Filosofía
Pero ¿qué es el populismo?

La palabra populismo se ha convertido en un significante sin significado que sirve en interminables artículos de prensa e intervenciones en televisión para designar una cosa, la contraria y, a menudo, cualquier cosa.

Donald Trump en Arizona
El entonces candidato republicano Donald Trump en marzo de 2016. Gage Skidmore / Wikipedia
Traducción: Rafael Cepa
7 abr 2018 06:16

¿Hugo Chávez? Populista. ¿Marine Le Pen? Populista. ¿Mélenchon, Donald Trump, Putin, el zapatismo y el 'brexit'? Populistas. Hay de qué sorprenderse: la palabra populismo se ha convertido en un significante sin significado que sirve en interminables artículos de prensa e intervenciones en televisión para designar una cosa, la contraria y, a menudo, cualquier cosa. De la izquierda radical a la extrema derecha, a cualquiera que ataque el sistema económico y político establecido se le cuelga la etiqueta, considerada un insulto —“¡El populismo, ése es el enemigo!”, ironizaba Serge Halimi en las páginas de Le Monde Diplomatique en 1996. Sin embargo, la palabra tiene una rica historia social tanto en Rusia como en Estados Unidos, los primeros países que vieron nacer movimientos que lo reivindicaban. En este momento en que el tan discutido “populismo de izquierdas” se hace un cómodo hueco en el espacio político, se impone un retorno a los orígenes, sintético y sereno.

El pasado 7 de enero, en las ondas de RTL Emmanuel Macron se vio tratado de populista por el presidente del Senado, Gérarf Larcher. Este último considera la voluntad de limitar a tres el número de mandatos de los senadores como un “artilugio” político que amenaza con “alimentar el populismo”. Encarnación de los altos funcionarios del Estado, ex del banco Rothschild, el presidente de la República francesa no presenta ni por asomo un perfil del “populista”. Si la salida de Larcher puede sorprender a primera vista, no hay que echarse las manos a la cabeza. En un editorial de Le Monde, el periodista Alain Frachon se sorprende de que a pesar de la “recuperación del crecimiento económico”, el populismo no desciende. Y amalgamar bajo este vocablo movimientos tan diversos como numerosos. ¿La “ultraderecha eurogruñona” en el poder en Polonia y en Hungría? ¿El poder estadounidense? ¿El movimiento independentista catalán? Populistas, por supuesto. La revista liberal Contrepoints fustiga, por su parte, en una sutil alusión a la China maoísta, “el pequeño libro rojo del perfecto populista” de Jean-Luc Mélenchon.

¿De dónde viene entonces este concepto, especialmente de moda desde hace algunos años? Aparece por primera vez utilizada en el sentido corriente que le damos hoy en día en 1984 en la pluma del politólogo Pierre-André Taguieff: la define como una “solución autoritaria” basada en el carisma de un jefe y caracterizada por la llamada al pueblo contra las élites oligárquicas. Denunciada por la socióloga Annie Collovald por su pobreza conceptual, la noción de populismo está caracterizada por una extrema vaguedad que le permite confundir movimientos procedentes de todo el espectro político. ¿A qué pertinencia científica puede aspirar una noción que mete en el mismo saco formaciones tan radicalmente diferentes como el Partido Comunista francés, el movimiento independentista catalán, la extrema derecha húngara o el Partido Republicano estadounidense?

Como señala el historiador Guillaume Roubaud-Quashie, “desde un simple punto de vista descriptivo, meter a Marine Le Pen y Hugo Chávez en la misma categoría política no es un progreso del pensamiento poltítico... Son pensamientos profundamente diferentes, así que forjar una palabra que explica que son lo mismo es una regresión sobre el plano intelectual”. La vaguedad de la noción es voluntaria, porque le permite desacreditar cualquier voluntad de cambio radical del sistema económico y político establecido.

Como apunta el filósofo Jacques Rancière, la noción de populismo se articula en torno a tres ejes principales: una retórica que se dirige directamente al pueblo, sin pasar por sus representantes; la denuncia de la corrupción de las élites dirigentes; un discurso identitario que expresa el rechazo y el miedo a los extranjeros. Así, este término no sirve para designar una fuerza política en particular sino que “se aprovecha de las amalgamas que permite realizar entre fuerzas políticas que van de la extrema derecha a la izquierda radical. [...] sirve simplemente para dibujar la imagen de un cierto pueblo”. En efecto, la noción de populismo da la imagen de un pueblo “caracterizado por una temible aleación de una capacidad —el poder bruto de las masas —y de una incapacidad— la ignorancia atribuida a estas mismas masas”. Vehicula también el cliché de un pueblo intrínsecamente xenófobo, “una jauría guiada por una pulsión primaria de rechazo contra los gobernantes a quienes califica de traidores, incapaz de comprender la complejidad de los mecanismos políticos, y contra los extranjeros a quienes teme por un apego atávico a un estilo de vida amenazado por la evolución demográfica, económica y social”.

