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Memoria histórica
Parias de la tierra
En 1917, en pleno colapso civilizatorio, cuando en el fragor de los motines del frente occidental, las huelgas en las hambrientas retaguardias y el desplome de los tronos, una fracción desgajada del tronco socialista acumuló fuerzas para inaugurar una nueva era. Entre 2020 y 2021 cumplirán un siglo los partidos que encarnan el proyecto nacido de la Revolución de Octubre.
profesor de Didáctica de las Ciencias Sociales en la UAM y especialista en la historia del comunismo español
Cuando, en junio de 1871, Eugène Pottier compuso los versos que comenzaban “Debout, les damnés de la terre…”, las cenizas de la Comuna de París aún humeaban y los orificios de bala en el Muro de los Federados clamaban por los 20.000 comuneros fusilados a manos de las tropas del mariscal MacMahon. Las estrofas de La Internacional arrancaban con una apelación a los condenados de la tierra, carne de todas la derrotas. Pero cuando Pierre Degeyter puso música al poema en 1888, las cosas estaban cambiando: faltaba solo un año para que el Primer Congreso de la Internacional Obrera sentase acta de que los “convictos del hambre” habían decidido organizarse para hacer tabla rasa del pasado. La bandera roja de la Comuna, evocación de la que los jacobinos enarbolaron en 1791 como emblema del combate a muerte contra la reacción, fue adoptada por el movimiento socialista.
La voluntad de representar a un nuevo sujeto colectivo por encima de las fronteras interpeló a los últimos entre los últimos. Si para nombrar a la nueva clase obrera industrial se recurrió a un término romano, el proletariado —aquel cuya única contribución al Estado era producir hijos—, la traducción al castellano del nuevo himno internacionalista recurrió a un término cuya etimología portuguesa quizás se explique por el conocimiento que los comerciantes lusos establecidos en la zona de habla tamil tuvieron de la estratificación social hindú, en la que los absolutos desfavorecidos, carentes de todo derecho, integraban la inferior de las castas: los parias.
La socialdemocracia creció como una hogaza de harina de fuerza nutrida del fermento de la creciente sindicación, la movilización por causas justas —la jornada de ocho horas, la prohibición del trabajo infantil— y el sufragio universal. Con el cambio de siglo, los partidos socialistas y laboristas obtuvieron millones de votos, ganaron centenares de escaños en los parlamentos y arrancaron las primeras reformas legislativas de carácter social. Tal era su fuerza que en el Congreso de noviembre de 1912, cuya sesión inicial fue abierta por los redobles a rebato de las campanas de la catedral de Basilea, se concibió la posibilidad de detener una posible guerra continental con la convocatoria de una huelga general destinada a impedir que los trabajadores europeos se matasen entre sí. El espejismo se desvanecería en agosto de 1914 a causa de la mezquina apuesta pragmática por la unión sagrada con las respectivas burguesías nacionales.
El comunismo articuló un espacio de la izquierda dejado vacante por la socialdemocracia y nunca totalmente reconquistado, obligándola desde entonces a mirar por el retrovisor
Fue en 1917, en pleno colapso civilizatorio causado por la Gran Guerra, cuando en el fragor de los motines del frente occidental, las huelgas en las hambrientas retaguardias y el desplome de los tronos, una fracción desgajada del tronco socialista acumuló fuerzas para inaugurar una nueva era. El siglo XX quedó horquillado por la Revolución de Octubre en su origen y por la implosión del sistema soviético en su final. Respecto al comunismo, que marcó su transcurso, todos lo actores de la centuria —partidarios, adversarios, enemigos o reformistas homeopáticos— se vieron compelidos a posicionarse: unos, para conjurar la amenaza de una alternativa no utópica al orden burgués liderada, por vez primera, no por un mero comité de huelga o un grupúsculo insurrecto, sino por un sistema estatal implantado en la sexta parte del globo; otros, por considerarlo la materialización al fin consumada de los antiguos anhelos prometeicos.
Es inexacto hablar del comunismo como si fuera un todo homogéneo, un bloque marmóreo de dureza y color uniforme, una colada de acero fundido en un único horno. Hubo un comunismo internacionalista y adaptaciones del comunismo a distintos sustratos nacionales; comunismo identitario de vanguardias sectarias y comunismo organizado en partidos de masas; comunismo impostado de obrerismo y comunismo popular transversal; comunismo de régimen policiaco y comunismo como cantera inagotable de luchadores dispuestos a sacrificar sus vidas; comunismo esclerótico y comunismo creativo; comunismo de inextricables debates teóricos y comunismo de gente humilde con anhelos básicos de pan y tierra; comunismo de fábrica y barriada y comunismo de dacha y tienda especial; comunismo autoritario y voluntad de reconciliar en el comunismo los valores de 1917 y 1789, La Internacional y La Marsellesa.
