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Coronavirus
Un contacto en el descampado
Tras otra ronda de confinamientos y nuevas normalidades (que antes llamábamos año), recordé una pequeña anécdota sobre lo que antes escondía para nosotros el contacto con los otros. Hace un par de años, sin saber muy bien por qué, Lucia y yo íbamos a interrumpir a un hombre que trabajaba en un descampado amontonando materiales reciclables y algún que otro juguete, electrodoméstico, bicicleta o aparato viejo. Nuestra intención era humanitaria, sociológica, histórica, periodística. Gitanos rumanos en Barcelona, los pobres con pasaporte europeo entre los pobres. Intuíamos que la estigmatización hacia ellos era particular, una especie de pavor, un tipo de “otredad” diferente a la que experimentamos hacia los chatarreros africanos.
Desde la entrada al centro del descampado, donde estaba trabajando el señor, habría unos 30 metros, espacio suficiente para que fuese eterno el tiempo desde que nos vio hasta que llegamos a él. Sabía mientras avanzaba, o por lo menos me hacía consciente tras cada paso, que lo que estábamos haciendo era un ejercicio de distracción. Ella concentraba todas las horas de trabajo en la mañana y por las tardes cumplía con un compromiso moral. Yo estaba tratando de escribir una tesis para doctorarme de sociólogo, lo que consistía en no hacer nada productivo o casi nada.
Buscar una explicación entre castellano, italiano y rumano para estar allí no fue fácil. Al final nos la ahorró el señor contando lo que queríamos que contara, que había gente muy pobre viviendo muy mal, en parte porque estaban un poco alejados de la mano de Dios. No alejados del camino del bien, que en algunos casos también, sino alejados de todo lo que se consideraba “correcto” de acuerdo con el contexto en el que se encontraban.
Como no tenía otro medio para demostrarle mi humildad extendí la mano, recta, hacia su abdomen. Recta, orgullosa, humanista. En ese instante Lucia me empezó a hablar con los ojos. No le des la mano, me decía. No. No. No.
Antes de partir, consideré oportuno brindarle una cortesía, desclasarme para hermanarnos durante unos segundos. Como no tenía otro medio para demostrarle mi humildad extendí la mano, recta, hacia su abdomen. Recta, orgullosa, humanista. En ese instante Lucia me empezó a hablar con los ojos. No le des la mano, me decía. No. No. No. Gritaban sus grandes ojos por milésimas de segundo cada vez más abiertos. Estrechamos las manos, tendimos un puente entre la sociología que yo creía crítica y la realidad de los oprimidos de Barcelona.
Salimos tan lentamente como entramos. Sin saber si nos miraba aquel señor, pero con su presencia en la nuca. Nunca más, me repetí con vergüenza en ese momento. Nunca más vuelvo a hacer estos ejercicios de investigación/salvación. En ese largo trance Lucia me dijo, no te toques la nariz o la boca, muchos de ellos tienen Hepatitis y te la puedes contagiar. Me asusté un poco, pero no entendía lo que me pedía Lucia. Cómo voy a no tocarme la nariz o la boca, es lo que hago todo el tiempo, tengo que tocar mi nariz y mi bigote por minutos, tengo que cambiar el sentido del flequillo, tengo que restregarme los ojos, tengo que rozarme los pelillos de la nariz con la yema de los dedos. No puedo no tocarme la cara. Tenía que rascarme la nariz. No se lo dije a Lucia, pero lo hice. Me toqué un par de veces la cara hasta que llegamos al Museo del Diseño a un par de calles de distancia. Fuimos directo al baño y nos lavamos las manos. La suerte ya estaba echada, si me convertía en un enfermo crónico habría sido por una razón sociológica.
Dicen algunos que cuando se acabe la pandemia vamos a entrar en una vorágine de relaciones, dicen que será como un comercial eterno de condones Durex. Todos bajo faros rosas y morados, medio aceitosos y rozándonos, de la privación de contacto a la exuberancia.
Ahora viene la reflexión sobre nuestra situación actual, sobre el contacto, sobre la clase social y las enfermedades. El Covid nos ha enseñado… No lo sé. Dicen algunos que cuando se acabe la pandemia vamos a entrar en una vorágine de relaciones, dicen que será como un comercial eterno de condones Durex. Todos bajo faros rosas y morados, medio aceitosos y rozándonos, de la privación de contacto a la exuberancia. Otros dicen que nos convertiremos en japoneses —en la idea que tenemos de los japoneses—, tendremos la conducta más cívica del sistema solar, un mundo de reverencias, seremos los mimos de la cortesía, actores de películas mudas, pase usted con un capote imaginario de torero, dos manos para señalar una silla, una retirada imaginaria de sombrero. Puede que el futuro sea un comercial de Durex en Tinder y una distopía japonesa en la calle o al revés. Sin embargo, debería preocuparnos que las distinciones de clase y nuestro racismo exacerben la regulación del contacto, de la distancia, de los espacios que consideramos “propios”.
Por estos días, en el centro del debate está el surgimiento de nuevas clases de ciudadanía debido a el o los pasaportes Covid. Por ahora, las protestas se diseminan por el centro de Europa, protestas de anti-vacunas, pero también de vacunados. Pero no sólo debería preocupar el surgimiento de mecanismos institucionales de acceso a derechos y privilegios, sino también todas las prácticas urbanas, cotidianas, comerciales, policiales que se verán modificadas por el Covid, ¿quién podrá entrar a ciertos espacios? ¿quién podrá tocar los productos? ¿quién será identificado por acercarse, pasar, hablar, etc.? Antes de la pandemia, en el 2017, según Sos Racisme Cataluña por cada persona con nacionalidad española identificada policialmente se identificaba a 7.4 personas con nacionalidad extranjera ¿aumentarán las identificaciones policiales para colectivos de extranjeros o para colectivos racializados? Esperemos que no, o que creemos mecanismos colectivos para denunciarlo.