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Ocupación israelí
Las universidades españolas y los talleres ocultos del genocidio
Todas conocemos los males que padecen nuestras universidades. A caballo entre el feudalismo más recalcitrante y el capitalismo salvaje, la academia contemporánea dista mucho de ser el templo del saber desinteresado, la vanguardia humanista de la ilustración y del progreso o la celosa guardiana de los valores democráticos. En ella conviven, apoltronados en sus distinguidas cátedras, tiranosaurios del Antiguo Régimen que resisten como pueden a su extinción anunciada, valiéndose de las prácticas clientelares de siempre para conservar lo que queda de sus miserables parcelas de poder; con tiburones del trading que, al tiempo que celebran la justa competencia y el potencial emancipador del libre mercado, se benefician de las dinámicas oligopólicas que gobiernan la industria de la edición de publicaciones científicas.
Al final del día, el resultado es que una minoría de altos funcionarios concentra buena parte del poder y una mayoría de profesores y profesoras precarizadas sufre, con mayor o menor intensidad en función de su posición en la jerarquía académica, violentas relaciones de dependencia y subalternidad civil.
La universidad tampoco es una institución neutral, por mucho que se esfuerce en aparentarlo presentándose a tal efecto como un organismo autónomo e imparcial, libre de ideologías y de intereses espurios. Ni lo es hoy, ni lo fue ayer: desde sus tramos inferiores hasta sus tramos superiores, el sistema educativo está atravesado por el ideal meritocrático de la igualdad de oportunidades. Como explica Emmanuel Rodríguez en El efecto clase media, la escuela moderna ha traducido los privilegios de clase en capital escolar, convirtiéndose en uno de los principales mecanismos de reproducción y de legitimación de la desigualdad social. En efecto, basta con echar un vistazo a las estadísticas para comprobar cómo influye la extracción social de los y las estudiantes en el desigual reparto de las credenciales educativas. Por ejemplo: en el curso 2019-2020, un 40’1% del estudiantado matriculado en la rama de Ciencias de la Salud (área en la que las notas de corte para acceder al Grado son más elevadas) pertenecía a familias en las que ambos padres habían cursado estudios superiores, frente a un 0’7% perteneciente a familias en las que ninguno de los padres había cursado estudios o había cursado únicamente estudios primarios, según Datos y Cifras del Sistema Universitario Español. Publicación 2022-2023.
Y ello sin tener en cuenta los mecanismos de segregación instaurados por la educación privada y concertada, con fuerte presencia en nuestro país. La universidad, en fin, es un profuso dispensador de capital institucional devaluado que necesita instaurar mecanismos de criba (como la EBAU y, tras la agresión neoliberal que ha supuesto el plan Bolonia, los másters) claramente sesgados a favor de los estratos más privilegiados de la sociedad; es, en definitiva, la última etapa de un régimen de escolarización cada vez más alargado y costoso que produce una mano de obra sobrecualificada y dispuesta a aceptar empleos inestables, con una alta temporalidad y mal remunerados en nuestra improductiva economía de servicios.
Que las condiciones laborales de la mayoría de los trabajadores y trabajadoras de las universidades españolas son lamentables es algo que ya sabíamos. A nadie puede sorprender a estas alturas que el nepotismo heredado coexista pacíficamente con la competitividad más voraz en una academia que, en la última década, se ha convertido en un lugar privilegiado para que el capital privado pueda parasitar los recursos públicos y configurar a largo plazo los planes de estudio de los distintos grados. Al fin y al cabo, Althusser nos enseñó que una misma formación social puede incorporar simultáneamente distintos modos de producción. Que el sistema educativo reproduzca la desigualdad de clase también es algo bien documentado, al menos desde los influyentes trabajos de Bourdieu y Passeron. Sin embargo, la actitud de nuestras universidades ante el genocidio que Israel está perpetrando en Palestina es algo que desborda los límites de las expectativas más pesimistas.
El Equipo de Gobierno de la Universidad de Granada tuvo la desfachatez de reunirse, el viernes 9 de febrero, con representantes de la Universidad de Technion, que desarrolla investigaciones de interés militar en colaboración con el Estado de Israel, el mismo día y en el mismo lugar en el que había celebrado un minuto de silencio en solidaridad con las víctimas de la ‘crisis humanitaria’ que está teniendo lugar en Gaza
Desde octubre de 2023, fecha en la que asistimos al recrudecimiento de la masacre que el pueblo palestino lleva más de 75 años padeciendo a manos de sus opresores, las universidades españolas no han hecho más que evidenciar el estado de bancarrota moral en el que se encuentran. En el mejor de los casos, han guardado un penoso silencio cómplice; en el peor, se han adherido al relato oficial, aludiendo al derecho del régimen sionista –recordemos, una potencia ocupante– a defenderse y condenando en abstracto toda forma de violencia. A medida que han ido en aumento las voces críticas que, dentro y fuera de la comunidad universitaria, se han alzado para denunciar la colaboración de la academia con la máquina de terror israelí, los ilustrísimos Equipos de Gobierno de nuestras universidades han redoblado los esfuerzos para lavar su imagen.