La noción de populismo, tal y como la emplean los medios mainstream y la mayor parte de los actores políticos, no es en realidad más que el avatar más reciente de una desconfianza secular en el pueblo. Ya en la segunda mitad del sigo XIX, los promotores de la psicología de las masas Hyppolyte Taine y Gustave Le Bon veían al pueblo como una masa estúpida y gregaria, susceptible de seguir a cualquier líder que apelara de forma demagógica a sus supuestos bajos instintos. Pero el término populismo no se empleaba en este sentido en esa época, porque servía para designar una realidad muy diferente.

El populismo histórico: el caso ruso y estadounidense

En el siglo XIX y a principios del XX el término sirve, en efecto, para describir fuerzas políticas con contornos bien definidos. En Rusia se conoce bajo el nombre de narodnichestvo y designa el movimiento de oposición de una parte de los intelectuales rusos al zarismo. Salidos de la clase media, impregnados de cultura occidental y conscientes del retraso económico de su país respecto a Europa Occidental, estos militantes se imponen como objetivo la educación del campesinado a través de una “cruzada hacia el pueblo” basada en una agitación política del campo.

El fracaso es total: perseguidos sin piedad por la policía, los populistas se enfrentan a la desconfianza de los campesinos. Frente a este revés el movimiento populista se escinde en dos tendencias: el grupo La Voluntad del Pueblo, partidario de la propaganda por el hecho y de la violencia revolucionaria (responsable del asesinato del zar Alejandro II en 1882); la organización Reparto Negro, que aglutina a los promotores de la agitación política. De esta última nacerán dos de los principales actores de las revoluciones de febrero y octubre de 1917: el Partido de los Constitucionales-Demócratas (reformistas favorables a la instauración de un parlamentarismo) y el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. El movimiento populista firma así la partida de nacimiento de la izquierda política en Rusia. Reagrupa en su seno a los ancestros de las principales fuerzas políticas de izquierda que tomarán impulso a finales del siglo XIX y principios del XX: liberales, socialistas y anarquistas. 

En Estados Unidos el populismo nace a finales del siglo XIX. Movimiento rural, adquiere notoriedad en el contexto de la Gran Depresión de 1873 que golpea con dureza el campo. Los granjeros ven desplomarse su nivel de vida con la doble acción de la caída de los precios agrícolas y el alza del precio de los productos manufacturados. La especulación inmobiliaria y el aumento de las tarifas ferroviarias abocan a los rurales al crédito, dejándoles en manos de los bancos. El campesinado comienza a organizarse principalmente a través de la creación de las Granjas, una suerte de cooperativas que reagrupan a 800.000 miembros en 1875 en el oeste y el sur. En Iowa, Wisconsin, Minnesota e Illinois, mayorías políticas locales favorables a las Granjas consiguen ser elegidas. A principios de la década de 1890, una alianza de cooperativas funda el Partido Populista, con un programa radical: nacionalización de los ferrocarriles, creación de un impuesto de la renta progresivo, oferta ilimitada de moneda (contra la moneda escasa que aumenta el precio de los préstamos), voto secreto, recurso al referéndum. “¡El Pueblo está acorralado! que los sabuesos del dinero que nos acorralan tengan cuidado!”, advierte por entonces una de sus militantes para denunciar el poder “de Wall Street”. James Weaver, candidato del partido a las elecciones presidenciales de 1892, consigue reunir un millón de votos entre los 12 millones de sufragios totales. En las legislativas de 1894 el partido consigue 1,5 millones de votos y obtiene siete representantes. Es sin embargo el principio del fin para los populistas estadounidenses: el Partido Demócrata consigue recuperar la mayor parte de la bases militante del Partido Populista integrando en su programa algunas de sus reivindicaciones. En las presidenciales de 1896, el candidato populista se retira a favor de William Jennings Bruan, figura del ala izquierda de los demócratas.

Desde una perspectiva histórica, el término de “populismo” designa fenómenos políticos específicos. En Rusia es una tentativa de politización popular llevada a cabo por intelectuales salidos de la clase media propugnando un programa de reformas claro: la instauración de libertades políticas esenciales, parlamentarismo, reforma agraria... En Estados Unidos es un movimiento puramente popular que ve cómo centenares de miles de campesinos se organizan en cooperativas antes de desembocar en una vía institucional con la creación del Partido Populista.

