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El Salvador
Sofía, la templaria de los derechos humanos
El temple de Sofía Hernández, de 77 años, ha sido fraguado en el dolor, la persecución y la tortura de las autoridades de El Salvador prácticamente desde que nació en el cantón San Pedro Agua Caliente, jurisdicción de Verapaz, en el departamento de San Vicente. La decisión de ser catequista en 1975 la puso en la lista negra y comenzó un largo peregrinaje que la convirtió en defensora de la justicia, verdad y reparación para las víctimas de graves violaciones a los derechos durante el conflicto armado en El Salvador.
Apoyada en su bastón, Sofía mueve el cuerpo al ritmo de su espíritu combativo. El cuerpo obedece, aunque deja ver las secuelas de la lluvia de golpes que recibió de las culatas de los fusiles en las sesiones de tortura en la Policía de Hacienda en 1990. Si en aquel entonces no la doblegaron, menos ahora cuando lucha por saber el paradero de sus familiares desaparecidos y que los culpables sean llevados ante la justicia. Es una de las protagonistas de la campaña Tú defiendes mis derechos, yo defiendo tu labor #YTúQuéDefiendes.
Tiene la mirada seria. Atenta a cualquier detalle de lo que sucede alrededor. Sofía vino al mundo el 11 de febrero de 1943, en las faldas del volcán de San Vicente, llamado en lengua náhuatl Chinchontepec, que significa cerro de las dos tetas. Desde lejos parece una mujer acostada. En reposo. Irónicamente, un estado casi nunca vivido por Sofía.
Viene de familia pobre. Analfabeta. Tanto el padre como la madre trabajaban en las fincas de café o de caña. Eran jornaleros por un salario de 0,90 centavos el día. Tuvieron cinco hijos. Sofía es la tercera. No había dinero para muchos estudios. Vivían en una casita de zacate de caña.
Café y catequista
Con nueve años, Sofía comenzó a trabajar acarreando café. Le pagaban 0,25 centavos el día. A las cinco de la mañana salía de casa. De 7h de la mañana a 16:30h, cumplía su jornada. Sin ir a la escuela. Para los años de 1974, 1975, ya era catequista, guiada por los sacerdotes de Verapaz. Tenía 31 años.
“Conocimos la explotación del hombre por el hombre. Estudiamos lo de la oligarquía. Supimos lo que deseaba Dios para nosotros: una vivienda digna”, recuerda Sofía y menciona una de las más crueles injusticias de aquel entonces: los caporales violaban a las jovencitas. “A través de la Biblia, nos fuimos enterando de nuestros derechos. Mi hermano mayor, Juan Francisco, y yo nos incorporamos”.
Estados Unidos fue el principal financiador y sostén del Gobierno de El Salvador durante el conflicto armado, entre 1980 y 1992, sin importarle las violaciones a los derechos humanos
En consecuencia, ninguna finca les daba trabajo por alborotadores de la gente. Y mucha los evitaba, porque se encontraban señalados. Los acusaban de tergiversar el Padre Nuestro. Entregaron un listado a la Guardia Nacional con los nombres de 35 catequistas: Angelita, Idalia, Sofía…
La Guardia Nacional de El Salvador se creó en 1912. Era un cuerpo policial con fundamentos militares que, por los Acuerdos de Paz firmados entre el Gobierno salvadoreño y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) el 16 de enero de 1992, se disolvió. Pero en los años 70 todavía faltaba mucho para esa fecha y mientras tanto, los guardias cometieron infinidad de tropelías contra la población civil.
A principios de 1977, la Guardia Nacional comenzó a llegar al cantón San Pedro Agua Caliente. Preguntaba por las catequistas. Por Sofía. A veces no estaban, porque andaban vendiendo fruta, pupusas o pasteles e intentando conseguir algún dinero al verse sin trabajo en las fincas.
