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No era el momento. No para ir hacia uno de esos chavales que trataban de despegar sus zapatillas del tipo de suelo medio de un bar de los noventa, una chiclosa película de cerveza. No mientras el parroquiano pegaba botes al grito de que me chupes la polla o la variante la lechuga está pocha. No era plan de ponerse a interrumpir el ritual para preguntar si alguien conocía a Huey P. Newton, a Bobby Sands, a Ian MacKaye y menos a Los 4, el movimiento que puso a la comunidad chicana en el mapa artístico del Los Ángeles de los setenta. En realidad, porque casi nadie andaba por allí de Pepito Grillo para recordar que se había leído entero el libreto de aquel disco —¿cuántos grabados en cinta?— donde salían aquellos nombres como reconocida fuente de inspiración. La canción, “Killing in the name”. El grupo, Rage Against The Machine. El álbum, una explosiva colección de temas con un monje budista inmolándose en la portada cuya onda expansiva todavía duraba años después de haber sido publicado. Pero para asistir de cerca al estallido hay que irse hasta 1992, año de descubrimientos.
Uno de esos descubrimientos fue el que hizo gran parte de la población estadounidense atónita ante sus televisores. Los Ángeles, especialmente la zona de South Central, empezó a arder en los últimos días de abril del 92. Aquellos disturbios, que dejaban unas imágenes en directo duras de ver incluso hoy día, eran la respuesta visceral a la absolución judicial de cuatro agentes de policía que habían golpeado a Rodney King, un taxista afroamericano, un año antes. Ese vídeo también lo había visto todo el país. Para entonces Rage Against The Machine ya existía como grupo. Zack de la Rocha y Tim Commerford, por un lado, y Tom Morello y Brad Wilk, por otro, se habían juntado en 1991 para dar lugar a una de esas raras formaciones estables. El nombre salió de una de las canciones del anterior grupo de De la Rocha. Los hardcoretas Inside Out, con miembros también curtidos en Gorilla Biscuits, Drive Like Jehu o Shelter, cuando el guitarrista Vic DiCara abrazó el movimiento Hare Krishna, ya venían armando ruido desde finales de los ochenta.
Los años de Reagan no habían precisamente pacificado el país en ninguno de sus ejes más conflictivos. En el de la desigualdad económica, se cortó el gasto social y los impuestos, fueron los años de la economía del vudú con la que el gobierno pensaba cultivar la bonanza mimando a las empresas, un tiempo cuyo relato toma el cuerpo de un enharinado yuppie de Wall Street. En el plano internacional, con una Unión Soviética con más hueso que jamón, las balas de Washington se habían dado a la invasión de la isla de Granada y a la financiación de la Contra nicaragüense mediante la venta de armas a Irán y el narcotráfico. La anémica dieta estatal desmanteló la atención sanitaria a pacientes con problemas de salud mental, empujados a unas calles donde por otro lado ya florecía la epidemia de crack.
Seis meses antes de los incidentes de abril del 92, De la Rocha ya rapeaba en este tema “la libertad debe ser algo fundamental desde Johannesburgo a South Central”
En el aspecto racial, la situación no era mucho mejor. Lo demostraban en el último lustro de los ochenta las muertes violentas de jóvenes negros como Michael Griffith o Yusef Hawkins, el encausamiento irregular de “Los cinco de Central Park” o los disturbios de Miami en dos ocasiones, una de ellas en el barrio de predominancia puertorriqueña de Wynwood. En el verano del 89 Spike Lee había estrenado su película Haz lo que debas en Cannes. En la rueda de prensa del festival, uno de los críticos le preguntó al director por qué no salían drogas en la película, a lo que Lee respondió que si esa cuestión también se había planteado en torno a las cintas Rain man o Armas de mujer. Aquel año los Óscar dejaron sin nominación a Haz lo que debas y premiaron a Paseando a Miss Daisy. Sitcoms como La hora de Bill Cosby, Cheers o Roseanne dominaban las audiencias en los hogares, aunque en otras series de éxito ya era imposible obviar el problema del racismo. En el otoño del 90 se emitió el episodio de El príncipe de Bel-Air en el que Will y Carlton son detenidos acusados de robar un coche y unos meses más tarde en Cosas de casa Laura Winslow recibía en el instituto la “propuesta” anónima de irse a África si tanto le gustaba el Black History Month. Cuando de esos televisores salieron imágenes de la cuadrícula angelina echando llamas y columnas de humo, la rabia contra la máquina hacía meses que había dado sus primeros conciertos.
