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Historia
Esperando a los Américo Castro para este otro siglo

Cuando hace medio siglo una nueva generación de historiadores entró en la escena académica y pública, desdeñaron los debates entonces en curso sobre cómo contar a los españoles un pasado común tras el quiebre que había supuesto 1939 en la trayectoria de la ciudadanía moderna. Muy en especial, la polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez-Albornoz despertaba entre ellos algo más que recelos: ahí figuraba un reputado historiador empeñado en fijar el sentido y el destino de la comunidad nacional a partir de una interpretación sobre sus orígenes. “Don Claudio” -reverenciado así incluso entre sus detractores- pertenecía a la vieja escuela “institucionalista”, y su prestigio podía aguarles la puesta de largo a estos nuevos profesionales que se presentaban como adalides de una historiografía declaradamente científica y sensible a las desigualdades sociales y los conflictos de poder intracomunitarios.
Para estos entonces jóvenes investigadores, las herramientas y enfoques de la historia económico-social -y la inspiración en el materialismo histórico- servían a un doble cometido: hacer borrón y cuenta nueva con la “historiografía” auspiciada por el franquismo y socavar la legitimidad del régimen. Esta heroica tarea exigió un precio, no obstante: les insensibilizó al hecho elemental de que ser más profesionales no redime a los historiadores de prejuicios morales y a priori culturales; tampoco ser “progresistas” o de izquierdas. De hecho, Sánchez-Albornoz, un conservador que no era menos antifranquista ni pasaba por menos riguroso que ellos, veía el pasado peninsular con ojos rebosantes de esencialismo racial y asumía el discurso oficial de la tradición imperial católico-castellanista sin necesidad de mayor historización.
Incapaces de identificar ese ángulo muerto, estos historiadores precursores de la democracia se persuadieron de que, con aducir documentos para comprobar explicaciones del cambio histórico, las cuestiones identitarias que airea todo relato histórico se verían disipadas. Por poner un ejemplo: que con dar cuenta del establecimiento y posterior declive de la servidumbre en la Edad Media peninsular, el asunto de si ese período histórico entero debe definirse como “Reconquista” se desvanecería por sí solo o quedaría reducido a la irrelevancia. Crearon así una confusión que acompaña desde entonces la formación de historiadores, y que con el tiempo ha empezado a pasar factura.

Ser más profesionales no redime a los historiadores de prejuicios morales y a priori culturales; tampoco ser “progresistas” o de izquierdas
Ambas dimensiones son mutuamente irreductibles; para su estudio, las dos comportan poner en juego recursos teóricos e investigación aplicada, de modo que reclaman ser objeto de atención intelectual y académica específica. Lo que las diferencia es que estudiar la primera implica abrir debates acerca de valores morales colectivos y principios deontológicos de los académicos … justo todo lo que se niega a reconocer el catecismo con el que sigue hoy educando a los historiadores españoles.
Este sesgo, inscrito hasta en las políticas de investigación estatales, ha desembocado en una cultura corporativa que fomenta que la mayoría de los historiadores españoles nieguen, desconozcan o rechacen que los marcos narrativos con los que exponen los resultados de sus investigaciones responden a valores convencionales, no a conocimientos “objetivos”, y que continúen creyendo que, con remitir a un método científico, pueden mantenerse libres de las tendencias de sus contemporáneos a “equivocarse” al relatar el pasado común, que solo ellos creen poder “corregir”.
Pretender que solo la investigación documental sobre fenómenos y procesos del pasado es hacer historia -o que basta con ello- fue el tiro en el pie que se dieron los historiadores desde la transición y arrastran las generaciones de académicos desde entonces. Ese dictado ha creado un contexto de irresponsabilidad colectiva que deja todo un aspecto constitutivo de toda comunidad o grupo expuesto al filibusterismo intelectual. Durante medio siglo de democracia ha pervivido un legado narrativo de largo plazo conformado con elementos de la cultura del viejo liberalismo, a su vez heredero de una cultura imperialista irredenta, y a continuación centrifugado por el revival franquista. A día de hoy, esta sigue siendo la principal memoria cultural de los españoles, y eso, como se está demostrando, se lo ha puesto fácil a los enemigos de la convivencia ciudadana para resucitar fantasmas mitificadores del pasado predemocrático.
