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Opinión
Realidad aumentada
Paradójicamente, esta crisis ha hecho que aquellos que no se creen responsables del destino de su comunidad y sus conciudadanos, reclamen hoy al Gobierno una respuesta contundente y son los que esperan del sistema público de salud una fortaleza titánica.
Exagerar la realidad permite verla. Es un aforismo de Rodrigo Cortés que me ronda la cabeza desde que comenzara la montaña rusa de emociones de esta última semana. Como un jersey que se estira hasta dejar ver las costuras y los huecos por los que se cuela el frío, la realidad llevada al límite ha vuelto casi transparentes las estructuras con las que sosteníamos nuestra vida en común: aquellas que, en caso de emergencia, mantienen unido el tejido social, y aquellas que, por el contrario, permiten que el frío entre y se instale entre nosotros.
Así, la crisis sanitaria en la que acabamos de embarcarnos nos recuerda muchas cosas que habíamos olvidado que sabíamos sobre el ser humano, y también nos obliga a plantearnos las reflexiones que habíamos ido postergando tras el cierre en falso de todas las crisis anteriores: la económica, la social, la de los cuidados. La transparencia inusitada con la que parece presentarse ahora la realidad ha de servirnos para ponernos ante un espejo y no llorarnos las mentiras, sino cantarnos las verdades, como diría el poeta uruguayo.
La biología avanza impasible y no pide permiso a nadie para hacerlo, es verdad, pero a su paso no siempre se encuentra con las mismas barreras
La principal lección que nos ha dado este virus silencioso, no por desconocida sino por olvidada o ignorada, es la necesidad de tomar conciencia de la vulnerabilidad que nos atraviesa. La vida es frágil y nuestros cuerpos también. Y esa precariedad compartida nos convierte en seres interdependientes: nadie se basta consigo mismo, necesitamos a los demás para sostenernos (como prueba de ello, todos esos pantallazos de las conversaciones por Skype que tenemos con amigos y familiares durante estos días). Nos encontramos inmersos en una crisis de cuidados de gran calado porque hemos antepuesto las necesidades del mercado, con sus ritmos vertiginosos, a las de las personas. Con unas claras perdedoras. Ahora que el mercado ha tenido que parar o ralentizarse y que nos hemos visto obligados a reorganizar nuestras prioridades, vemos de forma nítida qué labores deben seguir funcionando pase lo que pase. Aquellas que contribuyen de forma directa, fuera o dentro de los hogares, al mantenimiento de la vida, que también ha cobrado un nuevo valor. Y cualquier sistema político, económico y social por el que nos rijamos debe construirse sobre esta premisa básica. Ahora no ocurre.
Sin embargo, esa precariedad vital no está distribuida equitativamente dentro de la sociedad. El presidente del Gobierno ha repetido en varias ocasiones que el impacto del coronavirus es democrático, pues no distingue entre ideologías, ni clases, ni territorios. No es cierto. La biología avanza impasible y no pide permiso a nadie para hacerlo, es verdad, pero a su paso no siempre se encuentra con las mismas barreras. Por eso la teórica Judith Butler diferencia entre “precariedad” (precariousness), condición compartida por todo ser humano, y “precaridad” (precarity), condición políticamente inducida que implica que ciertos sectores de la población carecen de las redes de apoyo necesarias y, por tanto, se encuentran más expuestos a los riesgos y los daños: pobreza, desprotección ante catástrofes naturales, paro, trabajo precario, dificultad de acceso a una vivienda digna, incertidumbre, inestabilidad, exposición a las enfermedades (pensemos qué trabajadores y, sobre todo, trabajadoras, se ven obligados a salir durante la cuarentena), etc.
Nuevamente, la crisis sanitaria destapa las desigualdades de una crisis económica y social que nunca llegó a irse y que se ceba con aquellos que pagan con su salud el funcionamiento de todo el país. Ante un sistema financiero que quiebra cuando la situación se vuelve crítica, aquellos trabajos despreciados por el mismo en época de bonanza se presentan como los únicos verdaderamente relevantes. Y cuando todo pase, no podremos volver la cara y fingir que no nos hemos dado cuenta. Habrá que hacer justicia: social y económica. Pensar en qué medidas y políticas públicas pueden garantizar a largo plazo el acceso a los bienes materiales imprescindibles, sea cual sea la coyuntura económica, pues la vida persiste, aunque el mercado pare. Quizá, incluso, podamos tener por fin un debate sosegado sobre la renta básica universal.
Hay otros debates y reflexiones clave para la organización de la vida en común que resurgen con fuerza al calor del coronavirus, aunque sus implicaciones trascienden con mucho las de esta crisis. Hablo de los debates de siempre: individuo/Estado, privado/público, responsabilidad social/sálvese quien pueda; y todas las variantes que derivan de sus cruces.
Cuando la pandemia llegó a España, nos pilló discutiendo sobre el veto parental y el derecho del Estado a interponerse entre los padres y sus hijos cuando las decisiones de los primeros no respetan el marco que nos hemos dado. Un debate anterior, aunque ya profundamente asentado, se pregunta sobre el derecho o no de los individuos a no vacunarse, aun poniendo en riesgo a los ciudadanos que no podrían hacerlo aunque quisieran y, por supuesto, sobre cómo ha de reaccionar el Estado ante esos casos. Un tercer debate, de larga trayectoria histórica, cuestiona la pertinencia y la utilidad de que el Estado recaude impuestos con los que construir y mantener un sistema público fuerte, frente a la eficacia de la gestión individual y privada de los recursos.
Paradójicamente, muchos de los que en esos debates se sitúan del lado del individualismo, aquellos que no se creen responsables del destino de su comunidad y sus conciudadanos, reclaman hoy al Gobierno una respuesta contundente y esperan del sistema público de salud una fortaleza titánica. Es más, afirman con firmeza que no se puede esperar simplemente que los individuos sean responsables voluntariamente, que es necesario imponer prohibiciones que obliguen, además de sugerir. No pretendo caer en la provocación ni ensañarme en las contradicciones, pero sí señalar la importancia de entender que todos esos debates son, en esencia, el mismo: dirimir qué relación se establece entre el individuo y la comunidad, qué papel juega cada uno en el destino del otro.
La realidad aumentada en la que nos sumerge el coronavirus pone de manifiesto la imposibilidad de materializar ciertas cosmovisiones si no es al precio de desahuciar a grandes sectores de la población. Como han explicado las autoridades y hemos entendido todos, nos aislamos porque la vida de nuestros mayores y de las personas más vulnerables importa, y reconocemos nuestra responsabilidad en lo que les pueda pasar. Le exigimos una respuesta al Estado porque el Estado es la forma organizada en la que nos podemos manifestar conjuntamente como comunidad, el único con legitimidad para imponer y con capacidad para llegar a todas partes. Y esperamos que, llegado el caso, nuestros sanitarios puedan ayudarnos a superar la enfermedad porque, ante la ausencia clamorosa de lo privado, solo lo público antepone el valor de la vida a los beneficios económicos. Acordémonos de esto cuando todo acabe y la realidad vuelva a su tamaño habitual. Aunque los problemas parezcan empequeñecerse y las soluciones se nos antojen distintas, solo en la razón común encontraremos la respuesta.