Asesinan al jesuita Rutilio Grande
Las catequistas decidieron replegarse. No hacían la celebración de la palabra en la comunidad, sino que iban a otros cantones. En eso sucedió el asesinato del jesuita Rutilio Grande, el 12 de marzo de 1977, en una polvorienta calle entre las ciudades de Aguilares y El Paisnal, en el departamento de San Salvador. En el atentado también mataron a Nelson Rutilio, acólito, y el sacristán Manuel Solórzano.
En 2020 se han cumplido 43 años de aquel asesinato que impulsó a Monseñor Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador y amigo personal de Rutilio, a exigir al Gobierno que investigara el crimen. El vehículo en el cual se conducían las víctimas fue ametrallado sin piedad por los llamados escuadrones de la muerte.
Hay un antes y un después en Romero a partir del asesinato de Rutilio. El crimen jamás se investigó por el Estado, el cual vio mal que el arzobispo lo interpelara y que pidiera el fin de la violencia. “Nosotros denunciamos esa muerte y apareció la frase 'haga patria, mate un cura'”, dice Sofía.
Y el mensaje era, por supuesto, para todo aquel cercano a la Iglesia Católica. La Guardia Nacional entró todos los días, de noche, a la comunidad de Sofía, a ver si se reunían, pero fue en el cantón La Cayetana, en el municipio de Tecoluca, departamento de San Vicente, donde asesinaron a los catequistas. Mataron a más de 50 personas. Fueron casa por casa. Otros los desaparecieron.
El esposo de Sofía, Juan Bosco Marroquín, se fue a la capital San Salvador a trabajar. Ella siguió de vendedora. Había que alimentar a tres hijos y tres hijas, entre los 12 y 5 años. La consigna: “Preferible morir luchando que de hambre”.
A refugiarse al monte
La represión aumentó. En junio de 1978, quemaron la casa del hermano mayor, quien dormía en el monte. “Hoy sí se va a morir Juan Hernández”, escuché que dijeron. Este huyó a San Salvador con su familia. Esposa y nueve hijos, entre ellos cinco hijas. En febrero de 1979, la Guardia entró al cantón de Sofía y mataron a un catequista de 21 años. Ella estaba en el río lavando ropa en el momento del ataque. “Nos dio miedo”. Los hombres decidieron ir a dormir al monte y las mujeres, en las viviendas. “Yo me iba a casa de mi mamá, en medio del pueblo, frente a la iglesia, y dejaba mi casa que se encontraba en las afueras”.
El 23 de marzo de 1980, a las 5h de la mañana, la Guardia volvió y asesinó a su cuñado, Salvador Mira, y dos sobrinos, Rafael y David Mira. Igual destinó tuvo Humberto Portillo e hirieron al hijo de su hermana, Andrés Mira, de 15 años. Saquearon el cantón. Se llevaron todo lo que había en las tiendas, los cerdos. Catearon las casas hasta las tres de la tarde, hora en que se marcharon, y dejaron papeles con una amenaza: “Si vuelven a las casas los vamos a matar”.
En El Salvador, de 1993 a 2004, el Centro para la Promoción de los Derechos Humanos Madeleine Lagadec realizó cerca de 400 exhumaciones de víctimas del conflicto armado
La población sobreviviente enterró a los muertos. Llegaron los catequistas de Zacatecoluca, en el departamento vecino de La Paz, y trajeron cuatro ataúdes rústicos. En los días previos a los asesinatos, hubo ciertas señales inquietantes. “Se fueron los que no estaban de acuerdo con nuestra forma de pensar. Se llevaron sus cosas y se iban a otros pueblos. Quedamos solo 15 familias. Como que les avisaron”.
Sofía y los suyos partieron al monte. A refugiarse cerca de las quebradas de Verapaz. Al día siguiente, 24 de marzo, fue asesinado Monseñor Óscar Arnulfo Romero mientras celebraba una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia, en la capital salvadoreña. Lo acribilló un francotirador de los escuadrones de la muerte. La derecha lo acusaba de comunista por la homilía dominical que denunciada las violaciones a los derechos humanos que se estaban cometiendo en todo el territorio nacional, exigiendo el cese de la violencia contra el pueblo.