La democracia española está a día de hoy mal pertrechada para hacer frente a la oleada de integrismo nacional-imperial que percute el auge de la extrema derecha. Pues, siendo innegable que la historiografía puede influir activamente sobre la correosa memoria cultural, el problema de cara a la elaboración de narrativas basadas en valores ciudadanos es que la academia posfranquista abandonó de antemano el campo de batalla. Para salir de ese larguísimo impasse hay que asumir algo tan elemental como que, en una democracia tanto o más que en los regímenes autoritarios, los relatos acerca del pasado se fundan en valores comunitarios. La cuestión es cuáles han de ser reconocidos como esos valores comunitarios -algo que en una esfera pública que se precie de participativa debe permanecer en polémica permanente-. Llegar siquiera a inaugurar ese debate es una tarea colectiva que en España desde que regresó la democracia no se ha planteado.
Pretender que solo la investigación documental sobre fenómenos y procesos del pasado es hacer historia -o que basta con ello- fue el tiro en el pie que se dieron los historiadores desde la transición y arrastran las generaciones de académicos desde entonces
La historia “tradicional” como coartada
Entre los historiadores de la transición hubo uno que destacó entonces por su brillantez teórica y capacidad interpretativa, pero también su tajante repudio del llamado “culturalismo” achacado al debate Américo Castro/Sánchez-Albornoz: Abilio Barbero de Aguilera. La ironía de esta historia es que ahora, tras medio siglo de barbecho en ese amplio campo que conforma el estudio de los marcos narrativos acerca del pasado para una democracia, un discípulo aventajado de aquel gran medievalista parece aspirar a recuperar el tiempo perdido desde los años de su maestro. Y hay que alabarle la buena intención y el empeño, pero situándolos en el contexto de un vacío que, ya de partida, vuelve inabordable la tarea acometida por un solo autor, incluso si se tratase del más erudito, sensible y de mirada extensa.

Hay que asumir algo tan elemental como que, en una democracia tanto o más que en los regímenes autoritarios, los relatos acerca del pasado se fundan en valores comunitarios.
En la práctica, ese supuesto le aboca a una cruda contradicción con su propio enfoque. Pese a inspirarse en medio siglo de historiografía científica posfranquista, subraya a cada tanto la persistencia de otra que despacha como “tradicional”, que en su opinión sigue dominando una parte principal de la producción académica española. Contra ese fetiche tan omnipresente como desdibujado y cuya resiliencia no explica, Manzano aspira a esbozar una narrativa alternativa, moderna, o como él mismo la califica, “progresista”.
Esta noble empresa se topa a su vez con un límite no menos desdeñable, y es que este reputado medievalista especializado en la dominación musulmana en la península pretende contar la “historia de España” toda. Lo que puede decir sobre otros contextos históricos fuera de su área de estudios reconoce que proviene de la lectura de obras de colegas y de charlas con un amigo especialista en historia contemporánea. Esa justificación es en el fondo un reconocimiento de que el asunto requiere de expertos en temporalidades amplias, si es que no de grupos enteros de especialistas en períodos variados colaborando en proyectos de investigación que no constan. En su ausencia, es fácil que las gafas de los prejuicios personales se impongan como sentido común.
En este caso, Manzano y sus informantes no ven otra cosa que el peso del nacionalismo como el gran enemigo subyacente a la historiografía “tradicional” zombi que ejerce de espantajo en su relato. Ese reduccionismo hace que, cuando se topa con la paradoja de que algunos de los mejores historiadores peninsulares provienen de regiones con identidades nacionalistas arraigadas, no logre conectar ese fenómeno con las tradiciones de valores ciudadanos que informan determinadas culturas políticas nacionalistas en España.