De hecho, RATM había sacado ya su maqueta. Doce canciones en una cinta que vendían por miles cada vez que iban tocando en directo. Ahí ya estaban siete temas que finalmente acabarían en el disco de debut que les iba a publicar Epic, sello de Sony, a lo largo de 1992. Hablamos de la mencionada “Killing in the name”, pero también de “Bombtrack”, “Bullet in the head”, “Know your enemy” -con la única colaboración de toda su discografía, la de Maynard James Keenan de Tool— o “Freedom”, canciones que integraron la banda sonora de su década. Pero también aparecía en aquella demo “Township rebellion”, una pista que podría parecer menor al lado de las anteriores, pero que lucía como una profecía del Los Ángeles a la parrilla que se venía. Seis meses antes de los incidentes de abril del 92, De la Rocha ya rapeaba en este tema “la libertad debe ser algo fundamental desde Johannesburgo a South Central”, uniendo la línea de puntos entre un apartheid sudafricano que caía demasiado lento y el malestar social que se vivía en los barrios del sur angelino. La versión de la letra que quedó grabada en el álbum era incluso más dura que la primeriza: “¿Qué me ofrece el statu quo? / Creo que a menudo poco más que un ataúd / Tiene que reventar hasta que no colguemos de una soga por el cuello / Desde aquí hasta el cabo sin esperanza”, con otra referencia a la Ciudad del Cabo que trataba de librarse del racismo institucional.
El álbum salió el 3 de noviembre de 1992. Ese martes el país votaba a su próximo presidente, Bill Clinton. Hay muy pocos grados de separación entre esa administración y la banda. Tipper, la esposa del vicepresidente Al Gore, escandalizada por la canción “Darling Nikki” de Prince, había fundado en los ochenta el Parents Music Resource Center, una moralista organización dedicada a fiscalizar la música que los jóvenes estadounidenses escuchaban. El sexo, la violencia y el consumo de alcohol y drogas eran los demonios de esta plataforma que propulsó la famosa etiqueta Parental Advisory Explicit Lyrics que para los hijos rebeldes de la América pacata estaba destinada a acabar casi en un reclamo comercial. El debut epónimo de Rage la llevaba. Sus fuck esto y fuck lo otro iban a juego con las llamadas a la revolución, pero una de las cosas más interesantes, y que sin duda elevó al grupo a la diferenciación de otros combos contestatarios, fue la escritura de De la Rocha. Su boli, bajo la posible fama de panfletario que haya podido quedar con el tiempo esconde un puzle de referencias que van formando un paisaje de historia americana. El destino manifiesto, cruces ardiendo, los Weathermen, Alcatraz, lazos amarillos de apoyo a las tropas militares, la furia del 66, Flip Wilson, el programa Cointelpro, Leonard Peltier y hasta Shaquille O’Neal desfilan por un disco orgánico y furioso.
Hemeroteca Diagonal
Black and proud
Ese afán pedagógico no solo llevaría a la banda a incluir en su siguiente disco, Evil Empire, de 1996, más referencias esa vez con protagonismo del levantamiento zapatista. También una lista de lecturas recomendadas a sus fans. Teniendo en cuenta la segura juventud de muchos de ellos, la pregunta es cuántos de esos chicos, de esas chicas, descubrieron una sed nueva buscando en alguna biblioteca, quizá en su propia casa, alguno de esos libros. Cuántos llegaron por esa vía a Frantz Fanon, Howard Zinn, Saul Alinsky, Lise Vogel, Noam Chomsky, Gloria Anzaldúa, Dalton Trumbo, Joan Didion, Joe Hill, Herbert Marcuse o James Baldwin. Cuántos de esos oyentes nunca pudieron abandonar ya ese sentido de la justicia aunque la mal llamada vida adulta conspire contra su tiempo y su energía. Cuántos compatibilizaban los berridos cafres en bares con la inmersión en el peregrinaje a la tierra de la leche y la miel, a través de míseros eriales, que hacía la familia de Tom Joad en Las uvas de la ira, otra lectura patrocinada por el grupo californiano. Cuántos simplemente necesitaban desfogarse, a cuántos les vino bien una música que amansara a las fieras. Pero cuántos de esos chicos y chicas, también, lo comprendieron todo cuando Tom Joad le decía a su madre “estaré en todas partes, allá donde mires, donde haya una pelea para que quien tiene hambre coma, donde haya un poli pegándole a un tío, y estaré allí de la manera en que alguien grita cuando enloquece y como cuando los pequeños hambrientos ríen porque saben que llega la cena”.
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