la Propiedad y, por supuesto, obligaba a las nuevas familias a engancharse al cableado eléctrico. Pasarían años hasta que la situación se reconvirtiera a base de realojos, construcción de viviendas sociales y el reconocimiento de los derechos que nunca se les debió negar. Mientras tanto, fueron símbolo de precariedad y exclusión. Personas cuestionadas, culpabilizadas de su propia pobreza.

Madrid se hizo también de familias que trucaron el contador para engancharse a la luz. Hombres y mujeres honrados que sortearon la pobreza como pudieron

Caño Roto, La Elipa, Carabanchel, Villaverde, Manoteras, Pan Bendito, Orcasitas, San Blas, San Fermín. Cada zona con sus especiales características forma el interminable listado de barrios que vivieron procesos similares a los que hoy transita la población de la Cañada Real. ¿Qué ejercicio de desmemoria colectiva lleva a las nuevas generaciones a culpabilizar la pobreza actual y olvidar lo que hicieron sus antecesores?

Madrid se hizo también de familias que trucaron el contador para engancharse a la luz. Hombres y mujeres honrados que sortearon la pobreza como pudieron, incluso obligados a cometer ilegalidades por una burocracia administrativa que les negaba —y les niega— el derecho a la ciudad.

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Vecinos congregados en torno a una hoguera en la Cañada, durante la ola de frío en enero. Bruno Thevenin
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Un vecino carga un generador eléctrico. Bruno Thevenin
Ya había constancia de pequeñas conquistas sociales nacidas de aquellos procesos de lucha colectiva, cuando a mediados de los 60 se produjeron las primeras parcelaciones de tierras sobre la Cañada Real, en su mayoría para pequeñas huertas. Vendrían después las construcciones precarias, los enganches clandestinos, la policía derribando nuevas construcciones durante el día y la fuerza vecinal levantando sueños por las noches.

Donde había decenas de personas, pasarían a vivir cientos de familias a finales de los 70, casas mejor armadas se mezclaban con otras chabolas. Las nuevas familias encontraban en un cuadrado de tierra las bases donde cimentar su futuro. A la emigración interna la seguirá la llegada de personas venidas de otros horizontes, con otras lenguas y de diferentes culturas, el encuentro entre distintos igualados, otra vez, “por su lugar de residencia”.

Con acento de mujer

Al igual que en los procesos vividos en el resto de los conglomerados urbanos madrileños, la lucha vecinal tiene en la Cañada Real acento llegado de muchos lados, pero, sobre todo, femenino y feminista. “Solo sabemos que somos de Cañada, españoles, gitanas españolas, gitanos rumanos, portuguesas, latinos o marroquíes o de donde sea que somos, solo nos une la Cañada Real, este nombre que muchos quieren borrar del mapa”, asevera Houda Akrikez, vecina del sector 6 y presidenta de la Asociación Tabadol. Llegó a la Cañada en 1996 y a los 34 años vive con su madre y sus dos niñas, Dyaa de 12 y Hanna, de 10.

Acaba de terminar un contrato como mediadora social en un centro de menores no acompañados y lleva en el paro un mes y medio. Quizá por su profesión o tal vez por el conocimiento exhaustivo del barrio, habla con precisión de la heterogeneidad de sus gentes. “La cosa más bonita que tiene Cañada es la riqueza cultural, Cañada es de los muy pocos barrios que siguen conservando el significado de vecindad, seguimos entrando a casa del vecino como si fuese nuestra, sin apuro, seguimos celebrando el ramadán musulmán en colectivo, la pascua ortodoxa o la misa cristiana en conjunto sin pensar de dónde somos o a qué pertenecemos”, describe Akrikez.

Coincide con su visión Loubna El Azmani, también habitante del sector 6. “En la Cañada aún existe esa solidaridad que uno puede encontrar en los pueblos. Si un vecino no aparece nos acercamos a su puerta, golpeamos a ver qué tal está, si necesita alguna ayuda entre todos lo cubrimos. Ese apoyo vecinal y esa solidaridad que yo creo en la ciudad ya no se encuentra, en la Cañada persiste”, asegura.