Plural fue también la gama de sus adherentes: idealistas, burócratas, pacifistas, oportunistas, filántropos, disidentes, milenaristas, intelectuales, sindicalistas, jóvenes airados, radicales, obedientes, sacrificados, fanáticos, críticos, mujeres que apreciaron en la militancia el acceso a la modernidad, compañeros de ruta, activistas a tiempo completo, el fluctuante contingente de votantes, y la base, siempre la base para la que el comunismo proporcionaba una interpretación sólida del mundo, la reconfortante certeza en el sentido de la historia y la vigorosa convicción de que la política era la fuerza de los débiles. Era la cultura de una contrasociedad que anticipaba en su seno los rasgos del futuro, como evocó Rossana Rossanda: “Los del semisótano, los que pasaban de taller en taller o de casa en casa, al final del trabajo, para recoger los sellos de la cuota de afiliación, configuraban una sociedad distinta dentro de esta. En la que los comunistas querían ser los más iguales y los más disciplinados, los explotados y oprimidos pero seguros de comprender más que los demás las leyes que mueven el mundo, con sencillez y presunción”.
Propaganda y caricatura
Ninguna ideología puede atraer a tantos millones de personas solo por coerción, ignorancia o un limitado repertorio de motivos. Parafraseando a Edward P. Thompson en uno de sus estudios sobre la tipología de los participantes en los motines preindustriales, La economía moral de la multitud, “conocemos muy bien todo lo relacionado con el delicado tejido de las normas sociales y las reciprocidades que regulan la vida de los isleños de Tobriand, y las energías psíquicas involucradas en el contenido de los cultos de Melanesia; pero, en algún momento, esta criatura social infinitamente compleja, el hombre melanesio, se convierte (en nuestras historias) en el minero inglés del siglo XVIII que golpea sus manos espasmódicamente sobre su estómago y responde a estímulos económicos elementales”. Bastaría sustituir el minero inglés por el estereotipo del sujeto amenazador con el cuchillo entre los dientes para obtener una imagen abreviada del comunista, el constructo caricaturesco difundido por la propaganda de la Guerra Fría.
Sobre los partidos nacidos del proyecto de Octubre, como sobre todo lo demás, el paso del tiempo ha ido depositando capas de experiencia, pero también de polvo
Independientemente de cuál sea la posición individual, de lo que no cabe duda es de que tanto el proyecto comunista como los partidos que lo secundaron constituyen actores esenciales sin los que sería imposible concebir la historia que nos ha conducido al presente. El comunismo articuló un espacio de la izquierda dejado vacante por la socialdemocracia y nunca totalmente reconquistado, obligándola desde entonces a mirar por el retrovisor.
Ni la descolonización ni el mantenimiento de una tenaz lucha clandestina contra las dictaduras y las ocupaciones militares podrían comprenderse sin el sacrifico de los comunistas. El gigantesco movimiento de solidaridad antifascista movilizado en apoyo de la República española, sin parangón anterior o posterior, se debió en buena medida a su proverbial capacidad de agitación. El relato de la lucha por la democracia en España estaría amputado de una parte esencial si se ignorase la contribución de tres generaciones de comunistas. Las reformas sociales bajo el frentepopulismo —los convenios colectivos, la capacidad de interlocución de las secciones sindicales, las vacaciones pagadas— y la sustentación de algunos de los pilares del estado del bienestar en la segunda postguerra mundial —fue Ambroise Croizat quien diseñó el régimen de la seguridad social vigente en Francia, hoy amenazado por Macron— fueron impulsadas con el apoyo constructivo de los comunistas. El propio pacto social de raíces keynesianas que propició la prosperidad del mundo occidental durante los “Treinta Gloriosos” años del capitalismo contemporáneo operó con éxito a modo de escaparate alternativo a la existencia del autodenominado “socialismo realmente existente”: fue significativo lo pronto que el integrismo neoliberal ejecutó su desmontaje una vez desaparecido el contramodelo.
Un siglo de proyecto
Entre 2020 y 2021 cumplirán un siglo los partidos que encarnan el proyecto nacido de Octubre. Sobre ellos, como sobre todo lo demás, el paso del tiempo ha ido depositando capas de experiencia, pero también de polvo. Un equipo de gente muy joven se ha propuesto estudiar la historia de los cien años del Partido Comunista de España (PCE) y divulgarla mediante un documental, para lo que han lanzado una campaña de micromecenazgo en Goteo.org. Su proyecto se llama Parias de la Tierra. En su declaración de intenciones dejan de manifiesto que, lejos ya los tiempos de las hagiografías y la lengua de madera, analizarán tanto las luces como las sombras. Es una estimulante tarea. Aproximarse a la historia exige decapar estratos con la precisión del arqueólogo y una mirada nueva para apartar los escombros y encontrar entre las teselas dispersas del mosaico la hilada que nos une a aquellas generaciones fundacionales en el afán de materializar el tercer pilar de la vieja triada revolucionaria: la Fraternidad.