El enfoque alternativo que propone está de hecho condicionado por la visión estrecha que el nacionalismo impone a los marcos narrativos, ceñida al tropo ideológico de la unidad. La contranarrativa que Manzano esboza de una España diversa y plural elude responder a una pregunta epistemológica obligada: diversidad, sí, pero ¿según el observador actual, o para quienes vivieron esos contextos históricos? Porque puede haber diversidad sin reconocimiento, un tipo de contexto que ha abundado en el pasado hispánico y que no puede decirse que haya sido desbancado en la esfera pública de la democracia, donde a menudo las polémicas se zanjan estableciendo consensos ortodoxos que imponen exclusiones y encierran marginaciones de posiciones subalternizadas.
Por eso, lo recomendable a la hora de abordar el estatus de los grupos de identidad que conviven en el espacio y el tiempo es salir de la dicotomía simple unidad/diversidad, y en su lugar partir de la semántica elemental del concepto de comunidad. Esta se compone de dos mitades, común y unidad: mientras que lo unitario tiende a ser excluyente, lo común es por definición inclusivo.
En la esfera pública de la democracia a menudo las polémicas se zanjan estableciendo consensos ortodoxos que imponen exclusiones y encierran marginaciones de posiciones subalternizadas
Hay que reconocer al ensayo de Eduardo Manzano la contribución que hace en pro de identificar referentes del pasado que aseguren la cohesión de una comunidad en el tiempo. Pero el asunto de cómo influir desde la historiografía sobre la memoria cultural de los españoles de hoy es de una envergadura tal que reclama un formato textual más dialógico si se quiere evitar parecer que uno escribe por darse protagonismo público y salir en los medios. Al fin y al cabo, ¿es acaso deseable una historia plural que se precie escrita en forma de monólogo?
Mientras que lo unitario tiende a ser excluyente, lo común es por definición inclusivo
Pero donde más flaquea su enfoque es en la pretensión de borrar el pasado de polémicas que precede a su ensayo. Manzano no retoma el debate donde lo dejaron en su día los del exilio; todo lo contrario, arranca su ensayo obviándolo y, en particular flanqueando la figura de Américo Castro. Esta opción es reveladora de la incomodidad que seguramente le supone el hecho de que sus maestros despreciaron a Castro por ser un filólogo, un no-historiador. La mayor paradoja de su libro es que un heredero de quienes abandonaron el campo de batalla por el sentido del pasado común ha venido ahora a contarnos un cuento que es, en lo sustancial, un relato americocastrista.
En efecto, la postura de Américo Castro en aquella polémica del exilio es la que acoge mejor los valores de la ciudadanía inclusiva del siglo XXI. Solo esto ya justifica que su obra siga siendo objeto de reflexión e inspire actualizaciones y visitas mucho después de su elaboración.
¿Es posible aún rescatar la contribución de Américo Castro en su formato originario, una polémica, y no como una propuesta positiva con aspiraciones de instalarse como una ortodoxia?
Sin embargo, las que provienen del campo de los estudios de historia de la literatura tienen asimismo problemas señalados, aunque por el lado contrario. Ello es así especialmente entre los hispanistas, una vibrante comunidad que desde fuera y dentro de España ha expandido la filología tradicional en forma de estudios culturales -línea que también practica el grueso de los historiadores, aunque sin excesivo diálogo entre unos y otros.
Destaca entre esos hispanistas Germán Labrador, quien ha aprovechado la efemérides del 12 de octubre en 2024 para publicar una semblanza de este intelectual exiliado. Labrador hace hincapié en cómo el relato anti-épico del pasado hispano de Américo Castro se centró en rastrear las huellas dejadas por las minorías confesionales de judíos y musulmanes, esbozando un marco narrativo a contracorriente de la leyenda oficial liberal y franquista en el que la persistencia fantasmal de esas alteridades bloqueaba a cada tanto la credibilidad del discurso autorreferencial de una dominación imperial intolerante y oscurantista y de su secuela liberal, lastrada por la nostalgia mixtificadora.
