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Opinión
¿Después de la mani, qué? Construir oposición
@gonzzalogb
@PaulaVllg
Ya es un hecho constatado: la manifestación que el pasado domingo recorrió las calles de Madrid fue una de las más masivas de los últimos años. Pero ahora queda todo lo demás, lo realmente importante: ¿cómo seguir?, ¿hacia dónde?
Antes de nada, sin embargo, nos gustaría comentar algunas de las reacciones que hubo a nuestro anterior artículo, pues creemos que ello puede servir para clarificar lo esencial de lo que entendemos por el proyecto comunista que estamos sometiendo a debate. Y es que sabemos que a las comunistas el reformismo nos perdona sin mayor problema que leamos a Marx y a Lenin, que organicemos seminarios sobre el tercer volumen de El Capital o incluso que adornemos nuestras habitaciones con viejos pósteres de la revolución rusa. También nos permite escribir prólogos y libros en los que se denuncie con todo lujo de detalles los males del capitalismo, hacer documentales emotivos y poemas de protesta, tuitear compulsivamente y pasarnos por unas cuentas manis.
Derecho a la vivienda
Hacia la movilización del 13-O Una mani, dos proyectos
Pero por lo que nuestros reformistas patrios no están dispuestos a pasar es porque nos organicemos para hacer política comunista. Ahí el paternalismo se convierte en furia y lo que era entrañable empieza a parecer un enemigo a batir. Ahí las invitaciones y las palmaditas episódicas en la espalda se convierten en vetos y la indiferencia se trastoca en hostilidad.
Lo hemos visto estos días con las reacciones de cierta intelectualidad progresista ante el hecho mismo de que se permita a comunistas escribir en este periódico, y sobre todo ante que haya quien se atreva, sin ser un facha de mierda, a atacar al “Gobierno más progresista de la historia” y los partidos que lo han compuesto. “¡Sectarios!”, gritaban mientras pedían censura sin molestarse en ocultarlo. Tras la mani se les sumaron otros voceros, esta vez de Podemos, para recordarnos que la “ley de vivienda” estaba ahí gracias a ellos, por lo cual se supone que deberíamos guardarles eterno agradecimiento. Una ley de vivienda mezquina, amable con el rentismo y tan llena de agujeros que resulta prácticamente inservible.
La política comunista es una cosa compleja, pero el ABC es bastante simple. Como nuestros críticos parecen querer olvidarlas para ver sectarismo donde solo hay coherencia, no está de más recordar ciertas cuestiones básicas. Las comunistas creemos que la humanidad debe liberarse de la sociedad de clases. Creemos que el único agente que puede hacer efectiva esta liberación es la clase trabajadora, la clase que, al no poseer medios de producción, no está atada a la propiedad privada. Y creemos que para ello nuestra clase debe crear sus propias organizaciones: organizaciones para la lucha económica y el apoyo mutuo, sí, pero sobre todo un partido propio e independiente, separado de, y opuesto a, todos los partidos capitalistas.
¿Por qué un partido? Sin duda esta es una duda genuina, sobre todo ante el actual estado de desprestigio de todos los partidos realmente existentes, los partidos capitalistas de uno y otro color. Pero dado que es en la política donde se dirimen las decisiones que afectan a la sociedad en su conjunto, transformar la sociedad requiere de la acción política, y la acción política requiere de partidos.
