Migración
Tenerife: anatomía de una frontera

Insularidad, racismo institucional, manipulación del concepto de ilegalidad y perversión de la acogida: en las Islas Canarias se conjugan todos los elementos que solidifican las fronteras de la Europa fortaleza.
28 nov 2021 06:00

El archipiélago canario está compuesto por siete islas. Una comunidad autónoma que a veces se acerca y a veces se aleja. La acercan los mapas políticos que estudiamos en el colegio, las previsiones meteorológicas que la sitúan a la vera de la península, los vuelos a precio reducido para sus habitantes, las líneas aéreas y sus hornadas de turistas. La alejan unos 1.500 kilómetros de Cádiz: el punto más al sur del continente europeo no coincide con el punto más al sur de la Unión Europea, la frontera Schengen linda con el Sáhara Occidental. Si el viaje entre el continente africano y estas islas es muchas veces mortal, desplazarse desde las islas al continente europeo se torna a menudo imposible. En ello trabaja la Unión Europea con la colaboración de España, que durante meses estuvo negando a las personas migrantes, de manera sistemática, la posibilidad de seguir camino.  

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Ruta Canaria Contestar la frontera
Personas migrantes, activistas, vecinas solidarias y antirracistas vigilantes confrontan las lógicas de la frontera frente a la indiferencia y la deshumanización institucional.
Es grave que las personas no lleguen a la península, la Gran España, como dicen muchos. No la llaman de esa forma por un extraño alarde de nacionalismo ibérico, sino quizás para subrayar que, lejos de la estrechez de horizontes cuando uno permanece contra su voluntad en un limbo isleño, es allí donde finalmente se expanden las expectativas.

Todo es frontera

Según datos del colectivo Caminando Fronteras, en los seis primeros meses de 2021 murieron más de 2.000 personas en la ruta canaria. La cifra la trae Loueila Mint Al Mamy, abogada saharaui y activista que recorre las islas para defender a quienes quedan atrapados por estas fronteras que, advierte, van más allá de la necrofrontera del mar. “Cuando las personas africanas y migrantes salimos de nuestros países nos violentan con la primera frontera, que es no poder salir de una manera libre y segura. Ya tenemos que meter nuestro futuro, nuestra vida y nuestra historia en una embarcación”. Entonces llega la insularidad, la condición periférica de las islas, en las que las personas pueden verse atrapadas.

“Cuando las personas africanas y migrantes salimos de nuestros países nos violentan con la primera frontera, que es no poder salir de una manera libre y segura. Ya tenemos que meter nuestro futuro, nuestra vida y nuestra historia en una embarcación”

Una frontera no marcada por la geografía sino por las políticas establecidas: “Cuando una persona inmigrante entra de manera irregular para la normativa de extranjería, ya se inicia un procedimiento para devolverle a su país de origen”. No es delito, insiste “meterse en una embarcación por querer mejorar tus condiciones de vida”, se trata de una infracción administrativa, algo que compara a una multa de tráfico y que sin embargo moviliza toda una maquinaria de devolución que “atrapa entre fronteras”. Para empezar, están esas 72 horas que, según la ley, se pueden pasar en comisaría, mucho más según la experiencia reciente, lamenta la letrada. Estos tres días, considera, sirven para aprender a aceptar que no se va a ser bien tratado por el Estado al que se ha llegado, “que son inmigrantes, que son pobres y que en cierto modo todo esto es una consecuencia de su realidad”.

Esta es, según Mint Al Mamy, una segunda frontera; toda la maquinaria que se activa de “comisaría, CATES, puertos y aeropuertos” mientras las personas pierden su nombre e historia para tratarles como un número asociado a una patera. “Se te pone en una circunstancia donde no se pondría a un suizo, a un nórdico o a un español: una nave hacinada con cucarachas, con ratas, en una colchoneta en circunstancias en las que no estaríamos ninguno de nosotros ni permitiremos que nadie estuviese”. Una frontera hecha a medida del racismo y de la deshumanización.

Miles de personas jugándose la vida, partiendo de puntos cada vez más al sur, pasando varios días a la deriva a veces en la más terrible de las indiferencias. Las malas condiciones de Salvamento Marítimo —denunciadas frecuentemente por CGT, su sindicato mayoritario— junto a la tendencia europea de facilitar las expulsiones en frontera, avalada por el Pacto Europeo que la Comisión aprobó el pasado año, no auguran un futuro en el que se revierta esta situación. 

El mantra de la ilegalidad supone una sentencia que hace a esta gente expulsable. “Nunca reflexionamos sobre por qué entran de la manera que entran, jugándose la vida, quiénes están detrás de estas políticas donde una persona africana no puede salir con su propio pasaporte y con los 3.000 euros que se dejaron en un viaje, en una embarcación en manos de una organización o de una mafia”, defiende Mint El Mamy. Para la abogada, quienes exigen legalidad son los primeros que incurren en ilegalidades. Tiene un ejemplo muy a mano: la forma en la que Marruecos y los países europeos expolian los recursos naturales del Sáhara Occidental, una práctica señalada recientemente como ilegal por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea. El propio término de legalidad es impugnable cuando los estados se lo saltan todo el tiempo, o cuando las tan mencionadas herramientas legales ni siquiera están sobre la mesa. “Los ministerios de cooperación y relaciones exteriores no dejan salir a la gente de manera digna y segura, no dejan coger un visado, no dejan salir con un pasaporte… les cierran las puertas y cuando las personas salen y se juegan la vida se las criminaliza”.