A fin de revertir el creciente proceso de desprestigio que están experimentando, han organizado actos simbólicos en apoyo a los afectados por el ‘conflicto’ en los que se han deshecho en proclamas vanas, tibias y facilonas que insistían en su compromiso con la paz, los derechos humanos, la democracia, la tolerancia, la pluralidad, la diversidad y demás palabros biensonantes y vaciados de contenido que no han tenido pudor en utilizar como armas discursivas arrojadizas con el único objeto de revestir de ilegitimidad nuestras protestas; presentándose en la arena pública como firmes baluartes del centro virtuoso, como la última instancia de neutralidad sensata y sopesada frente a radicalismos de un signo u otro.
Desde la Asamblea de Estudiantes por Palestina, no hemos cejado en el empeño de explicar a nuestras autoridades universitarias y estatales que la neutralidad, entendida como equidistancia entre fuerzas desproporcionadamente desiguales, equivale a la más flagrante de las complicidades. Como recordaba Toni Doménech en El eclipse de la fraternidad, la neutralidad republicana exige la interferencia activa del Estado en aras de evitar que el más fuerte logre hacer pasar por bien público lo que no es más que su interés privado. Precisamente con este propósito, junto a BDS y el resto de las organizaciones que integran la Plataforma SOS Palestina en Granada, llevamos meses exigiendo la ruptura total de las relaciones que vinculan al Gobierno de España y a la Universidad de Granada con el Estado de Israel.
Por supuesto, sus respectivas respuestas han dejado mucho que desear. Sin ir más lejos, el pasado lunes 12 de febrero nos despertábamos con la noticia de que España ha continuado vendiendo armas a Israel a pesar de que José Manuel Albares, ministro de Exteriores, anunciara en octubre la suspensión de las exportaciones armamentísticas al Gobierno de Netanyahu. Por su parte, el Equipo de Gobierno de la Universidad de Granada tuvo la desfachatez de reunirse, el viernes 9 de febrero, con representantes de la Universidad de Technion, que desarrolla investigaciones de interés militar en colaboración con el Estado de Israel, el mismo día y en el mismo lugar en el que había celebrado un minuto de silencio en solidaridad con las víctimas de la ‘crisis humanitaria’ que está teniendo lugar en Gaza.
No contenta con mantener sus relaciones con entidades que, directa y/o indirectamente, apoyan el genocidio contra el pueblo Palestino (como es el caso del MADOC, que desde 2006 tiene tropas desplegadas al sur del río Litani, protegiendo la frontera que separa a Israel del Líbano; del Banco Santander, que financia asentamientos ilegales de colonos en Palestina; o de universidades como la ya mencionada Technion, Ben-Gurión o la Universidad Hebrea de Jerusalén, que mantienen una estrecha colaboración con el Ministerio de Defensa sionista), la Universidad de Granada también ha puesto trabas a las movilizaciones estudiantiles en apoyo Palestina. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el Decanato de la facultad de Filosofía y Letras ordenó retirar nuestros carteles, ante la presunta queja de una alumna y un profesor judíos, aduciendo como justificación que el término “genocidio” hería la sensibilidad de estas personas. A nuestro juicio, esta decisión no hacía más que fortalecer una de las trincheras ideológicas tras la que el Estado de Israel lleva décadas parapetándose para criminalizar a cualquiera que se oponga a su proyecto colonial. Nos referimos, por supuesto, a la falaz identificación entre antisionismo y antisemitismo.
Opinión
Opinión La universidad, el genocidio y los guardianes académicos de la prosperidad
No creemos necesario volver a explicar en qué consiste el antisemitismo y por qué oponerse frontalmente al sionismo no tiene nada que ver con discriminar a los judíos. Tampoco vamos a recordar el significado extensional del término “semita”, ni vamos a insistir en el hecho de que la inmensa mayoría de los sionistas no son judíos, del mismo modo que la inmensa mayoría de los judíos no son sionistas. En la batalla mediática por la hegemonía, no gana quien ofrece mejores argumentos, sino quien consigue que el debate público gire en torno a los conceptos que pone sobre el tablero.