“Nosotros grabábamos la homilía, luego subíamos al campanario de la iglesia con una grabadora y micrófono y la poníamos a toda la gente. Eso les indignaba".
Con las enseñanzas de Romero en el corazón, Sofía y su familia buscaban la manera de seguir vivos en medio de la persecución. Mucha gente les colaboraba. A la semana, Sofía pidió ayuda a una comadre que facilitó un rancho. Ahí fueron tres familias, aunque los hombres y los hijos más grandes siguieron escondidos en el volcán de San Vicente.
Desaparición forzada de Juan, Andrés y Tránsito
El 2 de mayo de 1980, la Guardia capturó y desapareció al hermano mayor de Sofía, Juan Hernández. Tenía 41 años. Lo interceptaron cuando fue a su terreno en San Pedro Agua Caliente. Iba en el autobús a la altura de San Ramón, Cojutepeque, departamento de Cuscatlán. “Hasta ahorita sin saber nada de él”.
El 14 de mayo de 1980 desapareció el hijo de su hermana Dolores, Andrés Mira, de 15 años. El sobrino venía a quedarse con su mamá en Cojutepeque. Viajaba a pie con su primo Tránsito Hernández, de 15 años, que iba a buscar a su mamá en La Libertad. Los dos habían estado escondidos por el volcán de San Vicente. Venían del monte, caminando, sin dinero, sucios y fueron a una casa a pedir comida y sin saberlo habían entrado a la vivienda de un patrullero de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN). Llevaban una semana sin comer.
Los patrulleros de ORDEN, paramilitares que vigilaban al campesinado, los capturaron en el cantón Jerusalén, en Cuscatlán, y los entregaron a la Guardia. Inmediatamente, la familia supo de la detención gracias a dos jovencitas que iban con Andrés y Tránsito. Ellas habían logrado esconderse de la autoridad.
“Desde entonces, se encuentran desaparecidos. No sabemos nada”.
El 17 de septiembre de 1980 desapareció el hermano menor de Sofía, Mauricio Hernández. No era catequista. Solo por ser familia. Él iba a comprar frijoles y arroz al Instituto Regulador de Abastecimiento (IRA). Ahí le pusieron “el dedo” unos que lo conocían. Lo capturó el comandante de los patrulleros de Verapaz. Lo torturaron ocho días. Sin comida ni agua. En una noche lo sacaron y mataron. Hasta después de los Acuerdos de Paz, en 1992, una mujer contó que vio el cuerpo de Mauricio en un cañal.
A la lucha armada
Después de la captura y desaparición de su hermano mayor, Sofía y su esposo tuvieron claro que “no les quedaba otra que incorporarnos a la lucha. Yo sin trabajo. Sin estudios. Ni mi esposo”. Las siguientes desapariciones forzadas en la familia sólo vendrían a reafirmar la decisión, además de aumentar la rabia y el dolor.
Juan buscó ciertos contactos en la Universidad Nacional. Entró a la lucha armada. Participó en la primera ofensiva de la guerrilla, enero de 1981. Sofía se encontraba en una casa de seguridad en San Salvador. Vivía en Tonacatepeque.
“A mi esposo, el viernes 3 de junio de 1981, a las tres de la tarde, lo asesinan por el Parque Cuscatlán. Trabajaba de comercial. Venía de dejar un pedido. Yo lo supe al día siguiente. Empecé a buscar en la Cruz Roja, Cruz Verde, Hospital Rosales y no lo encontré. Fui a la Morgue del Cementerio La Bermeja y cabal. A la una de la tarde, lo hallé”.
La misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL) profundizó en el conocimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
El dueño de la comercial, donde trabajaba Juan, pagó la funeraria y ayudó con la caja, sino la tenía no daban el cuerpo. Lo enterró en Ciudad Delgado sin reconocerlo. No lo asentó en la alcaldía. Hizo todo a la carrera por seguridad. “La ironía es que después de los Acuerdos de Paz, voy hacer la exhumación para reconocerlo y no encontré los restos ni la caja”.
¿Qué había pasado? Según Sofía, Juan usaba el seudónimo de Víctor Hugo Hernández Cerna y ese nombre fue el que puso en la cruz, porque le daba miedo usar el verdadero. Y el dueño de la comercial le contó que llegaron unos señores, una semana después del asesinato y que querían saber dónde estaba enterrado, porque era familiar de ellos.
“¡A saber si se lo llevaron! ¡No había nada! ¡Ni un clavo!”.
Desde entonces, Juan quedó también como desaparecido, “aunque yo lo enterré. La cruz está ahí”.
Casa “buzón”
Enterrado el marido, Sofía continuó de guerrillera. Su seudónimo era María y pertenecía al Partido Revolucionario de los Trabajadores Centroamericanos (PRTC). Entre 1981 y 1984, tuvo diversos domicilios. En San José Las Flores, por el kilómetro 9 de la Troncal del Norte, en El Pino (Soyapango), en Miralvalle… Su hogar, donde vivía con sus seis hijos/as y una tía, María Renderos, era “buzón” para mensajes, usando el camuflaje de tienda de productos de primera necesidad; “buzón de familias”, donde llegaban los compañeros enfermos o heridos de bala que venían de luchar y había que llevarlos al hospital o al médico que colaboraba con la causa; llevar a un comandante a sacar el pasaporte a Migración…
También iba a vender ropa al cantón San Lauriano, por Tonacatepeque, departamento de San Salvador. Al tiempo que obtenía ingresos económicos para sostener a la familia, tenía la misión de verificar la zona en cuanto a retenes militares, gente contraria y dar la señal de que “sí podían pasar”. Otras salidas eran para llevar ayuda a las casas de seguridad, donde estaban los hijos y las hijas de los combatientes.
En esos años, Sofía aceptó la decisión de su hijo mayor, Julio César, de 15 años, y de su hija Norma Guadalupe, de 14 años, de irse al Frente de guerra a Guazapa, uno de los territorios controlados por la guerrilla y escenario de cruentos combates entre el FMLN y el ejército. Y asumió con entereza el rosario de peligros que trajo el trabajo clandestino. La Guardia cateó su tienda en San José Las Flores, la captura de compañeros que la conocían y que hablaron por la tortura y, en consecuencia, hubo que cambiar de casa en pocas horas y de apariencia física: “Me quité el pelo, me puse lentes”.
Aparentaba tener un trabajo fijo en el vecindario, evitando sospechas, salía a las seis de la mañana y regresaba a las cuatro de la tarde. El accionar de Sofía era intenso. Esto significó salir del país, en junio de 1985, porque conocía a los que cometieron la masacre en la Zona Rosa que dejó 12 muertos, entre ellos cuatro infantes de la marina de Estados Unidos, y habían capturado a uno de los responsables y estaba hablando.
Sus cuatro hijos, todos menores de edad, quedaron bajo el cuidado de la tía María que estaba enferma de cáncer en la garganta. Supuestamente, el viaje duraría solo seis meses, pero estuvo fuera cuatro años. Llegó a Nicaragua y posteriormente viajó a Cuba para recibir un curso de métodos conspirativos, el cual le serviría a la hora de visitar presos/as políticos y saberles llevar mensajes ocultos, por ejemplo, en un embutido. Así se perfeccionaba en una de las tareas que había estado llevando a cabo en El Salvador en los últimos años.
