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Gentrificación
¿A quién demonios sirven los llamados narcopisos del Raval?
El papel de los llamados narcopisos es tratar de volver a infamar el barrio como ya se hizo, desde su bautizo como barrio chino, en el primer tercio del siglo XX.
Si no se asume la necesidad de combatir el ethos de la racionalidad instrumental y del lucro como objetivo último y al que ha de someterse cualquier otro, no se podrá desarrollar ninguna política verdaderamente beneficiosa para la inmensa mayoría de los vecinos del Raval.
La lógica de la explotación de todos los bienes, personales y colectivos, como es en este caso el suelo, en este marco de frenética búsqueda de beneficios, jamás va a permitir que una inversión inmobiliaria detenga o reduzca sus ganancias por algún tipo de responsabilidad social como puede ser la prohibición en Ciutat Vella de construcción de alojamientos turísticos (PEUAT, 2017) o, más peregrinamente, la falta de inversión en “seguridad” y “rehabilitación” en algunas zonas del barrio.
Según me explicó un registrador de la propiedad: "Un propietario d’en Robador 23, de una finca entera, que ha visto como el barrio no mejoraba, se ha visto obligado a decirle a uno de sus inquilinos, a un moro [sic], que se encargue de la finca y la explote como “meublè".
Este ethos del lucro va acompañado de una denegación de toda responsabilidad económica, social e incluso cultural respecto al barrio y sus vecinos. En el mejor de los casos asumen el pago de ciertos impuestos, aunque regatean todo los que pueden. Esto lo hacen utilizando los pisos como alojamientos turísticos sin permiso, como pasó durante algún tiempo en el bloque del número 37 de la calle d’en Robador. También lo hacen teniendo sus sedes fiscales en Samoa, como es el caso de Sofic Investments Inc. una de las empresas inversoras por las manos de la cual pasó el mítico bloque 29 de la misma calle, que empezó vendiéndose por 421.000€ y en menos de tres años, después de tres operaciones de compraventa, se vendió por 1.367.469€.
Frente a esto qué puede hacer la administración municipal. Poca cosa. Aunque al menos sí podría intentar paliar los efectos devastadores de estas prácticas fraudulentas consentidas u operadas al abrigo de estos grandes inversores inmobiliarios que parece que son los tenedores del suelo y las narcofincas como publicó La Directa.
Es en este marco de agresividad y producción institucional del desorden, motivada por la lógica depredadora del beneficio a toda costa y en el mínimo de tiempo posible, en el que debe entenderse el papel que juega la polémica alrededor de los llamados narcopisos.
Curiosamente, en 2003 se inició una campaña desde La Vanguardia de denuncia de los “desmanes” a los que se había volcado la ciudad. Los motivos de estos desajustes en el espacio común y visible de la ciudad eran -según la llamada “normativa del civismo” que venía a resolver estos “problemas sociales”- la inmigración y los jóvenes anómicos.
Una pequeña inmersión en la hemeroteca da cuenta de cómo se le impone a la opinión pública, precisamente, una opinión negativa sobre una territorio y sus gentes. Una vez señalado y exagerados estos “desordenes”, devienen en un problema municipal. En la medida que la lógica discursiva del civismo ocupa más espacios, más expresiones de la precariedad, la pobreza o la desobediencia devienen “incívicas” y cada día que pasa se resuelven más intolerables y reclaman una intervención progresivamente más contundente. Ya que tenemos los medios para “enderezar” estos incívimos, por qué no hacerlo, por qué no implementar una nueva ordenanza de usos del espacio público que permita a la Guardia Urbana una discrecionalidad sin igual en el resto de policías administrativas europeas. Lo mejor de todo es que como se sabe las sanciones son ineficientes, pues los castigados en su inmensa mayoría no pueden cumplir con el pago de la sanción. Ahora bien, que las multas no disuadan de comportarse “incívicamente”, no quiere decir que la normativa no haya tenido éxito. Y es que, ahora, en el Raval, pero también en otros barrios ya de toda Catalunya, cualquier desasosiego o ansiedad que provoquen las consecuencias, admitidas o no, del aumento rampante de la desigualdad, de la precariedad y de la pobreza y por tanto, de la inseguridad, se tilda de acto incívico, se le denosta y se le condena al oprobio, en lugar de combatir las fuentes de esta ansiedad que son, ante todo, la precariedad habitacional y laboral.
Y esta campaña, se sabe, comenzó en las páginas salmón del diario La Vanguardia, allá por el 2003. Lo más chocante de todo es que una de las primeras veces que se utiliza la expresión “incívico” durante el 2003 lo hace Lluís Permanyer en un artículo sobre la política de construcción de pisos de protección oficial publicado en enero de 2003, y en un sentido absolutamente diferente al que irá tomando posteriormente: "¿Por qué no se toman medidas pertinentes y de eficacia rápida para acabar reduciendo de una vez esos muchos, demasiados, miles de pisos vacíos, algunos de los cuales mantienen tal desafío incívico desde más de un decenio? ¿Son sólo 16.000 o muchos más?"