No puede, sin embargo, decirse que la estela del marco interpretativo de Castro haya iluminado la historiografía posterior, lo cual opera en descrédito de una democracia tan autocomplaciente como la de después de Franco. De hecho, el reclamo actual de Américo Castro, como el que plantea Labrador, no es sino expresión de cómo varias generaciones de intelectuales han sido incapaces de ofrecer a los ciudadanos españoles un marco narrativo en el que sentirse reconocidos después de 1975. En ese vacío dejado en su día ex profeso por los ideólogos de la transición resuena una actitud arrogante propia de la fe del neófito tras cuarenta años sin ciudadanía: quienes desdeñaron las polémicas procedentes del exilio perdieron de vista que los que las entablaron pudieron hacerlo gracias a haberse refugiado en países que reconocían derechos ciudadanos, lo cual les permitió además adquirir conciencia de la relevancia para la convivencia comunitaria de esos relatos identitarios apoyados en valores -una experiencia que en cambio los adalides de la democracia posfranquista no habían tenido.
Lo cierto, sin embargo, es que el influjo de Castro no ha sido suficiente para refundar la memoria cultural de los españoles frente al legado imperial-liberal. No lo consiguió en su tiempo, al ser marginado por escribir desde el exilio y no ser tenido por un historiador profesional, y la cuestión hoy es si el marco de su propuesta es suficiente o adecuado, o si necesitamos otro alternativo, que pueda remitir a él pero yendo más allá. Porque ya no estamos allí, entre 1939 y 1975. Siendo indispensable retomar el camino desde el punto anterior a donde irrumpieron los historiadores de la transición, el contexto actual no está ya marcado por el exilio de la posguerra, ni se vive en España un régimen cuya ideología condena a más de media población a una identidad espectral -y en cambio hay varios millones de inmigrantes de países poscoloniales que son cotidianamente ninguneados cuando deberían ser incorporados a la tarea colectiva de esbozar una narrativa de lo común.
Para dicha tarea no constan ni los mimbres, lo cual ayuda a entender que incluso los más ambiciosos y entregados se aferren a la exégesis, género que no basta para hilar un relato adecuado a un orden democrático del siglo XXI. Convertir a Américo Castro en un fetiche sobre el cual se dan vueltas, excavándole supuestas capas nunca antes alumbradas o buscando iluminarlo desde el ángulo nunca visto antes, es una tarea que rinde a quien la propone pero que sigue siendo incompleta, puede que incluso autolimitadora, para lo que el estado de cosas reclama ante la deriva neoimperialista postglobal en la que la propia Europa parece tentada de ser abducida.
Lo cierto es que el influjo de Castro no ha sido suficiente para refundar la memoria cultural de los españoles frente al legado imperial-liberal
Y aun así, no está claro que esto resulte suficiente; pues, ¿es posible aún rescatar la contribución de Américo Castro en su formato originario, una polémica, y no como una propuesta positiva con aspiraciones de instalarse como una ortodoxia? Si el régimen del 78 y la CT siguen en pie es en buena medida porque han inoculado con éxito que polemizar en la esfera pública acerca de cualquier cuestión relativa al pasado común es un peligro para la convivencia -léase para determinado status quo pegado negativamente al consenso transicional-. Lo peor de esto, que no es otra cosa que un prejuicio, es que nos expone a todos a que, si la extrema derecha termina (re)imponiendo su relato nacional-españolista y retro-imperialista, los futuros exiliados de ese terrible orden de cosas lo tengan fácil para verse como profecía autocumplida, no solo de la biografía de Américo Castro, sino además del marco narrativo sobre el pasado en su día por él esbozado.