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Memoria histórica
365 días sin García Lorca
“Que sepas que han matado a tu amigo el poeta”. En la mente de Rafael Rodríguez Rapún resonaron las palabras de su padre como las balas que escupían los fusiles en el campo de batalla. La guerra había estallado en España y Federico García Lorca había sido asesinado. El 18 de agosto de 1936, la voz irrecuperable del granadino fue silenciada y arrojada allá donde todavía la memoria, la justicia y la reparación no han conseguido llegar. La tristeza irrumpió entonces en el corazón del gran amor del poeta. De no haber sido por él, Lorca habría viajado a México ese mismo verano para visitar a su íntima amiga, la actriz Margarita Xirgu. Cruzar al otro continente, donde sus obras estaban siendo representadas en México por aquellas fechas, habría significado alejarse de Rapún. No lo hizo por amor, que es el fenómeno que impulsa a uno a marcharse o, en casos como este, a quedarse.
Lo que parecía una breve separación terminó prolongándose 365 días. Al finalizar sus exámenes, Rapún optó por viajar a San Sebastián. En el norte le atrapó, como a tantos españoles que veraneaban fuera de sus hogares, el golpe de Estado. Por suerte, consiguió regresar a Madrid sin que la muerte le alcanzara. Lorca, por su parte, también había dejado la capital. El 14 de julio regresó a Granada, decidido a celebrar la festividad de San Federico junto con su familia tres días después. No obstante, los militares tenían otros planes para el devenir del país. Si Gipuzkoa permaneció leal a la República, Granada no corrió la misma suerte. Bajo el control falangista, Lorca sopesó varias alternativas. Finalmente, siendo consciente del peligro que suponía quedarse en la Huerta de San Vicente, se instaló en la casa de la familia Rosales, pues confiaba en dos de los hermanos del poeta Luis Rosales, que eran destacados falangistas de la ciudad andaluza. Creía que la vinculación de los Rosales a la Falange garantizaría su inmunidad. Su estancia en aquella casa del centro de Granada duró apenas una semana, tiempo que dedicó a la lectura y la música. Pero la guerra tocó a su puerta, más bien la de los Rosales, para llevárselo y nunca regresarlo. El 16 de agosto, quien escribiera La casa de Bernarda Alba fue arrestado y, tres días más tarde, fusilado en el barranco de Víznar, a pocos kilómetros de la ciudad que le había visto crecer. En este sentido, Madrid jamás volvió a ser testigo del amor de ambos hombres.
La relación entre Federico García Lorca y Rafael Rodríguez Rapún —o las Tres Erres, como solía llamarle el poeta— surgió en 1933, cuando este se incorporó a La Barraca sustituyendo a Miguel González Quijano en el puesto de secretario del grupo. En aquellos tiempos, la compañía preparaba el montaje de Fuenteovejuna de Lope de Vega. Aficionado al fútbol —concretamente al Atlético de Madrid— y socialista convencido, Lorca resultó ser el único hombre que cautivó su mirada. Era 14 años mayor que él, pero la diferencia de edad no ejerció de obstáculo para que la pasión germinara entre ambos. Descrito por el actor Luis Sáenz de la Calzada como un hombre de barbilla enérgica, boca generosa y con un perfil de estatua griega, Lorca quedó prendado de aquel joven de 21 años que siempre vestía de tonalidades oscuras. Tal era la admiración que sentía por Rapún que, cuando este fue sustituido como secretario de La Barraca, escribió al Comisario General de la Unión Federal de Estudiantes Hispanos presentándole su dimisión como director. Y tal era el amor que sentía por Rapún que en 1935 dedicó gran parte de su colección Sonetos del amor oscuro a su romance.
“No fue solo el amante de Lorca”
Sobre la figura de Rapún ha investigado en profundidad el dramaturgo Alberto Conejero, quien contactó con la familia para seguir su pista y sacar del olvido al joven ingeniero. Tal y como señala en una conversación con El Salto, reivindica que “no fue solo el amante de Lorca. Era un hombre comprometido con la República”. Sin embargo, sus vidas estaban inexorablemente unidas. Al llegar a Madrid y conocer la noticia del fallecimiento del poeta, colapsó: “Él no da crédito, sale corriendo de casa y va buscando en los cafés de la ciudad a los amigos de Federico para asegurarse de que aquella noticia es verdadera”.