Esta acepción inicial que para nada se utiliza en nuestros días y menos en este diario, ahora cumple una función mucho menos benefactora que la que proponía Permanyer. Hoy el civismo no deja de ser la versión catalana de las políticas de intolerancia selectiva -importadas directamente de EE UU y/o el Reino Unido y transliteradas al catalán como batalla contra el incivismo. Podemos trabajar con una hipótesis paradójica: la llamada normativa del civismo que formalmente se llama “Ordenanza de medidas para Fomentar y Garantizar la convivencia”, trabaja en la dirección contraria a la convivencia … es decir, anima o fomenta la confrontación entre distintos, o en palabras de los sociólogos pop, el civismo trabaja en dirección contraria a la “diversidad”. Y es que esta convivencia se convierte tan compleja de “gestionar” y, al mismo tiempo, aparenta ser tan fácil de desvanecer que es mejor reducir la convivencia al grupo “de iguales” (en términos de clase básicamente) … y se prefiere expulsar “a los otros” y obviamente, la zona deberá devenir mucho menos conflictiva (también más pobre, no hay que decirlo).
Lo interesante en el caso del Raval es que no pueden expulsar ni a las poblaciones asentadas procedentes del Pakistán, la India o Filipinas ni transvestirlos a todos de una día para otro en clase media europea. Ahora bien, algunas de las familias procedentes del Magreb o de Latinoamérica parecería que tienen menos capacidad de anclarse en el barrio. Esta población es más susceptible de ser centrifugada hacia las periferias, paulatinamente o de repente, con la excusa de algún incidente infamante.
Es aquí donde podemos concretar aún más el papel de los llamados narcopisos. Se trata de volver a infamar el barrio como ya se hizo, desde su bautizo como barrio chino, en el primer tercio del siglo XX. Se inundó de un tufo de felonía que poco o nada discriminaba delincuentes de trabajadores, mafiosos y corruptos, de trabajadoras sexuales o vendedores ambulantes, vagabundos o inmigrados de camellos y drogadictos, todos revueltos en el mismo saco, recuperando la útil confusión entre clases laboriosas y clases peligrosas. Ya en los años dos mil, con el escándalo mediático de la falsa red internacional de pederastia que desarmó la Taula d’entitas del Raval, constituida por vecinas que habían puesto dos contenciosos administrativos por la modificación de la normativa urbanística en la operación Illa Robador o, finalmente, con la misma invención criminalizadora de la figura del “incívico”.
El papel de los llamados narcopisos es tratar de volver a infamar el barrio como ya se hizo, desde su bautizo como barrio chino, en el primer tercio del siglo XX
Esta población que no queda bien en las postales de la Barcelona de Ferias y Congresos volcada indecentemente al turismo y a la especulación inmobiliaria sin que el ajuntament del canvi poco pueda/quiera hacer. Este es el demonio al que sirven los narcopisos: una combinación entre este espíritu capitalista depredador que “obliga” a los propietarios a saltarse toda norma civil y ética de convivencia para aumentar su beneficio personal y una opinión pública creada interesadamente para estigmatizar poblaciones enteras porque no se ajustan al patrón estético, ético y económico del ciudadano global.
¿Cómo negarle a un propietario que explote al máximo su propiedad? ¿Cuáles son los límites de la búsqueda incansable e inmoral de beneficio? ¿Quizás deberíamos recuperar el Decreto de municipalización del suelo de 1937 de la Generalitat o incluso ir más allá y sindicalizar el suelo como proponían en su momento CNT y POUM?
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Todo un cúmulo de lugares comunes y con datos de hace más de 10 años.
El Raval es el único sitio de Barcelona dónde me siento cómodo paseando, el mestizaje cultural lo permite.
En cambio, pasear por Sarrià o Les Corts es asqueroso. La gente te mira mal si no cumples con sus espectativas estética y morales (que asocian a prejuicios) y se respira un clasismo vomitivo. Si quieres tolerancia y convivencia, ve al Raval. Si quieres discriminación, prejucios y clasismo, sal del Raval y lo tendrás por todos lados. Sólo me siento cómodo entre aquellos que no me juzgan por ser lo que soy o lo que aparento, mientras unos juzgan por la apariencia y tiran de estigmaa los otros se parte el culo para convivir.
La reflexión recae en que el dinero permite no tener que convivir con los estratos sociales más "bajos" (menos poder adquisitivo y propiedades) y a su vez crea mundos ideales que son burbujas en barrios de alta sociedad que nada tiene que ver con la realidad social, económica, política, cultural e histórica de Barcelona