En tierra nicaragüense, Sofía se involucró en proyectos de apoyo al Frente y a la población refugiada en Honduras: gestionar medicinas, ropa, comida… Ni se enteró que había muerto su tía María en 1986. “Mi mamá se hizo cargo de los míos y de un hijo de mi hermano mayor. Después, mi hermana Dolores se trajo a mis hijos, a mi mamá, a Nicaragua. Yo estaba haciendo tareas en México, donde estuve por año y medio. Al regresar, ya me encontré a mis hijos e hijas en Nicaragua. También incorporados”.
La ofensiva de 1989
Duró poco el reencuentro familiar. A los dos meses, septiembre de 1989, Sofía parte a El Salvador. Los suyos quedaron en Nicaragua. Tenía la misión de recoger compas que venían a la ofensiva en noviembre y trasladarlos a casas de seguridad en San Salvador. Colaboró en el camuflaje de las “bodas” en Soyapango, pero un dirigente de la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS) capturado “habló” y contó la estrategia de las bodas, así que hubo que huir en la noche en plena ofensiva. Era un 11 de noviembre.
Sofía logró escapar a Prados de Venecia. A los cinco días, recibió la orden de ir a buscar compañeras que habían caído presas. Eran ocho, incluida una italiana. Estaban en Cárcel de Mujeres. Ni se había enterado del asesinato de los seis jesuitas y sus dos colaboradoras, en la madrugada del 16 de noviembre, cuando el Ejército entró a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y los masacró, aprovechando el contexto de la ofensiva guerrillera e intentó acusar al FMLN del crimen.
La derecha y la Fuerza Armada tenían en la mira a los jesuitas por su ejercicio de la Teología de la Liberación y la denuncia internacional de los atropellos gubernamentales a la población civil
El burdo montaje del Ejército se cayó en cuestión de minutos, porque la UCA estaba en el perímetro de seguridad del Estado Mayor, en total control de las fuerzas de seguridad del Gobierno. Por ahí no había ningún comando guerrillero. Fue un golpe durísimo para la comunidad universitaria. La descabezaron. Habían asesinado al rector, Ignacio Ellacuría; al vicerrector académico, Ignacio Martín-Baró; al director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA, Segundo Montes; al director de la Biblioteca de Teología, Juan Ramón Moreno; al profesor de Filosofía y Ética, Amando López; al fundador de la Universidad y de la organización Fe y Alegría en El Salvador, Joaquín López y López; a Elba Ramos, la cocinera de la residencia de los jesuitas, y a su hija Celina.
La derecha y la Fuerza Armada tenían en la mira a los jesuitas por su ejercicio de la Teología de la Liberación y la denuncia internacional de los atropellos gubernamentales a la población civil.
Y así como el asesinato del jesuita Rutilio Grande marcó un cambio en Monseñor Romero, el asesinato de los seis jesuitas provocó un cambio en la postura de Estados Unidos, el principal financiador y sostén del Gobierno de El Salvador, y aceptó el inicio de un diálogo con el FMLN que culminaría con la firma de los Acuerdos de Paz, poniendo fin a 12 años de conflicto armado, entre 1980 y 1992. Sin embargo, mientras llegaba el cese del enfrentamiento armado, Sofía todavía tenía que vivir muchas peripecias.
Con el dato de las capturadas, salió a dar la información. Pero no encontró a nadie de su gente en Prados de Venecia. Solo a soldados haciendo cateos en las tiendas, las zapaterías.
—¿Qué hace aquí? —la interrogó un militar.
—Busco a mi hija —respondió presta.
La dejaron marchar. Hasta el 31 de diciembre pudo contactar con alguien del FMLN. Partieron a Guazapa. Dio la información de las presas y en la noche escuchó el listado de los fallecidos/as en la ofensiva, salió el nombre de su hija Norma Guadalupe y su sobrino Óscar Basilio. A este una bomba lo mató en la capital. “Mi hijo mayor Julio lo enterró. Mi hija cayó en Soyapango. La enterraron en una fosa común. Los quemaron y enterraron. La fui a buscar, pero no la encontré. No sé dónde quedó. ¡No había tiempo ni de llorar!”, confiesa Sofía, cuya mirada está anegada por las lágrimas ante el doloroso recuerdo.
