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En saco roto (textos de ficción)
Viajante
Sombrero, gabardina, paraguas y cartera negra de piel. Su atuendo mantenía una etiqueta de otros tiempos y sus ademanes ceremoniosos también parecían ya en desuso. Pero él se esforzaba en mantener la ficción del hombre de viaje, ocupado, llegado del otro extremo del país para ofrecer una mercancía que solo él atesoraba.
Saludaba, se atusaba el bigote y pronunciaba su ración de cumplidos durante unos minutos. Luego, con lentitud, extraía de la cartera un catálogo y lo posaba sobre el mostrador para que el propietario de la tienda pudiera observarlo con detenimiento. En todo caso, era él quien, desde su posición, iba pasando las páginas plastificadas mientras comentaba las novedades de la muestra y abarcaba con la mirada el local, dando a entender que los objetos del catálogo tendrían un lugar adecuado en los anaqueles, los expositores o el escaparate. Cuando llegaba un cliente a la tienda, el viajante daba dos pasos atrás, pues era evidente que cualquier venta, por pequeña que fuera, era prioritaria. Cuando el cliente se retiraba, el viajante nunca ahorraba un comentario sobre cómo los objetos de su catálogo habrían encontrado acomodo en la transacción que acababa de producirse. Terminado un catálogo, pasaba al siguiente. Y luego al siguiente, como si fuera retirando poco a poco las telas que cubrían una obra. Solo en el último catálogo surgía la esperada sorpresa, el objeto de edición limitada que ofrecía a personas de confianza, a quienes le unía un nexo, decía, más allá del mero vínculo comercial.
Un año, la esperada sorpresa fue una escribanía de piel, con tintero de cristal, portalápices de madera y hasta un sacapuntas de baquelita con forma de cubo. El conjunto era una obra distinta, singular, con muy pocas unidades disponibles, decía mientras señalaba con la mano derecha las fotografías del catálogo y con la mano izquierda extraía de la cartera un sacapuntas de baquelita con forma de cubo. “Aquí tiene una muestra para que pueda hacerse una idea”, decía mientras posaba el sacapuntas sobre el mostrador. Y, en efecto, el propietario de la tienda se hacía a la idea de que iba a encargar aquella escribanía, porque esa era la costumbre, el pacto no escrito forjado con el paso de los años. Había que hacerse con una de esas unidades tan difíciles de lograr y había que mantener la ficción de que tendría salida, buena venta.
Con precisión nunca desmentida, la esperada sorpresa no se vendía. Ni en la temporada de regalos ni en la de saldos había forma de colocarla. Así que, cuando estimaba transcurrido un tiempo prudencial, el propietario de la tienda solía arrinconarla en un altillo junto con otras piezas igual de únicas e igual de invendibles de años anteriores.
Con el paso de los años, el muestrario de piezas invendibles adquirió una presencia propia en el altillo. Allí quedaban petrificados los objetos. El propietario de la tienda no se atrevía a moverlos de aquel retiro, pues cada año le aseguraba al viajante que la esperada sorpresa del año anterior había sido muy alabada y había sido vendida, casi como un favor personal, a un cliente de toda la vida. Eran tantos los clientes que se habían interesado por aquella pieza única que al final, decía el propietario, venderla había sido un complicado equilibrio, la solución a una ecuación de compromisos cruzados.
Con el tiempo, las conversaciones entre el viajante y el propietario de la tienda se tornaron más amistosas. De forma casi inevitable, empezaron a abordar la inminente jubilación de ambos. Bromeaban sobre quién sería el primero en dar el paso, y el viajante no tuvo dudas de que su colega se le había adelantado cuando una mañana se acercó a la tienda y observó cómo un equipo de albañiles se afanaba en desguazar el escaparate. Recordó entonces una conversación sobre la presencia de la tienda como una prolongación de la casa. La puerta del portal adyacente a la tienda estaba abierta. Ascendió por una escalera hasta el primer piso de aquel edificio de tres plantas. La puerta de la vivienda también estaba abierta. Llamó y una voz lejana le invitó a entrar. En el comedor le esperaba un hombre jubilado. En las estanterías asomaban un estuche de tres pisos para estilográficas, una bola del mundo sobre una peana de forja, una escribanía de piel… Conversaron con calma, como si estuvieran solos en una estancia desnuda, y se despidieron hasta el próximo año con un apretón de manos.