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Vivimos en un tiempo donde la idea del fin prolifera. Y si han sido muchas las generaciones y comunidades que han creído vivir al borde de la historia, nuestro caso es punzantemente particular. En los primeros siglos de cristiandad el milenarismo causó furor e incluso hoy puede que un testigo de Jehová te confronte con la profecía de los cuatro jinetes. En el siglo XX, después de dos guerras que devastaron el corazón de Europa y sacudieron el mundo, una generación creció bajo la amenaza de que un desliz desencadenara una guerra nuclear y la Tierra quedara inhabitable.
El caso actual, sin embargo, no conoce precedente. Pues cuando científicos y activistas anuncian la sucesión de desastres globales debido al incremento de las temperaturas, no podemos acudir ni a la terrorífica promesa del Juicio Final ni a la lucha suicida entre dos imperios. Esta vez es la propia actividad humana la que crea eventos que escapan a su agencia. El origen no parece otro que el cotidiano uso y consumo de una civilización que alegremente cava su fosa.
Pero por muy descorazonadores que sean los pronósticos debemos resistir la tentación de asumir un relato apocalíptico. Pues lo que acontece no es el fin del mundo sino el naufragio de un sistema que prefiere llevarse el mundo entero por delante antes que entregarse.
Renunciar al futuro supone, simultáneamente, destruir el presente. Pues al asumir el fin asfixiamos la vitalidad y creatividad actuales
Hay razones para creer que el mundo se descontrola. Olas de calor y lluvias torrenciales, la fragilidad de una economía globalizada, la subida del mar y la desertificación, potencias enfrentadas a sangre y fuego, enfermedades de las que nadie había oído y que de golpe se cobran millones de vidas. Pero quizá lo más peligroso de todo es que este conjunto de eventos creen la percepción de un estado de excepción total donde todo esté permitido para salvar lo que quede por salvar.
Pues la idea del fin tiene algo indudablemente atrayente. Ante un porvenir que sabemos cruel es comprensible clamar el no future de los punks y recrearse en los productos del declive. Porque este ocaso es todo menos minimalista: nos ahogamos en una ecléctica jalea de artefactos y maravillas, de drogas y arte.
Pero he ahí la trampa. Renunciar al futuro supone, simultáneamente, destruir el presente. Pues al asumir el fin asfixiamos la vitalidad y creatividad actuales. Y si las multitudes sucumben a ese miedo y por ello simplemente se recogen en sus pequeños problemas y disfrutes dejarán la vía libre a la otra reacción que surge en la inminencia de la catástrofe: la megalomanía.
Según cala la lógica del fin del mundo no solo vemos la parálisis de quienes, seguramente por condiciones reales, efectivamente carecen de futuro. Además, prolifera una tentación autoritaria y soberbia. Porque si realmente creemos vivir al borde de la historia, no es extraño que nos aferremos a un salvavidas, por etéreo que este sea. Y así, por ejemplo, nos creamos las ilusiones de multimillonarios que imaginan poder atravesar los límites que imponen los recursos materiales por la magia que les concede el capital. Sabiendo incluso que en el caso de llegar algún tipo de salvación, ésta jamás sería para el conjunto de los mortales.
Pero además, ante los retos de un mundo cambiante, los Estados recobran más y más importancia. Pues estos enormes aparatos son capaces intervenir con una intencionalidad que difícilmente puede alcanzar el mercado. Este poder de actuación quedó claro durante la pandemia. Y es por ello que acudimos a los gobiernos para pedirles medidas, legislación, protección. Pero mientras las democracias se desesperan en sus peleas, regímenes autoritarios muestran una capacidad mucho mayor para llevar a cabo transformaciones. Así podrá parecerle tentadora a algunos la idea de un poder robusto y decidido. Una especie de eco-dictadura.
Dos razones, al menos, nos deben convencer de que cualquier régimen autoritario es mal candidato para salvar el mundo. La primera es que los dictadores suelen tomar muy malas decisiones. Cuanto más poderoso es un dirigente, más aislado queda este, menos gente puede informarle o llevarle la contraria. Y en lo alto de la jerarquía, en un despacho donde muy pocos llaman a la puerta, la realidad sobre la que se gobierna puede aparecer del todo deforme y las capacidades propias sobredimensionadas. No es difícil imaginar que si Putin estuviera expuesto a suficiente réplica, la desastrosa invasión de Ucrania jamás hubiera tenido lugar. Pero en la soledad de su sillón, rodeado acaso de fieles, la soberbia se impone.