Supongo que a nuestros críticos todo esto les sonará muy viejo y doctrinario, muy utópico e irresponsable. Al fin y al cabo, hace mucho que han hecho del “realismo” un sinónimo de renuncia
Ahora bien, en nuestra sociedad, el poder político está concentrado en el Estado capitalista, que sirve a los intereses de la minoría explotadora. Por eso a los trabajadores no nos vale con un Podemos, un Sumar o cualquier otro partido que combina la lealtad al Estado y la aceptación del capitalismo con cierta voluntad de hacerlos más habitables. Por el contrario, el partido que defienda los intereses del proletariado debe ser un partido revolucionario y socialista: orientado a destruir y superar el orden político y económico de los explotadores. ¿Con qué lo sustituiría? Con el gobierno de la mayoría explotada sobre la minoría explotadora, un orden de democracia plena para los trabajadores y las trabajadoras, donde pudiéramos adquirir por fin la capacidad de decidir sobre nuestra vida en común. Así, armados con la capacidad de gobernar, podríamos expropiar a quienes se apropian de la riqueza producida por todas y decidir juntas qué producir y cómo, haciendo que la producción responda realmente a nuestras necesidades y no al imperativo ciego de la acumulación de beneficios para unos pocos. Todos los puntos de este proceso, dicho sea de paso, deben ser internacionales, aunque los ritmos puedan variar en cierto grado.
Supongo que a nuestros críticos todo esto les sonará muy viejo y doctrinario, muy utópico e irresponsable. Al fin y al cabo, hace mucho que han hecho del “realismo” un sinónimo de renuncia, y convertido la flexibilidad y la apertura en paraguas para describir lo que viene siendo pasarse al campo enemigo. Pero al menos les puede servir para entender por qué las comunistas nos oponemos a los Estados capitalistas y sus gobiernos, sean del color que sean. No lo hacemos porque seamos incapaces de encontrar diferencias entre gobiernos de distinto signo, ni por un rechazo abstracto a “la autoridad”, ni porque disfrutemos del estar a la contra. Y tampoco es, ni mucho menos, porque hayamos venido a señalar exclusivamente a la izquierda reformista y sus muletas para mayor gloria de una derecha cada vez más reaccionaria.
¿Por qué lo hacemos entonces? Porque sabemos que el Estado capitalista está diseñado para servir a los intereses de la minoría explotadora. El poder real, tanto político como económico, lo tienen ellos. Esto se aplica también a lo que falsamente llamamos “democracias”, que no son por supuesto regímenes donde el poder esté en manos de las masas de trabajadores, sino sistemas liberales y oligárquicos donde el monopolio del poder por parte de una minoría es maquillado por ciertas concesiones (todas ellas arrancadas por la lucha, por cierto) y libertades. El aparato burocrático-militar (ejército, policía, judicatura, etc.), las constituciones liberales, el sistema financiero internacional, la independencia de los Bancos Centrales, el monopolio oligárquico de los grandes medios, el libre mercado de servicios jurídicos, las instituciones supranacionales como la UE, el FMI y el Banco Mundial… Todos estos elementos, y muchos otros, están diseñados para que la voluntad de la minoría explotadora se imponga sobre las necesidades de la mayoría social. El “margen” que les queda a los gobiernos capitalistas, incluido al “más progresista de la historia”, es combinar concesiones, palos y falsas promesas para asegurarse de que la población transija con estas reglas del juego. Gobernar el Estado actual es servir al capital… y hacerse responsable de ello ante la clase trabajadora. De ahí la farsa de reforma laboral y la farsa de la ley de vivienda; de ahí el gasto militar disparado; de ahí la extensión de la edad de jubilación, las mil y una derogaciones en falso de la Ley Mordaza, la legislación que busca que podamos ir a trabajar enfermos, el trapicheo entre la SAREB y los fondos buitre, la buena sintonía con la patronal, el abandono del Sáhara y la alegre sintonía con Marruecos, los elogios a Inditex y un largo y sangrante etcétera.
De ahí, en última instancia, que nuestra clase no pueda gobernar sin destruir la maquinaria estatal tal y como existe hoy. Ante el régimen existente, lo único que queda es la oposición más decidida; una que abogue abiertamente por la superación de este orden y la emancipación de la clase trabajadora.