Criminalizados y lejos de la metrópoli, una situación favorecida por lo que Víctor Martín, profesor de análisis geográfico en la Universidad de La Laguna (Tenerife), califica como “situación de colonialidad” del archipiélago. “Es curioso cómo en ese proceso de externalización de fronteras se ha ido externalizando primero al Magreb, luego al Sahel y ya han llegado hasta el propio Golfo de Guinea. Sin embargo, Canarias sigue estando dentro de esta externalización de fronteras, el papel geoestratégico que tienen las islas ha sido y es el de albergar a esa población migrante que viene de esos países”. Fronteras externalizadas, pero también fronteras internalizadas, como las que separan a las personas que llegan del acceso a la información, del control sobre sus propias vidas, de poder predecir qué va a pasar, de la libertad de movimiento. Si bien los viajes a la península han retornado para quienes tienen pasaporte y dinero para comprarse un billete, perduran muchos de los problemas que fueron visibilizados hace meses, cuando se denunciaba la imposibilidad para las personas de salir de las islas. Falta de recursos materiales, de vivienda, de tarjeta sanitaria, y la imposibilidad de empadronarse, aún teniendo derecho por ley.

Una “acogida” que deshumaniza

El Plan Canarias, la respuesta que dio el Gobierno a la emergencia humanitaria creada por él mismo cuando se negaba a trasladar a las personas a la península, consistió en una serie de recursos de emergencia para dar alojamiento a las personas llegadas al archipiélago. Compuestos en gran medida por carpas exteriores donde se alojan numerosas personas, como denunciaba el colectivo Irídia en su informe sobre Vulneraciones de derechos en la frontera sur publicado el pasado enero de 2021, las limitaciones de estos espacios —el frío, las malas condiciones, los problemas con la alimentación— se revelaron apenas iniciado su uso. Sin embargo, continúan en pie mientras que las personas entran y salen de campamentos como el de Las Raíces en Tenerife, sin saber cuánto tiempo se prolongará su estancia.

ONG como Accem —organización a la que se adjudicó 30,5 millones de euros para gestionar este recurso— o Cruz Roja —beneficiaria de una inversión de 87,5 millones para la acogida humanitaria— han sido objeto de denuncia. La primera por las condiciones en las que estarían las personas internas, destacando la escasez y mala calidad de la comida; la segunda por su actuación en la gestión de los hoteles donde empezaron a albergarse las personas migrantes en el verano de 2020. Martín ubica estas entidades en el marco de una industria humanitaria que mueve grandes cantidades de recursos, una industria que funciona a su vez como dispositivo de frontera: “La pobreza y las migraciones dan dinero a empresas de seguridad, empresas del Estado y ONG. Hay todo un entramado empresarial que vive de eso y mueven muchos millones. Si estuvieran destinados a otras cosas, probablemente serían mucho más efectivos”.

“La pobreza y las migraciones dan dinero a empresas de seguridad, empresas del Estado y ONG. Hay todo un entramado empresarial que vive de eso y mueven muchos millones. Si estuvieran destinados a otras cosas, probablemente serían mucho más efectivos”

En el último año, una comparación estremecedora ha puesta en guardia a las personas implicadas en la lucha por los derechos de las personas migrantes: la insularidad de Canarias, junto a la retención de su población, evoca otras islas-frontera como Lesbos. Mint El Mamy piensa que, al menos de momento, ese horizonte —retención total de las personas migrantes y criminalización de la solidaridad— está lejos: “La lucha por la legalidad, la presión mediática y social, nos ha ayudado en cierto modo a que no acabemos de la misma forma, pero esto no quiere decir que no vaya a suceder”. La abogada también recuerda otro hecho: si bien la ruta en la frontera sur es la más activa —de las 41.000 personas que accedieron irregularmente al territorio español por tierra y mar fueron 23.000 las que llegaron a las islas— son cifras pequeñas comparadas con las más de 413.000 personas que habrían migrado a España en el 2020. “Esto es importante destacarlo porque todas las políticas europeas van destinadas a frenar a una pequeña proporción de migrantes”.

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Mamadou, Adams, Gaoussou y Mussa pasarán a formar parte de este este pequeño porcentaje cuando toque hacer estadísticas, aunque esto no esté entre sus urgencias. Sentados a una veintena de metros de la entrada de Las Raíces, ven pasar el tiempo, no pueden hacer mucho más. Casi todos proceden de Costa de Marfil, algunos llevan un par de semanas, otros superan los meses. No han visto un abogado, dicen, y cuando preguntan qué va a ser de ellos no obtienen respuesta. Lo único que tienen claro es que no hay una correlación entre el momento que uno entra y el momento que uno consigue abandonar el campamento. “No se sale por orden de llegada”, dice Adams mientras se encoge de hombros. Miran a Mamadou, él es de Mali, tiene la “suerte” de huir de un país en guerra: ya tiene su cita para pedir asilo, explica esperanzado. Los demás solo quieren lanzar un mensaje: lo peor es la espera. Si supieran de cuánto se trata se prepararían mentalmente, si supieran qué tienen que hacer se pondrían manos a la obra. Pero mientras esperan salir, continuar viaje, el silencio les priva de agencia.

Detrás de ellos no paran de despegar los aviones. Como si alguien hubiese querido hacer una metáfora sádica, el campamento de las Raíces se extiende muy cerca del aeropuerto. El ruido de las turbinas es una constante sobre las cabezas de quienes permanecen en él. Es hora de comer y algunos van a recoger sus raciones, otros vuelven a salir del campamento a sentarse, charlar, ver pasar la tarde. No tienen mucho más que hacer.

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