La retórica del fin del mundo trae consigo grandes riesgos: parálisis o megalomanía. Aun así no podemos negar la amenaza que el cambio climático supone para el mundo tal cual lo conocemos
La segunda razón tiene que ver con la escala. Cuando se dicta sobre el destino de territorios, ecosistemas y millones de personas, éstos suelen quedar reducidos a su aspecto más funcional. China, a pesar de su enorme población, apenas conoce víctimas de covid, ¿pero a qué precio? Reduciendo incontables vidas a una estadística, a un sistema respiratorio potencialmente infectado, haciendo de las ciudades prisiones, sin ningún miramiento por la particularidad subyacente. En nombre de la vida los regímenes biopolíticos crean los mayores horrores. Incluso si los cuerpos siguen respirando, el mundo puede volverse cadavérico.
La retórica del fin del mundo trae consigo grandes riesgos: parálisis o megalomanía. Aun así no podemos negar la amenaza que el cambio climático supone para el mundo tal cual lo conocemos. Los científicos temen que nos adentremos en una sucesión de feedback loops: procesos provocados por la subida de las temperaturas que a su vez hacen subir aún más las temperaturas. Así, por ejemplo, el deshielo de la inmensa tundra en Siberia libera las reservas de CO2 depositadas en su subsuelo lo cual, incrementando el efecto invernadero, acelera el deshielo y las emisiones. Es un círculo endemoniado ante el cual la agencia humana palidece. Porque si cruzamos el umbral en que el clima se transforma exponencialmente, poco importará ya si reducimos las emisiones o hacemos una transición energética. La Tierra se revelará como el mundo ingobernable que siempre fue.
En vez de la naturaleza inerte sobre la que el capitalismo basa su explotación, el cambio climático nos descubre un mundo lleno de potencias y agencias propias, de consecuencias que los cálculos a corto plazo ignoraron. No aquel mundo pasivo que los imperios coloniales imaginaron, lleno de recursos esperando ser extraídos, de cuerpos que ser usados. Sino una Tierra que en el fondo permanece una gran extraña, caprichosa, indomable y sembrada de milagros. Esto es lo que el científico James Lovelock llamó Gaia: un complejísimo sistema planetario de intencionalidades y poderes contradictorios que entre ellos mantienen un frágil equilibrio, como un gran organismo. Si los modernos creyeron que la Tierra era virgen e inagotable, nosotros nos topamos con Gaia, que es promiscua e iracunda.
La crisis climática, como afirma el escritor Amitav Ghosh, es una crisis cultural: las condiciones sobre las que se ha sostenido esta civilización desaparecen y su promesa de crecimiento infinito se vuelve irrealizable
Es por ello que antes de sucumbir a la idea apocalíptica debemos entender que lo que aquí termina es ante todo un crecimiento que solo ha podido acontecer bajo unas condiciones materiales dadas. El sistema capitalista e imperialista reposa sobre una concepción cartesiana: la naturaleza debe ser mecánica, regular, predecible. Pero cuando esta condición desaparece, cuando el clima se desboca y el mundo se revela insondable, desaparece la base sobre la que el progreso se levanta. La crisis climática, como afirma el escritor Amitav Ghosh, es por ello ante todo una crisis cultural: las condiciones sobre las que se ha sostenido esta civilización desaparecen y su promesa de crecimiento infinito se vuelve irrealizable.
Esto es el fin de algo, el fin de algo inmenso. Pero no necesariamente como lo representan películas como Don't look up o Melancholia. Ese gran Otro no viene de ahí fuera sino del fondo mismo de nosotros, de nuestras certezas. El mundo ya no es inocentemente mecánico sino desencadenado. Y el futuro no será más próspero que el pasado, más moderno, más eficiente, más higiénico. No nos encontramos al borde de la historia sino más bien metidos de lleno en su barro.
La idea de un progreso ilimitado nos ha traído hasta aquí. Y el éxito de esta idea se debe en parte a su capacidad para declarar a otros como retrasados o primitivos. Así, podemos llegar a creer que la única solución es más de lo mismo, más tecnología, más crecimiento, aceleración. Pero aunque claro que hará falta nueva tecnología, el futuro solo se ganará renunciando a esa línea ascendente y volviendo la mirada, con humildad, hacia el pasado.
Fue Walter Benjamin quien escribió en alguna parte que las verdaderas revoluciones no son “la locomotora de la historia” sino más bien “su freno de emergencia”. Frente a la huida hacia delante de un sistema extractivista y biopolítico, la mayor proeza es torpedearlo. Y quizá descubrir que aquello que habíamos declarado desfasado es más complejo y veraz de lo que creímos. Que el mundo sí puede ser animado como han defendido incontables pueblos indígenas. Que la historia no es lineal sino inconexa y creativa como aquel barro del que un precioso mito hebreo nos cuenta que el hombre fue creado. Habrá mundo siempre y cuando no nos rindamos a la bota que pisa el pasado.
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