Conceptos cuyas reglas, ideológicamente fijadas de antemano, prefiguran los movimientos que es legítimo realizar con cada pieza, los que hay que ejecutar obligatoriamente como precondición para formar parte del juego y los que condenan automáticamente a cualquier jugador al ostracismo. Sin duda, uno de los mayores éxitos de la propaganda sionista ha sido lograr que cualquier persona que quiera pronunciarse públicamente sobre el genocidio tenga que pagar el peaje de comenzar su discurso condenando el ‘terrorismo’ de Hamás.
La Universidad de Granada también ha puesto trabas a las movilizaciones estudiantiles en apoyo Palestina. Así ocurrió, por ejemplo, cuando el Decanato de la facultad de Filosofía y Letras ordenó retirar nuestros carteles, ante la presunta queja de una alumna y un profesor judíos, aduciendo como justificación que el término “genocidio” hería la sensibilidad de estas personas
Ya han transcurrido más de cuatro meses desde la operación “Inundación de Al-Aqsa” y los datos son abrumadores. Desde octubre, el ejército israelí ha asesinado aproximadamente a 29.000 palestinos y ha herido a más de 68.000, según datos del Ministerio de Salud de Gaza. A ello hay que añadir la destrucción masiva y planificada de viviendas, infraestructuras de servicios, sanitarias, educativas, culturales y religiosas, así como el bloqueo sistemático de la ayuda humanitaria que intenta paliar los daños derivados de la extrema escasez de recursos. Por otro lado, el 85% de la población de la Franja de Gaza ha tenido que desplazarse de manera forzosa a territorios como el de Rafah, una localidad superpoblada que actualmente está siendo bombardeada por Israel y en la que, en este preciso momento, peligra la vida de alrededor de un millón y medio de personas.
No es nuestro propósito ofrecer un listado exhaustivo que desglose al detalle las cifras del terror sionista. Los datos son importantes para evitar equiparaciones fraudulentas y para comprender las verdaderas dimensiones de lo que está ocurriendo en Palestina, pero también tienen sus desventajas. Hay una cita muy famosa que –seguramente de manera apócrifa– suele atribuirse a Stalin y que reza como sigue: “Una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística”. Por supuesto, esta cita puede interpretarse como una exhibición de cinismo o directamente como una aberración moral, sobre todo en boca de un tirano como Stalin. Pero hay otra lectura posible que captura una idea importante: por razones cognitivas profundas relacionadas con nuestra evolución como especie, nos es mucho más fácil responder afectivamente a la muerte de una persona con nombre y apellidos que a la de una cifra desorbitada de personas desconocidas que, además, están siendo asesinadas a miles de kilómetros de distancia.
Si no fuera porque este genocidio está siendo televisado y porque cantidades ingentes de videos y fotografías devastadoras invaden a diario las redes sociales, tal vez sería posible que algún alma cándida pudiera recurrir a este tipo de sesgos cognitivos para explicar la bochornosa política de nuestras universidades ante el genocidio. Sabemos, no obstante, que la psicología de los individuos situados en los centros de mando de nuestras universidades no es una buena candidata desde el punto de vista explicativo. Tampoco lo son sus convicciones políticas, ni su altura moral, aunque ambos factores puedan tener algún grado de influencia, por mínimo que sea. Sabemos, en fin, que tanto el Gobierno como las universidades españolas son meros ápices de una estructura geopolítica monstruosa cuyos efectos trascienden con mucho los propósitos de los agentes que la conforman.
Es esa la estructura contra la cual consideramos ética y políticamente irrenunciable sublevarnos. Señalar y desarticular sus talleres ocultos, por usar la conocida expresión de Nancy Fraser, es responsabilidad colectiva de toda la ciudadanía que no está dispuesta a que nuestras instituciones apoyen el crimen de lesa humanidad que Netanyahu y sus aliados están cometiendo contra millones de palestinos inocentes.
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Hay que decir, para concluir, que no todo son malas noticias. Cada vez es mayor el número de estudiantes, profesoras, departamentos y facultades que exigen de manera perentoria a los gobiernos de sus respectivas universidades un posicionamiento claro y rotundo, así como el cese de cualquier tipo de connivencia con el régimen sionista. No sabemos hasta cuándo pueden aguantar nuestras universidades una crisis de legitimidad como la que se cierne sobre ellas.
Mientras tanto, desde la Asamblea de Estudiantes por Palestina, nos sumamos a las iniciativas de coordinación planteadas por colectivos como la Red Universitaria por Palestina, convencidas como estamos de que sólo la lucha puede ensanchar los escasos canales de participación política que existen actualmente dentro de la academia, así como dotarnos del poder de negociación que necesitamos para oponer resistencia a quienes, en nuestro nombre, engrosan las filas de los talleres ocultos del genocidio.