Rechazamos la idea infantil de que todas las “izquierdas” (en el sentido coloquial del término) pertenecen en última instancia a un mismo bando, perpetuamente enfrentado con el enemigo derechista
Es por ello por lo que rechazamos la idea infantil de que todas las “izquierdas” (en el sentido coloquial del término) pertenecen en última instancia a un mismo bando, perpetuamente enfrentado con el enemigo derechista. Esta es, por supuesto, la idea que utilizan nuestros críticos para acusarnos de sectarismo. Sin embargo, lo cierto es que desde que un sector del socialismo eligió anteponer la lealtad a su propio Estado capitalista frente a la lealtad a la clase obrera internacional —hecho que se consumó en su complicidad con la masacre de millones de proletarios en la Primera Guerra Mundial— el antagonismo político en el seno de “la izquierda” (entre comunistas y socialdemócratas) es irreconciliable. Si quieren superarlo y conseguir esa famosa “unidad”, lo tienen fácil: que se hagan comunistas. Suponemos que se negarán, claro. Pero si no están dispuestos a cambiarse de bando: ¿por qué piden que lo hagamos nosotras?
La hegemonía de las fuerzas de izquierda leales a su propio Estado ha conseguido convertir en sentido común una idea falsa: la de que solo gobernando el Estado capitalista pueden conseguirse mejoras para la clase trabajadora. Esta idea está tan extendida, tan profundamente arraigada, que incluso personas de la mejor voluntad acaban cayendo en ella. Mientras esto siga así, viviremos en una rueda de hámster política en la que al entusiasmo por la nueva opción reformista la sigue la desazón tras su fracaso en el gobierno, la desintegración del partido en cuestión, una despolitización generalizada… y vuelta a empezar. Sobran los ejemplos: Syriza en Grecia, Refundación Comunista en Italia, Podemos en España.
Por eso es fundamental recordar que cuestiones como la jornada de ocho horas o el sufragio universal no se consiguieron desde el gobierno, sino por la existencia de una oposición revolucionaria al orden capitalista, que obligó a quienes mandaban a hacer concesiones. El desafío es precisamente que esa fuerza de oposición consiga que esas concesiones no sirvan para engañar a la clase trabajadora y desactivar sus luchas, sino que se conviertan en pasos hacia una victoria total contra ese mismo orden. Esto se aplica al campo de la vivienda tanto como a cualquier otro. Solo la conciencia de estar avanzando hacia un gran objetivo final —el socialismo—, sostenida por un movimiento que haga de este avance un proyecto, puede dinamizar las luchas e impedir que se agoten o acaben integradas en el Estado.
Por eso la pretensión de que deberíamos manifestarnos por el derecho a la vivienda sin impugnar el orden político y el gobierno que lo encabeza es un llamado a que sembremos confusión entre nuestra clase, a que renunciemos a nuestros objetivos y al análisis científico de la realidad. Porque ¿cómo puede garantizarse el derecho a la vivienda en un orden político que lo que te da en el artículo 47 de la constitución (derecho a la vivienda) te lo quita en el 33 (blindaje de la propiedad privada)? ¿Cómo vamos a hacer frente a rentistas y especuladores, a fondos buitre y grandes inversores, sin atacar un marco político diseñado estructuralmente para protegerles? O, añadiendo otra dimensión, ¿por qué deberíamos señalar a los rentistas que nos arrancan porciones cada vez mayores del salario mientras nos olvidamos de los empresarios que nos pagan salarios de miseria?
Por eso celebramos el señalamiento al gobierno durante la reciente manifestación por la vivienda como un ejemplo de que la conciencia de clase no ha desaparecido del todo, y de que todavía queda gente que sabe ver el bosque en vez de dejarse cegar por un árbol. Aplaudimos la existencia de un bloque crítico que no se deja embelesar por la propaganda ministerial y las promesas vacías, y que renuncia al chantaje de quien ve incompatible señalar a la vez a los grandes especuladores y a los ministros que apelan a su buena voluntad. Y también celebramos, por supuesto, la masividad de la manifestación, indicio —por pequeño que sea— de que nuestra clase sigue dispuesta a movilizarse por sus condiciones de existencia.