Tanto en el caso ruso como en el ejemplo estadounidense, el término populismo no es un concepto y no describe una categoría política: describe una realidad específica. Antes de que analistas políticos como Pierre-André Taguieff se lo apropiaran para mezclar todos los movimientos que contestan el orden establecido, el término de populismo no estaba generalmente asociado a la izquierda (pensemos de hecho en el premio literario francés a la novela populista, creado en el periodo entre dos guerras para “acabar con los personajes de la buena sociedad”). Desde el principio de los años 80, un cierto número de intelectuales postmarxistas han intentado reapropiarse de este término cargado históricamente y darle una nueva consistencia conceptual con el objetivo de convertirlo en los cimientos de una renovación intelectual de la corriente progresista.

El populismo de izquierdas: ¿Qué renovación teórica?

En 1985 aparece la gran obra de los filósofos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe Hegemonía y estrategia socialista, situado en la base de lo que se convertirá en el “populismo de izquierdas”. Estos dos intelectuales pertenecen a una corriente que podemos calificar de “post-marxista” —una de sus características es la crítica de la idea marxista según la cual la clase obrera tendría un interés fundamental en el socialismo. Dicho de otra forma, según los postmarxistas, la posición de un individuo en el sistema económico no determina en ningún caso su posicionamiento político: “La sociedad no puede ser concebida como el despliegue de una lógica que le sería ajena, sea cual sea el punto de partida de esta lógica: fuerzas productivas, espíritu absoluto como lo entendía Hegel, leyes de la historia u otros. Todo orden resulta de la articulación temporal y precaria de prácticas contingentes”. El marxismo ortodoxo es denunciado aquí como un esencialismo “que hacía de la existencia de ideas políticas la premisa a su articulación en el discurso” y “en el cual las identidades políticas dependían de la posición del actor social en las relaciones de producción”.

El populismo de izquierdas de Mouffe y Laclau es la respuesta a este supuesto error de los marxistas ortodoxos. Reposa sobre dos nociones esenciales: el antagonismo y la hegemonía. Anatagonista (que enfrenta a dos enemigos) —o más bien agonística (dos adversarios)— la política lo es necesariamente: no puede escapar a la negatividad, recorrida como está por conflictos para los que simplemente no hay solución racional: al no existir un “bien común” en sí mismo, siempre habrá una lucha por su definición, la lucha agonística. Cualquier orden político y social es hegemónico al ser el resultado de “prácticas que buscan establecer un orden en un contexto de contingencia”.

Todo orden político es precario: es el resultado del trabajo hegemónico de una alianza de actores sociales. La influencia del pensador comunista italiano Gramsci sobre los populistas de izquierdas es aquí manifiesta: “Para conseguir establecer una hegemonía es necesario articular diferentes grupos creando entre ellos una voluntad colectiva”. La Revolución Francesa puede así ser descrita como la culminación de la alianza de la burguesía del tercer estado y de las clases populares de las ciudades y el campo -lo que Gramsci califica como “bloque histórico”.

¿Por qué, por consiguiente, los post-marxistas que son Mouffe y Laclau reivindican la etiqueta populista? Porque el objetivo de las fuerzas progresistas debe ser la construcción de un pueblo. El “pueblo”, para los dos filósofos, no existe simplemente en sí mismo: desde una perspectiva constructivista, debe ser creado por prácticas hegemónicas (relativas al discurso, principalmente). La construcción de una hegemonía, como subraya uno de los dirigentes de Podemos, Íñigo Errejón, pasa por tres etapas.

En primer lugar la encarnación de lo universal por un particular: el grupo social que busca imponer su visión del mundo debe aparecer como el garante del interés general. La famosa teoría del goteo, muy popular a principios de los años ‘80, ilustra de maravilla este principio: según los economistas neoliberales, el dinero adjudicado a los más ricos a través de las bajadas de impuestos beneficiará a todo el mundo —lo que ahorran en impuestos los ricos, lo harán disfrutar a todos y cada uno gracias a las inversiones que podrán efectuar—. Segunda etapa hegemónica, la creación de un consentimiento: “Los que mandan son quienes tienen la capacidad de construir un consentimiento general en torno a su orientación y hacer que la gente vea el mundo a través de sus propios lentes, las palabras, los conceptos de los sectores dirigentes”.

La tercera y última etapa es la construcción del terreno en el que mantener el debate. En otros términos, el grupo social que intente establecer un orden hegemónico debe asegurarse de llevar a los adversarios a su propio terreno, obligarles a utilizar sus propias palabras, razonar en su marco de pensamiento. Margaret Thatcher, preguntada sobre el éxito político del que estaba más orgullosa, respondió que se trataba de “Tony Blair y el nuevo laborismo. Hemos obligado a nuestros adversarios a cambiar de opinión”. Para los populistas de izquierdas, las fuerzas progresistas deben adoptar esta estrategia hegemónica que el neoliberalismo ha sabido emplear perfectamente. Es el único medio de construir una alianza política y social susceptible de tomar el poder, conservarlo y hacer algo con él.