El comando le dio otra misión. Sacar a un joven herido que precisamente vio morir a su hija. Lo llevó a su familia. Él está vivo. El 2 de mayo de 1990 de nuevo se requirió su experticia en mover personas: debía recoger al comandante Camilo, Pedro Antonio Mira, hijo de Salvador Mira, asesinado en el 80; y hermano de Óscar Basilio, muerto por la bomba en la ofensiva en El Guayabal, San José Las Flores, a las 4:00 de la mañana. Lo acompañó hasta Guatemala. Le había conseguido una célula falsa y gracias a ese documento de identidad, sacaron el pasaporte en la Embajada de El Salvador en Guatemala; luego, al aeropuerto para subirse a un avión que lo llevaría a Nicaragua y Sofía de nuevo a El Salvador en autobús.
Apresada y torturada
En julio del mismo año repitió la operación, pero a la inversa, con Camilo. De Guatemala a El Salvador, pasaron por Amatitán, El Tortuguero, y de ahí al Frente Paracentral, en el departamento de Cabañas. Al terminar la misión, el sobrino comandante le dio unas fotos que debía entregar a una persona que iba en ruta a Nicaragua, por el Café Don Pedro, a las 10h, en la capital. Esta vez la suerte no acompañó a Sofía. Ahí la capturaron el 13 de julio de 1990. Tenía 47 años.
La subieron junto con el contacto a un pick up, en la parte de atrás, acostados. Les tiraron unas carpetas negras encima. Todo el día los anduvieron en esa posición con el vehículo en marcha. Ya de noche, los llevaron a la Policía de Hacienda que está por el mercado de La Tiendona.
El interrogatorio inició con preguntas sobre las fotos del comandante Camilo. “Yo no sé qué andan haciendo los sobrinos”, contestaba una y otra vez Sofía. La negativa a hablar conllevó primero tirones de pelo y pronto llegaron los golpes en las rodillas y la columna con la culata de los fusiles. Durante cuatro días la machacaron viva. Le empezaron a preguntar por Nidia Díaz, otra comandante guerrillera. Al no conseguir nada, la desnudaron. Le pusieron ropa empapada de orines y vendada la obligaron a firmar un papel.
Al otro compañero, sí lo hicieron hablar. “Me perjudicó”, señala Sofía.
A los cuatro días, al compañero lo mandaron a la cárcel de Mariona; Sofía, a Cárcel de Mujeres. Pero todavía le tenían preparada una última tortura camino a la prisión, por el río Sucio, en Agua Caliente: “Me colgaron del puente. Eran las once de la mañana. Me decían: si no hablas, te matamos. Yo les respondía que no sabía nada y que de todas maneras me van a matar”.
Dos horas duró el suplicio. Finalmente la fueron a dejar a la cárcel, donde la recibieron las 18 presas políticas. Le dieron ropa para cambiarse. Se bañó. Se desahogó.
Septiembre de 1991. Al año y dos meses, el juicio. La condenaron a cuatro años por guerrillera. Pasó 22 meses en prisión hasta los Acuerdos de Paz. Salieron todas, menos Sofía.
—Tú no eres presa política ni común —le dijeron.
—¿Y entonces qué soy? —preguntó.
—Alguien vendrá a buscarte —respondieron.
Las presas hicieron un mitin pidiendo su libertad, que llegó en febrero de 1992. Salió un lunes. Se sentía sin familia. En julio de 1991 habían matado al comandante Camilo en combate, durante una emboscada en Usulután; una hermana y dos hijas estaban en Cuba; dos hijos, en Nicaragua; su hijo mayor, herido en el Frente, en un refugio…
“¡Yo sola salí de la cárcel! Miré para todos lados y me dije: ‘¿Seré yo?’. No veía a nadie de mi familia, y entonces vi a mi nuera Angélica, la esposa de mi hijo mayor. Me fui con ella a El Chintú, en Apopa”.