Que el nivel de conciencia general se mueve aún dentro de coordenadas reformistas, donde el hastío se combina con la fe en el Estado capitalista, es una obviedad (por eso, claro está, los ministros y exministros pueden manifestarse en lugar de enviar a los antidisturbios); condenar por ello la movilización sería, sin embargo, una necedad.
La independencia política no es una cuestión de “dividir por dividir”, sino de establecer una separación tajante entre proyectos políticos antagónicos y saber desarrollar el propio, lo cual plantea tareas específicas que son de una naturaleza diferente a la lucha económica y la movilización en torno a objetivos parciales. Esta es hoy la tarea central. Por otro lado, aunque rechazamos la colaboración leal con el gobierno, que no es más que una vía para la cooptación, y cualquier compromiso con fuerzas capitalistas, debemos, a su vez, promover alianzas “por abajo” en la lucha en torno a esta clase de objetivos parciales, en las cuales se puede y se debe trabajar entre diferentes, pero sin renunciar en ningún caso a nuestros principios y nuestra independencia, a la libertad de criticar abiertamente a otros actores, deslindar campos y defender nuestro propio programa. Sin comprometer la propia política ni alimentar ilusiones sobre el adversario, sin el “seguidismo” que solo lleva a convertirse en el apéndice de cualquier movimiento de masas que resulte ser popular, y también sin autocensura ni falsas treguas.
En lo que a la organización política respecta, buscamos una unidad de máximos en torno a los principios del comunismo. Pero eso no excluye la colaboración externa con otros actores sociales para conseguir objetivos inmediatos (como la bajada de los alquileres), siempre, claro está, que se preserve la propia independencia ideológica y organizativa, y con ella tanto la posibilidad de la crítica, todo lo dura que sea necesaria. Por eso apreciamos también el trabajo agitativo que ha realizado el Sindicato de Inquilinas durante las últimas semanas, así como su esfuerzo por convertir en organización sindical el drama de la vivienda, sin por ello censurarnos nuestras críticas y dudas sobre su proyecto. Por eso acudimos a la mani a la vez que señalamos a sus convocantes.
El desafío es que esa fuerza de oposición consiga que esas concesiones no sirvan para engañar a la clase trabajadora, sino que se conviertan en pasos hacia una victoria total contra ese mismo orden
Para nosotras, esta manifestación solo ha sido un espacio más en el que poner sobre la mesa el conflicto de clases que divide nuestra sociedad y que se muestra de manera sangrante en el problema de vivienda, señalar a todos sus responsables y subrayar la necesidad de superar un orden de miseria. Pero solo uno más, y ni siquiera el más importante, pues sería ridículo limitar la propia actividad a la movilización y el señalamiento episódico. Porque cuando grandes capas de la población, o incluso sectores algo más pequeños, comienzan a saltar a la arena de la lucha, lo que requieren de los militantes políticos no es solo que sean “buenos luchadores” en esa cuestión particular (sea la vivienda o cualquier otra) o que se movilicen incesantemente, sino un proyecto político que represente una alternativa al orden existente.
No somos ingenuas: sabemos que a día de hoy nuestro proyecto es más que minoritario, y que el partido del que hemos hablado aún debe construirse. Pero nuestra tarea es precisamente avanzar en su construcción, ganarnos para el proyecto comunista a toda esa amplia capa compuesta por los sectores más avanzados de nuestra clase, aquellos que luchan todos los días por nuestros intereses, y desde ahí ser capaces de apelar a la mayoría trabajadora. Convertir la desazón en organización revolucionaria, la lucha por nuestros intereses inmediatos en lucha política y la fragmentación en unidad en torno a principios firmes. Este sería el primer paso para construir aquello que hoy no existe: una fuerza real de oposición frente a empresarios, rentistas y el régimen político que los protege. Una alternativa política de y para la clase trabajadora.