Para Houda es muy importante el trabajo que se viene haciendo desde el Proyecto de Intervención Comunitaria Intercultural (ICI) en busca de liderazgos femeninos

Loubna tiene 30 años y trabaja como mediadora social para la Asociación Barró, desempeña su tarea tanto en el barrio como en intervenciones con familias de Cañada en un colegio de Villa de Vallecas. Es allí donde sus tres hijas siguen sus estudios. La mayor, de 13, va al instituto, le sigue la de once en sexto curso y la más peque, de apenas cuatro. Convive con ellas y su suegra, orgullosa de haber levantado poco a poco su casa de material, de ir arreglándola para dignificar la vida de sus peques. “Siempre he pensado que la educación es fundamental para nuestros hijos, pero nos lo están haciendo muy difícil. Estamos luchando todos los días para que nuestros hijos cada mañana puedan levantarse al menos, asearse e ir al colegio como el resto de niños, pero después de la pandemia nos castigan con el corte de luz y todo se hace muy difícil”, reitera.

La forma de autorganización vecinal es variada. Ambas jóvenes llevan desde diciembre de 2019, con los primeros apagones de luz, dentro del grupo “Las Lideresas”, medio centenar de mujeres que han ido aprendiendo a caminar juntas en base a tres premisas. “Somos Cañada (aquí no hay diferencias de sectores ni de nacionalidad), actuamos con transparencia, y con libertad de expresión”, explica Houda, una de las promotoras de la iniciativa desde la Asociación Tabadol.

Para ella es muy importante el trabajo que se viene haciendo desde el Proyecto de Intervención Comunitaria Intercultural (ICI) en busca de liderazgos femeninos. “Las compañeras deben sentirse orgullosas de ver que el esfuerzo de tantos años ha servido de algo, mujeres que incluso no dominan el castellano, pero saben que es un derecho el gritar que no es justo, mujeres que no se imaginaban que en España existe tanta injusticia hasta que la vivieron y se dieron cuenta que debemos ser nosotras quienes lideremos la lucha”, destaca. Y agrega: “Es un orgullo que mujeres de la Cañada escriban la historia en la capital española, es el comienzo de una gran historia que será reconocida en el futuro en memoria de Las Lideresas y todas las mujeres de Cañada Real”.

Desde el sector 5 emerge la figura de Cristina Pozas, vallecana de nacimiento. A sus 53 años, lleva 20 viviendo en la Cañada Real Galiana. Allí crio a sus dos hijos ya emancipados y ha visto crecer la construcción colectiva de este barrio sumido en una lucha desigual contra el poder político, que agota y, por momentos, hace flaquear las fuerzas.

Sus recuerdos en el barrio están unidos indefectiblemente a la lucha popular. “Siempre hemos estado muy abandonados de parte de las administraciones y todos los recursos que tenemos los hemos tenido que acordar entre los vecinos. Por ejemplo, elegir voluntarios para conseguir dinero, para comprar, porque ahora está asfaltado, pero antes íbamos nosotras a comprar grava para poner en el camino. La conservación de los espacios era toda nuestra”, recuerda Pozas. Fue la gestión comunitaria la que les ha permitido tener luz, agua, o adecuar las calles y los espacios comunes.

Hasta ahora, la resistencia contra los cortes de luz está marcada por sacar el conflicto de los límites de la Cañada y llevarlo a la ciudad

En el sector 5 ante la emergencia por los cortes de luz se han organizado en torno a dos entidades, la Asociación Vecinal y la Asociacion Alshorok, de la cual es presidenta. Junto a ellas, están apoyando otras organizaciones culturales del barrio. “Aunque somos muy dispares y tenemos un recorrido muy diferente en esto lo hemos tenido claro, había que moverse unidas a una”, afirma Pozas.

“Así lo hemos hecho, cada una convocó su asamblea y posteriormente fuimos unificando criterios. Y luego también con las chicas del sector 6 nos hemos juntado unas cuantas veces y acordamos que teníamos que hacer lo mismo. Nos costó un poquito al principio porque ellas llevaban desde septiembre con algunos incidentes con la luz. De hecho, yo he estado en todo lo que venían organizando ellas porque me parecía muy fuerte lo que estaba pasando, un poco aquello de 'si ves las barbas de tu vecino arder…' Iba por solidaridad y al final terminé como parte”, relata.

Pese a que no integra del grupo de Las Lideresas, Cristina Pozas no obvia la importancia de la presencia de las mujeres en la construcción barrial. “La asociación vecinal prácticamente la gestionamos mujeres con el apoyo de nuestros compañeros”, aclara, y destaca que la lucha para ser escuchadas tiene un largo recorrido de enfrentarse a vecinos con cultura muy machista. “Soy vallecana, me he movido siempre en ambientes muy respetuosos, de mucha igualdad y eso lo defiendo. Y mira por donde, en este caso, en este sector, movemos también a los hombres”, dice orgullosa.