“No se pudieron despedir, y quizá la última vez que se vieron estaban enfadados. Se quedaron sin decirse tantas cosas el uno al otro”, comenta el dramaturgo Alberto Conejero
Nadie más aparte del propio Rapún sabe lo que sintió ante la fatal noticia de la muerte de Federico, pero es evidente que aquellos primeros días de dolor indescriptible debió de encerrarse en sus propios recuerdos. ¿Y si se hubiera marchado con él a América? Últimamente habían discutido mucho en torno a ello. Y es que, como señala Conejero, “no se pudieron despedir, y quizá la última vez que se vieron estaban enfadados. Se quedaron sin decirse tantas cosas el uno al otro”.
Al no poder cambiar la forma en la que se dijeron adiós por última vez, su única alternativa era recordar desde el cariño y la añoranza el tiempo compartido. Al fin y al cabo, “fue la relación más honda y duradera que tuvo Lorca”. Puede que por su cabeza rondara el día en que le acompañó en taxi hasta la estación de Atocha, desde donde partiría en tren a Barcelona para embarcarse en un viaje a Buenos Aires. Quizá rememoró el día en que Lorca fue invitado a una conferencia en Roma y quiso llevarlo con él, o el día en que bajaron a Cádiz al estreno de El amor brujo de Manuel de Falla. Sumido en la nostalgia, puede que releyera en su cabeza las cartas que se enviaron mutuamente cuando el espacio decidía separarlos por un tiempo:
“Me acuerdo muchísimo de ti. Dejar de ver a una persona con la que ha estado uno pasando, durante meses, todas las horas del día es muy fuerte para olvidarlo. Máxime si hacia esa persona se siente uno atraído tan poderosamente como yo hacia ti. Pero como has de volverme consuelo pensando que esas horas podrán repetirse. Aún hay otro consuelo: el de saber que has ido a cumplir una misión. Este consuelo nos está reservado a los que tenemos concepto del deber, que cada vez vamos siendo menos. Se acerca la hora del ensayo y no puedo faltar. Como ya te he escrito algo, aunque tú te mereces más, puedo terminar aquí. Seguiré escribiéndote con frecuencia. Recibe un fuerte abrazo de quien no te olvida”
El olvido mata a las personas; pero también las balas. El asesinato de Lorca y su férreo compromiso por la política despertaron en Rapún la necesidad de combatir por la República. La perturbación de la paz llevó a un estudiante de Ingeniería de Minas que se dedicaba al teatro a empuñar un arma en defensa de la libertad. Las mismas manos que habían acariciado el cuerpo de Federico durante años sostenían ahora artefactos cuyas únicas funciones eran las de acabar con el enemigo. Bajo una curiosa y simbólica metáfora polisémica, Rapún realizó un curso de artillería en Lorca (Murcia), donde se graduó como teniente. Ya estaba listo para marchar al frente.