Desde una perspectiva agonística, el discurso de los populistas de izquierdas debe fundarse sobre la articulación de un “nosotros” (el pueblo, el 99%...) y de un “ellos” (la casta, la oligarquía, la pequeña élite política y económica en el poder). Solo esta articulación, claramente más eficaz que el discurso del antagonismo de clases del marxismo ortodoxo, es capaz de permitir conquistar el poder a las fuerzas de progreso. Esta renovación teórica ha conocido diferentes tentativas de traducción política.

El movimiento español Podemos es sin duda el ejemplo más llamativo. En el seno del partido, fuera los referentes tradicionales de la izquierda (ya sean las consignas, los colores y hasta el propio término de “izquierda”): estos códigos, desacreditados a su modo de ver por las políticas neoliberales de los socialistas españoles, deben abandonarse en beneficio del díptico “nosotros” / “ellos” que consideran mucho más movilizador. En Francia, la France Insoumise de Jean-Luc Mélenchon ha probado esta estrategia durante la última elección presidencial: desaparición de las banderas de partido a favor de los colores nacionales durante los mítines (expresión polémica de acento patriótico que la FI, como Podemos, no intenta disimular), virtual abandono de las referencias a “la izquierda” en favor de un discurso de denuncia de “la casta” o “la oligarquía”.

La estrategia populista —que irriga en este momento una parte significativa de la izquierda europea contemporánea, de Podemos a la France Insoumise, hasta el giro dado por el laborismo británico desde la elección de Jeremy Corbyn (mezclando retórica populista y referencias a la historia y a los códigos del viejo movimiento laborista pre-Tony Blair)— cuenta, por supuesto, con su cohorte de detractores; abundan las críticas. Sólo evocaremos aquí aquellas provenientes de la izquierda y más precisamente de la izquierda marxista. Si, para el antropólogo Jean-Loup Amselle, el populismo está intrínsecamente ligado al racismo y a la confusión “roji-parda”, el término de “pueblo” no puede, a los ojos del filósofo comunista Alain Badiou, tener más que dos significados, negativos, en las sociedades occidentales: el de un pueblo fundado sobre una identidad nacional o racial; el de un pueblo entendido como “clase media”, el pueblo del neoliberalismo, “libre de consumir los vanos productos con los que le atiborra el Capital”.

Así este término no puede en ningún caso ser un referente aceptable para las fuerzas progresistas, excepto en el caso de una lucha de liberación nacional —la lucha de clases por sí misma, fundada sobre la alianza de intereses objetivos, debe guiar la acción de izquierdas—. Guillaume Roubaud-Quashie, miembro del Partido Comunista francés, desarrolla una argumentación similar: el abandono de la referencia a las clases sociales en sí pertenece a un “postmodernismo característico del pensamiento de los años 80, un pensamiento por cierto muy envejecido: no hay realidad sino discursos insuperables. No hay interés objetivo de clase; de ahí la importancia acordada al término más vago de pueblo”. La influencia del filósofo Gilles Deleuze explica aquí la acusación en postmodernismo — para Roubaud-Quashie, la cuestión de clase ha adquirido, al contrario, una mayor importancia con la llegada del neoliberalismo y la creación de un nuevo proletariado.

La segunda crítica se dirige contra el carácter insuperable de los conflictos para Mouffe y Laclau: “Decir que renunciamos al objetivo de superar los conflictos de clase, en un momento en el que el capitalismo es cada vez más ineficiente y criminal, me parece inoperante y negativo. [...] La proposición teórica de Mouffe [...] desemboca en un horizonte limitado. Se trataría de renunciar al comunismo en el momento en el que el capitalismo claramente ya no consigue responder a las posibilidades de desarrollo de la humanidad”.

TEXTO ORIGINAL PUBLICADO EN revue ballast

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#23050
16/9/2018 23:22

Artículo muy esclarecedor, con referencias e historia del término, su uso reciente y la crítica esbozada desde la izquierda marxista (¿hay otra?). De lo mejor que se lee en El Salto. Gracias por publicarlo.

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laura
7/4/2018 16:12

Excelente articulo gracias..sus referencias son claves...Cuando utiliza la derecha el termino populismo no se refieren nunca a ellos cuando reciben de los gob subsidios,connotaciones...pero si la utilizan en término descalificativo si se hace lo mismo para favorecer a sectores populares

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