Inmersa en los derechos humanos
Sin perder el tiempo, a los cuatro días de estar en libertad, Sofía se fue a la oficina del FMLN. Entró de lleno al trabajo en derechos humanos en las comunidades con el personal de la Comisión Ad hoc, de la Comisión de la Verdad. Llevaba a las familias a dar su testimonio de lo que habían sufrido, los desaparecidos/as, “unas mujeres estadounidenses documentaban”.
Las víctimas venían de distintos lugares del país: de Nuevo Gualcho, Nueva Granada, en el departamento de Usulután; de Santa Clara, San Vicente, donde ocurrió la masacre del Calabozo en 1983, en la que el Ejército asesinó a 300 civiles a la orilla de un río…
De la mano de la misión de Observadores de las Naciones Unidas en El Salvador (ONUSAL), Sofía recibió charlas. Profundizó en el conocimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en los derechos que existen en la misma Constitución de la República de El Salvador.
Era una orientadora nata. Ayudaba a los huérfanos y huérfanas a sacar las partidas de defunciones y, con el Centro para la Promoción de los Derechos Humanos Madeleine Lagadec, de 1993 a 2004, participó en unas 400 exhumaciones. Aquello implicó entrevistar a los familiares, testigos, precisar dónde estaban enterrados los cuerpos, la vestimenta que llevaban el día de las desapariciones o asesinatos, hacer los trámites respectivos y lo más difícil, ponerse de acuerdo con la Fiscalía, el juez del municipio y las autoridades de Medicina Legal. Es decir, el aparato del Estado.
“No querían. Me peleaba con ellos cuando se ponían renuentes”.
Un ejemplo del bloqueó del Estado. Un caso relacionado con la masacre de El Mozote, en el departamento de Morazán, cuando en diciembre de 1981, el Ejército mató a más de mil personas, sobre todo niños, niñas, mujeres y ancianos/as. El equipo de Sofía había conseguido en Arambala, el testimonio de Felipe, uno de los músicos del grupo Los Torogoces. Él vio el asesinato de cinco niños y dos mujeres. Una, embarazada. Él lo vio todo desde su escondite, en la parte alta de un árbol. A partir del testimonio se coordinó la exhumación.
“Ahí está un feto”, informó el hombre de Medicina Legal. “En la pelvis de la mujer está la columna del feto”.
Al escuchar esto, Sofía respiró serena, porque sobre su cabeza retumbaba la amenaza del funcionario del juzgado: “Si no está el feto, vas a ir a la cárcel 10 años”.
“No mentimos. Nosotras decimos la verdad”, dice con fuerza Sofía.
Y esa verdad la mantuvo en los 11 años de labor intensa en la búsqueda de las personas desaparecidas, pero las largas caminatas a pie que exigía el trabajo la hizo hacer un alto a finales de 2004. Tenía 60 años de edad. Pero no se quedó sentada en casa. Se fue a Estados Unidos en 2005. Estuvo siete años trabajando en labores de limpieza y cuidando enfermos. Sin embargo, se le bloqueó la columna. Secuelas de la tortura. Regresó entonces a El Salvador.
Lobby político por las víctimas
En 2013 retomó la agenda de derechos humanos. Se incorporó a CODEFAM, Comité de Familiares de Víctimas de las Violaciones de los Derechos Humanos “Marianella García Villa”, organización fundada el 9 de septiembre de 1981.
El 16 de enero de 2016, coincidiendo con el aniversario de los Acuerdos de Paz, a los 24 años de su firma, presentaron la Ley de Reparación de Víctimas del conflicto armado. El lobby político incluyó al presidente de la República, Salvador Sánchez Cerén, antiguo comandante guerrillero. También entregaron una pieza de correspondencia en la Asamblea Legislativa con la petición de decretar el 30 de agosto como Día Nacional de la Desaparición Forzada.