El recién nombrado teniente fue requerido en el norte de la Península. Ante la resistencia de Madrid, Franco cambió de estrategia. Decidió aislar el territorio republicano del norte, rico en infraestructura industrial y minera. Primero cayeron las provincias vascas, pasando todas las industrias intactas al bando de los sublevados. Poco a poco, el cerco sobre las fuerzas republicanas del norte se estrechaba. Tras la caída de Bizkaia, el próximo paso de los nacionales era la ocupación de Santander. Allí acudió Rapún, no sin antes escribir a su familia unas últimas postales desde Oviedo —guardadas durante años por la familia y compartidas por el propio Alberto Conejero—:
“Queridos padres y hermanos: he recibido vuestra carta con el natural contento que os podéis suponer después de tanto tiempo sin saber de vosotros y haber leído, además, en la prensa, que habían caído obuses por la calle donde vivimos. Decidle a Tomás que me escriba y me cuente lo que hace. Estoy en Oviedo donde he llegado para integrarme al frente del Norte, al que he sido destinado. Ya me figuro que la noticia no os agradará mucho. A mí tampoco porque en Madrid me encontraba muy bien. De todas formas no hay más remedio que ir donde le mandan a uno. Un abrazo de Rafael. En Oviedo, a doce de junio de 1937. Rafael Rodríguez Rapún. Teniente de la 9ª Batería Ligera”
En agosto, Franco dio comienzo a la ofensiva sobre Santander. La prioridad consistía en ocupar la línea entre Reinosa y Puerto del Escudo avanzando progresivamente hasta la costa sin permitir al enemigo retirarse a Asturias. En el sector de Reinosa operaba una agrupación constituida por las Brigadas de Navarra y Rapún se hallaba destinado en la zona, a menos de una hora a pie del objetivo de los requetés navarros. En mitad del caos bélico, el teniente se adelantó con dos soldados más para ocupar una nueva posición y continuar firmes en la batalla. Se habían apostado a las afueras de Bárcena de Pie de Concha cuando un ataque aéreo inesperado los sorprendió. Los compañeros se echaron al suelo, mientras que Rapún permaneció sentado en un parapeto. Una de las bombas arrojadas del cielo explotó cerca y fue herido de gravedad. El madrileño fue inmediatamente enviado al Hospital de Campaña nº 4 de Santander, donde trataron de sanar sus heridas y alejarlo de la muerte. Agonizando, el hombre de las Tres Erres fue capaz de aguantar el pulso durante tres días, hasta terminar claudicando a lo inevitable entre el 18 y el 19 de agosto de 1937.
Rafael Rodríguez Rapún murió exactamente un año después de que asesinaran a Federico García Lorca. La escritora María Teresa León, amiga de Rapún y consciente del amor que sentía por el poeta, resumió con una clara carga romántica el último año de quien lo abandonó todo para luchar por la República: “Nadie como este muchacho silencioso debió sufrir por aquella muerte. Terminadas las noches, los días, las horas. Mejor morirse. Y Rapún se marchó a morir al frente del Norte. Estoy segura que después de disparar su fusil rabiosamente se dejó matar. Fue su manera de recuperar a Federico”. Pese a la belleza de estas palabras, y por respeto a Rapún, a su familia y a lo acontecido, Conejero matiza que “decir que Rapún murió por Lorca es simplificar los hechos”, aunque está claro que “el fantasma de García Lorca le acompañó hasta el final de sus días”.
Si a Federico se le recordó eternamente sin conocer su paradero, a Rapún se le olvidó aun teniendo constancia de este. En el hospital santanderino desconocían la identidad del recién fallecido. Nadie en la ciudad lo conocía. Venía de lejos, de Madrid, de donde quizá jamás debía haber salido, al igual que Federico. Fue enterrado en el cementerio de Ciriego, en Santander, junto con cientos de cuerpos que iban ocupando la tierra a medida que la guerra seguía su curso. Reinosa, el municipio que había jurado defender, acabó siendo ocupada por los rebeldes y su constructora naval acoplándose a la cada vez más reforzada maquinaria franquista. Las fuerzas leales se vieron incapaces de defender la capital de provincia y las tropas sublevadas entraron en Santander el 26 de septiembre de 1937. Con el paso de los meses, se perdió toda la cornisa norte; con el paso de los años, se perdió España. A partir del 1 de abril de 1939 Franco dio por terminada la guerra y nació una Nueva España. Simultáneamente, los dos amantes se hallaban bajo tierra. El primero, ilocalizable, presente en las mentes de todos los españoles. El segundo, en Ciriego, olvidado por todos.
Solo su familia, por esa ligazón inquebrantable que supone la sangre, sabía dónde se encontraban los restos de Rapún. Una década después, su padre acudió al cementerio y solicitó el traslado de los restos a otra urna ubicada en el mismo santuario de Ciriego. De esta manera, el cuerpo de Rapún yace en las Urnas Centro 3 Norte nº 214 con vistas al mar cantábrico, en la tierra donde murió defendiendo la libertad y sus ideales. “Seguramente sus últimos pensamientos fueron para su familia, sus padres, y para García Lorca”, sentencia Conejero.