Hasta ahora, la resistencia contra los cortes de luz está marcada por sacar el conflicto de los límites de la Cañada y llevarlo a la ciudad, y la necesidad de evitar un aumento en la conflictividad social que, estiman, puede perjudicarles. “Tal vez es lo que desde el gobierno esperan, ahogarles hasta encender una mecha que los lleve a la violencia y así transformar el drama humanitario en un problema de orden público que justifique una intervención y un desalojo violento”, reflexiona una fuente que prefiere mantenerse en el anonimato.

“Hemos pensado en acciones más contundentes, pero también sabemos que puede ser negativo para el barrio, porque es la justificación que están esperando para dejarnos sin luz para siempre. Hay opiniones para todo, pero nosotras hemos dicho que no nos parece la manera adecuada utilizar otros métodos, aunque es legítimo que cada uno manifieste su cabreo y su frustración como le parece. Hemos hecho una carrera muy larga, muy rápida, de mucho recorrido, pero sin resultados”, lamenta Pozas.

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Dedos agrietados, manos quemadas, consecuencias de cuatro meses de calentarse con braseros y hogueras. Bruno Thevenin
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La Cañada es una historia de postergación, pero también de resistencias y redes comunitarias. Bruno Thevenin
Para Loubna El Azmani han demostrado que no son “como se empeñan en decir que somos. Somos gente pacífica, civilizada, que venimos manifestándonos con todos los permisos. Creo que hemos demostrado una capacidad de resistencia que ellos desconocían, pensaban que no íbamos a poder resistir todo el tiempo que hemos resistido. Y vamos a seguir resistiendo, que lo sepan”, desafía.

Con el conflicto de la luz las vecinas han redescubierto sus orígenes de compromiso en la fuerza de adolescentes unidos en el grupo Juventud en Acción Cañada (JAC), un colectivo de jóvenes que se ha mostrado muy activo. “Hay una buenísima coordinación con el Sector 5 mediante Cristina, Ángel, Rahima y Mohamed”, enfatiza Houda.

Consultada sobre las cosas a valorar en Cañada Real no duda en mencionar a sus gentes. “Destaco a la abuela Nour de 105 años y con altos estudios en la universidad marroquí Hassan 3, al abuelo Ramón de 85 años con su bastón y su chaqueta de lana sentado en la puerta de su humilde tienda de calzado, un hombre de respeto y de palabra, a la familia Baduba con su orgullo de ser gitanos rumanos y no aceptar ser estigmatizados. Un ejemplo de unión familiar. O Angel y Pili la pareja del coche pequeño de color amarillo de tienda portátil de ropa”, describe Houda.

“No puedo dejar de pensar en Saliha la enfermera del Infanta Leonor, Hisham otro joven auxiliar en el mismo hospital o Mohamed, técnico de línea telefónica, Hajar la farmacéutica, Yasmine la universitaria o Noura que se está sacando un Máster en ciencias tecnológicas.... Y todos los profesionales sociales como Loubna, Rodica, Elena, Boushra, Fátima, Yamina, las mediadoras del barrio con titulación entregada por la Comunidad de Madrid. Y cómo no hablar de las lideresas, las 55 mujeres que están al pie del cañón, las grandes feministas que se esfuerzan a diario a levantarse y decir ‘esto no es justo tengo que conseguir la justicia para mi familia, mis hijos, mis padres y mi barrio’. Para mí la Cañada es mi orgullo, mi pequeño pueblo, mi lucha, esta es mi gente. Para mí esta es Cañada”, concluye.

Nombres de gente que construye barrio y persigue sueños y derechos. Cañada Real no es más que la prolongación de las situaciones sociales vividas en tantos barrios de Madrid en décadas anteriores. La exclusión y las resistencias son las mismas, y tal vez por la distancia se la ha dejado fuera de los procesos de reconstrucción social de aquellos. Tendrá que aplicarse la misma valentía política para implementar, más pronto que tarde, las medidas que conlleven a reconocer a estas familias el derecho a la ciudad que reclaman y les pertenece. No hay más salida que la inclusión.

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#81962
5/2/2021 20:59

Errekaleor y la Autogestión. Una experiencia donde mirar ;-)
https://www.elsaltodiario.com/autogestion/errekaleor-una-isla-iluminada-por-el-movimiento-popular
https://www.errekaleorbizirik.org/index.php/es/

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0
#81912
5/2/2021 11:13

Enhorabuena por el excelente reportaje, del todo esclarecedor sobre la situación de la cañada real y otros asentamientos que son y han sido en las grandes urbes a lo largo de nuestra historia. Y gracias por la cita de mi libro "patrias preestadas".

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#81844
4/2/2021 12:29

Muy buena la foto de portada.

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