We can't find the internet
Attempting to reconnect
Something went wrong!
Hang in there while we get back on track
Migración
La xenofobia silenciosa
Ya nos gustaban poco los extraños antes de que vinieran los inmigrantes de ahora, antes de que nos parecieran demasiados, antes de que tuviéramos sospechas de que son terroristas camuflados.
Todos los xenófobos, los hostiles al ξένος (xénos), al forastero, comparten en grandes líneas la misma visión y el mismo discurso. Empieza, cómo no, con un “yo no soy racista, pero…”. Pero nos están invadiendo. Llegan inmigrantes, llega gente de fuera, que son diferentes, que no respetan nuestra cultura, que no quieren integrarse, que no se adaptan ni adoptan nuestras costumbres, que no cumplen nuestras leyes. Y si no se integran, que se vayan. Deberían adoptar nuestra cultura porque es mejor, porque somos mejores. Bueno, esto no lo dicen explícitamente, dicen que deben adoptar nuestra cultura porque es la “de aquí”. La propia de la tierra, surge igual que la hierba, porque es la nuestra, la de los indígenas que también hemos brotado de la tierra igual que los hombres que crecían en los bancales de Amanece que no es poco.
No, pese a Darwin nuestros antepasados no vinieron de África, no somos descendientes de Lucy. Los inmigrantes, además de corromper y desnaturalizar nuestra cultura, nos quitan los puestos de trabajo, agravando el desempleo; pretenden venir sin un contrato de trabajo ya firmado, no como nosotros que nacimos con un pan debajo de un brazo y un contrato debajo del otro. Abusan de las prestaciones sociales y de los servicios públicos, colapsan las urgencias sanitarias, defraudan los impuestos, incrementan la delincuencia, son violentos e importan el terrorismo. Con unas copas de más, aparecen los argumentos de que nos quitan las mujeres, ocupan nuestras plazas y aceras, hacen ruido, beben en exceso y no pasan la ITV.
El discurso xenófobo, en todas partes, es impermeable a la lógica, a la crítica, a la verificación de hechos. Y carece del menor sentido del ridículo. Que Donald Trump, hijo de emigrante escocesa, nieto de emigrantes alemanes, esposo de emigrante eslovena, se crea con más y mejores derechos sobre la tierra de los Estados Unidos que los descendientes de los mexicanos que ya estaban allí antes de que arrebataran por la fuerza su territorio a México, resulta bastante patético. Que se considere con derecho a impedir a otros que emigren, igual que hicieron sus propios antepasados, penoso. Pero esa es la infantil argumentación de los xenófobos, su lógica de patio de recreo: yo me lo pedí primero.
Hay innumerables estudios, todos prescindibles para los xenófobos, que indican que los emigrantes aportan más en impuestos y cotizaciones sociales que lo que reciben; que hacen menor uso de la sanidad que los autóctonos; que no reciben trato privilegiado de los servicios públicos; que, descontada alguna infracción específica como la de estar indocumentados, no cometen más delitos que la población indígena; que no incrementan sensiblemente el desempleo porque ocupan los trabajos que los naturales del país no quieren desempeñar; que los necesitamos para compensar la baja natalidad. Y que la inmensa mayoría no son terroristas, no más que los nativos.
Y sí, en Navarra también hay xenofobia. Mucha, aunque suela ser silenciosa y se exprese sobre la barra de un bar. Cierto que somos cultos, desarrollados, leídos, solidarios, abiertos, cosmopolitas, y que en sanfermines recibimos encantados a gente de todo el mundo. Sí, pero también somos xenófobos. Miramos por encima del hombro y con desconfianza al que viene de fuera y es demasiado distinto de nosotros. Sobre todo si no es como nos gustaría ser a nosotros, si es pobre, si tiene la piel oscura, si habla una lengua bárbara.
Porque hay extranjeros que nos gustan. Nos gustan si tienen dinero y vienen a gastarlo o a invertirlo. Si tienen la piel clara y los ojos azules. Si hablan inglés o alemán. Si son cristianos poco practicantes o ateos en la práctica, como nosotros. Nos gustan tanto que no nos preocupa que no adopten nuestra cultura, tanto que adoptamos incluso la suya. Nos gusta su fast food, sus bebidas, su ropa, sus coches, sus películas, sus series de televisión, sus libros, su música, sus deportes acabados en -ing, sus redes sociales y sus trending topics, sus centros comerciales, sus Halloween y Oktoberfest. Nos parece muy cool no comer carne por veganismo, nos parece molesto no comer cerdo si es por el Islam. Nos gustan los colegios bilingües British o Deutsche Schule, pero con árabe o chino no lo vemos. Les llamamos guiris, pero nos gusta ser cada vez más parecidos a ellos. Lo que no queremos ser es moros o sudacas.
Ya nos gustaban poco los extraños antes de que vinieran los inmigrantes de ahora mismo, antes de que nos parecieran demasiados, antes de que tuviéramos sospechas de que son terroristas camuflados. Hace siglos en nuestros sacralizados fueros teníamos normas para los judíos, para los moros, para los gitanos, para los agotes, y no precisamente en su favor. Ya recelábamos de los que eran distintos, aunque hubieran nacido aquí, los que no eran como nosotros, los de sangre limpia, los cristianos viejos. Ya enviábamos a la hoguera a los herejes que venían a contaminar nuestras creencias, ya echamos a los franceses y sus ideas demasiado modernas y extrañas a nosotros, ya nos fuimos a las cruzadas, fueran en Tierra Santa, en Marruecos o aquí mismo. Y como somos mejores, como nuestra cultura es superior, fuimos a esparcirla por el mundo, enviamos emigrantes a América, misioneros a África, a Sarasate, Gayarre y los Iruña’ko de gira por todo el orbe, enviamos futbolistas a la Premier y chistorra y pimientos del piquillo a todos nuestros erasmus en el exterior.
No, no somos xenófobos, pero…