Las acciones ciudadanas fueron diversas en los siguientes meses: visita a la Procuraduría General de la República, marchas y plantones en la Asamblea Legislativa… El contexto era favorable, porque, el 13 de julio de 2016, la Sala de lo Constitucional, de la Corte Suprema de Justicia, declaró inconstitucional la Ley de Amnistía aprobada en 1993. Se había violado el derecho a la reparación integral de las víctimas de los crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra. Estos delitos jamás prescriben.
Se imponía el Derecho a la Verdad. “A saber qué es lo que pasó”, repetían los juristas, aunque las víctimas como Sofía llevaban décadas con ese reclamo. El aparato del Estado tenía que moverse. El Fiscal investigar y ejercer acción penal, Defensa Nacional abrir los archivos a las víctimas para saber qué pasó con sus familiares…
“Ellos dicen dar la vuelta, pasar página, pero ¿cómo? Mientras las heridas sigan sangrando, no hay paz. No hay paz sin justicia, sin verdad y sin reparación…”
“Ninguna respuesta”, informa Sofía, sin perder la esperanza y acudiendo actualmente a toda actividad que denuncie y presione para lograr saber qué pasó con los seres queridos desaparecidos. Piden que se entreguen los archivos de todos los cuerpos de seguridad, desde la Fuerza Armada a la Guardia Nacional o la Policía de Hacienda. Ahí están los nombres de los desaparecidos y dónde los llevaron.
“Ellos dicen dar la vuelta, pasar página, pero ¿cómo? Mientras las heridas sigan sangrando, no hay paz. No hay paz sin justicia, sin verdad y sin reparación…”
—¿Qué hicieron con ellos? —vuelve a preguntar.
Y conociendo su temple, Sofía seguirá hasta saber la verdad. “Sólo así un momento de paz. Ahí está el Monumento a las víctimas en el Parque Cuscatlán, ahí están los nombres, pero todavía no sabemos dónde quedaron para poder vivir en paz. Esta es nuestra lucha ahora. Ya están muertos, pero ¿dónde están?”
La historia de “Sofía, la templaria de los derechos humanos” se une al publicado, recientemente, “La lumbre de los derechos humanos en El Salvador”, en la serie de cuatro artículos que se han realizado sobre la lucha de las mujeres víctimas de la violencia institucional durante el conflicto armado, de 1980 a 1992, y que al día de hoy todavía bregan por saber el paradero de sus familiares que sufrieron la desaparición forzada, un delito de lesa humanidad.
Próximamente, el tercero: “Inés, la fuerza espiritual de Pro-Búsqueda”. Es la historia de María Inés Durán, defensora de la Memoria Histórica en la Asociación Pro-Búsqueda de Niñas y Niños Desaparecidos durante el Conflicto Armado.
Y, cerraremos la serie con “Las víctimas y el Relator de la ONU”.
Las historias se basan en los testimonios de las defensoras de los derechos humanos que se han convertido en referente de la sociedad civil organizada, los movimientos sociales y de la campaña “Tú defiendes mis derechos, yo defiendo tu labor” que nos interpela con el contundente #YTúQuéDefiendes.
La campaña fue llevada a cabo por una red de instituciones socias en El Salvador: el Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), la Asociación Pro-Búsqueda de Niñas y Niños Desaparecidos durante el Conflicto Armado, la Asociación Tutela Legal Dra. María Julia Hernández y la Fundación Mundubat. El objetivo era sensibilizar a la sociedad civil y fomentar el reconocimiento a las personas y organizaciones defensoras de derechos humanos, además de la aprobación de una ley que las proteja frente a un ambiente de violencia, impunidad y corrupción. La ley está siendo estudiada en la Asamblea Legislativa del país centroamericano.